miércoles, 3 de septiembre de 2008

La tristeza de mi vecina

La semana pasada ocurrió un hecho importantísimo en mi vida neoyorquina. Después de un mes en el 7-D finalmente conocí a una vecina. Salíamos las dos de nuestros apartamentos -ambas vivimos en el piso 7- ella con un sandwich en la mano, y yo con un café en vaso plástico no desechable que luego lavé con agua y guardé en mi cartera (sí mamá, ya se que es asqueroso).
Entramos al ascensor, nos miramos, sonreímos.
- Con que dormida, me dijo.
- Sí. Tú, apurada y con hambre.
- Sí, me respondió.
Salimos del ascensor, juntas, pasamos la primera puerta del edificio, juntas, la segunda puerta del edificio, juntas, caminamos hacia el metro, juntas.
- Hace frío, me dijo en el corto trayecto desde nuestro edificio, hasta la estación.
- Sí, y justo hoy resolví ponerme un vestido.
Noté que estaba muy bien arreglada. Llevaba unos pantalones tipo tubo negros, una franela manga larga negra y encima, una especie de batola, negra, azul y gris. Pensé que lucía regia. Llevaba poco maquillaje: corrector, base, blush, rimel, brillo en los labios. Estaba hermosa pero se veía triste.
Nos subimos al mismo vagón, y como estaba repleto, compartimos un tubo, ella puso una mano en una parte y yo en la otra. Me preguntó si estaba recién mudada al edificio, le dije que sí. Quiso saber qué hacía. Le conté la historia:
- Soy venezolana, periodista, mi esposo se ganó una beca para estudiar en Nueva York, yo conseguí un trabajo y me vine antes que él. Escribo para un periódico on line dirigido a la comunidad hispana.
Le pareció fabuloso y divertido. Y me dijo que su trabajo no era nada demasiado emocionante pero que estaba bien. Era la gerente de piso de una cadena de tiendas de lujo en la ciudad. A mi me sonó como el empleo soñado y se lo dije:
- Es decir que te dan descuentos en toda la mercancía.
- Sí.
Con razón vestía así, pensé. Llevábamos más de 10 minutos hablando cuando nos dimos cuenta de que no nos habíamos presentado.
- Virginia. Encantada, me dijo.
Había nacido en Hungría y crecido allí pero hace 13 años que estaba en la Nueva York. Estaba casada desde hace 13 también; su esposo era estudiante, como el mío, pero él estaba cursando para ser médico o paramédico. No la entendí bien.
- Él acaba de pasar por una etapa de no saber que hacer con su vida, me dijo con cara de fastidio, que hubiese asumido como tal de no haber sido por sus ojos. No eran de fastidio. Eran de tristeza. Cambió de tema, y me contó que con ella trabajaba una venezolana fabulosa, súper creativa y muy involucrada con la comunidad hispana. Me dijo que nos iba a poner en contacto. Se bajó del metro en la 59 y no la vi más.
No sé por qué razón, pero en el día de hoy pensé varias veces en Virginia, su belleza delicada -cabello castaño claro, lacio a la altura de los hombros, rasgos sútiles, ojos miel, pecas en la piel- y su evidente tristeza. ¿Sería realmente miserable Virginia, o era producto de mi imaginación? No supe contestarme. Al menos no en ese momento.
Llegué a las 6:00 pm a mi casa, terminé el almuerzo que había dejado a la mitad, y de postre me comí un pedazo de torta de chocolate. Estaba vestida con una franelilla blanca y un mini short del mismo color, cuando sonó la puerta.
Abrí. Era Virginia.
Se me quedó mirando -cuando se fue y me acerqué al espejo me di cuenta que me miraba porque tenía un pedazo de torta de chocolate en la mejilla.
- ¿Te acuerdas de mí?
Cómo no. Como si conociera tantos vecinos en este edificio. Como si todos fueran una húngara encantadora de semblante triste.
Había venido a traerme el teléfono de Cherry, su colega la venezolana. Me entregó un papelito que yo iba a tirar en la mesa-donde pongo -todo lo que no sé-dónde poner, cuandó pensé "si lo dejo ahí, no la llamaré nunca". Y de inmediato marqué el número. Cherry vivía aquí desde hace 28 años, ciertamente estaba muy involucrada con la comunidad hispana y ciertamente sonaba fabulosa y súper creativa. Cherry me dijo que Virginia era en realidad su jefa, que a decir verdad era la jefa de mucha gente, pues era la gerente de un piso completo. ¿Nada emocionante? me pregunté acordándome de cómo me había descrito su trabajo en el vagón del metro. Le dije a Cherry, sin pudor, Con razón Virginia se viste tan bien.
- Pero es muy sencilla. Súper sencilla, enfatizó.
Colgué el teléfono, me cambié de ropa a algo más decente, me miré en el espejo y me quité el pedazo de chocolate de la cara, me la lavé y cepillé los dientes. No le pasé la cerradura a mi apartamento, y caminé hacia dónde pensé era el suyo. Toqué el timbre dos veces. Toqué la puerta tres veces. Nada. Al fin dije, Virginia, y la puerta del apartamento continuo se abrió.
- ¿Estabas tocando en el apartamento equivocado, no? Le pareció gracioso.
Le di las gracias por ponerme en contacto con Cherry y le conté que habíamos hablado un buen rato. Miré su apartamento, más grande y bonito que el mío, y al final en una esquina, vi una tabla de surf. Ahí fue cuando até cabos. Entonces el tipo alto, delgado y rubio, que entraba y salía con una tabla de surf a cuestas era el esposo de Virginia, el de la crisis existencial.
Le confesé que lo había visto.
- Hace tiempo, ¿no?
Afirmé con la cabeza. Miré alrededor: había un plato en la mesa, una copa, y Virginia cortaba tomates como para una porción. No dos. Entendí entonces la tristeza. Me dio rabia. Intercambiamos números, me dijo que la llamara cuando no tuviese nada qué hacer o cuando quisera conversar. Le dije lo mismo.
¿Por qué la única persona agradable que he conocido en este edificio está sufriendo? No lo sé. Pero soy una metiche, y no me gusta que la gente amable sufra. Así que espero que esta historia no termine con este punto.

