miércoles, 29 de octubre de 2008

Sin gaveta para los inclasificables

Supongamos que "el sistema", es decir, este país, sus universidades, sus empresas y similares, son armarios gigantes divididos en gavetas con funciones bien definidas en las que se guardan a los individuos como si fueran prendas de vestir; medias de color en la última gaveta, blancas en la cuarta, franelas en la tercera, camisas en la segunda, y ropa interior en la primera. O como si todos fuéramos documentos a ser archivados en carpeticas de color. Gringos en la carpeta blanca, negros en la negra y latinos en la roja; sólo por citar ejemplos. Qué sucede, sin embargo, cuándo hay que archivar la vida de alguien que nació en Estados Unidos, se crió en Noruega y es negro. No hay carpetica para esta persona y esto puede desatar un verdadero caos.
Para muestra mi propio caso. Desde el primer día en esta ciudad no he entrado en ninguna gaveta. No estoy diciendo esto para quejarme sino porque así ha sucedido. El día que fui a comprar el Blackberry y una línea en T-Mobile, no entendían por qué si era estadounidense no tenía historia de crédito. El hindú con cara de buena gente me preguntó por qué y yo le respondí que porque no había vivido aquí. Luego me preguntó si tenía social security number y pasaporte y le dije que sí. Su cara era de ignorancia total. Me dijo que me fuera a otra compañía. Allí no había gaveta para mí.
Luego vino el "señor de las tierras", claro. Como buen hombre de negocios él fue más práctico y me puso en la carpetica que más le convenía. La de inmigrante para que pagara por adelantado.
- Pero yo nací aquí.
- Pero nunca viviste aquí y no tienes historia de crédito.
Y después vino su inolvidable frase de "ve a macy's y sácate una tarjeta, en este país no existes sin historia de crédito". La razón para este episodio podría ser que el "señor de las tierras" es un grandísimo imbécil pero resulta que él no es el único que no sabe donde ponerme. En el curso de inglés tampoco tenían gaveta para mí. Llegue allí el día de la convocatoria para el sorteo (se trata de un curso gratis y hay mas gente que cupos) con mis dos pasaportes y la chica que debía llenar mis datos me miró con cara de qué haces aquí.
- Tú no eres inmigrante.
- Técnicamente, le respondí yo.
- Tienes pasaporte de Estados Unidos, me dijo ella.
- También tengo de Venezuela.
Y comenzó la lloradera. Que yo no sé hablar inglés (lo cual no es completamente cierto), que yo nunca he vivido en este país, que no encajo en ningún lado, que si alguien, y aquí quise decir, alguna organización, ente, o persona, en este país, no me daba una oportunidad yo no sabía que iba a pasar conmigo. Está bien, exageré, pero de verdad quería entrar en el curso y funcionó. Hicieron lo que los gringos no saben o no les gusta hacer: una excepción.
Al lunes siguiente, fui como me indicaron al exámen para determinar en qué curso estaría, y allí también sucedió, mi nivel de inglés era muy alto según sus estándares. Volví a llorar, le dije al profesor que tengo lagunas gramaticales (lo cual es completamente cierto) y después de un buen rato lo convencí. Bueno, medio lo convencí, porque hace dos días me dijo que si seguía participando tanto me iba a pedir que me fuera de la clase. Según y porque intimidaba a los demás.
¿Qué pasa? ¿Por qué los desequilibra tanto no saber dónde clasificar a alguien? ¿Quién les dijo que todo debía ser clasificado? ¿No se les ha ocurrido crear una gavetica para los inclasificables? Yo me puedo adaptar a ser una inclasificable, como me he adaptado a muchas otras cosas, pero en realidad me preocupan ellos. Me da angustia pensar que no tienen lugar para la espontaneidad. Les propongo que hagan una gaveta chiquitica. O más bien una gaveta bien grande dónde quepa yo y todos los como yo. Una gaveta para los inclasificables.

martes, 28 de octubre de 2008

Ladrona y policía

Cuando de niña jugaba al policía y el ladrón no imaginaba que este juego, inocente en aquel momento, se convertiría en una ácida constante en mi vida. Las únicas diferencias radicarían en que el juego no sería imaginario, que la ladrona y la policía sería yo misma y