4 comentarios:

Olga dijo...

No sabes cómo me "estortillé" (en aras del buen español) con lo del vaso y sí mamá, sé que es asqueroso. Las mamás son una cosa seria.

Y quizás con lo de metiche, pues logres conversar con ella. Nada como una buena conversación para que se vaya todo, como cuando estás en el mar y viene la ola y se va, siempre he creído que así son las palabras. Aunque a la mayoría de la gente le cuesta hablar.

P.D. En aras del abuso esta vez, cuenta un poquito más de la beca porque estoy en ese plan y toda información es oro. Gracias :)

Dani dijo...

Mi carli, pobrecita tu vecina. Se su amiga, tu eres demasiado divertida y seguro la haces reír...

No sabes cuanto te extraño parece declaración de amor, pero lloro por ti por lo menos una vez a la semana, sin que miguel me vea. Aunque el otro dia me vio y me preguntó
-¿por que lloras?
-por Carla
-Le pasó algo.
-No, sólo que la extraño...
-Me miró como un bicho raro y se fue.

Te quiero.

Pulgamamá dijo...

Olga te cuento que la beca es la fulbright que da la embajada americana en caracas. Las aplicaciones creo que son hasta abril o mayo, métete en la página de le embajada y busca el programa fulbright. Te hacen llenar un pepelero, te piden dos ensayos, y luego te hacen dos entrevistas creo. Te piden el Toefl y el GRE, dependiendo del programa. Mira quería citar tu blog con el cuento de "yo soy mi propia dolencia" para un post que quiero escribir. Me lo permites?

Dani: yo también lloro por tí. Te extraño con locura, el planeta es un lugar absurdo sin tí.

Ambas: un día de estos le toco la puerta a la vecina y si no está haciendo nada le digo que nos vayampos a la azotea con una botella de vino y dos copas.

Olga dijo...

JAJAJAJAJA Buenísimo lo de la azotea.

Gracias por la información de la beca...
Y claro agarra lo que quieras... el cuento es de Ray Bradbury el mismo de Farenheit 451, está en el libro Remedio para melancólicos...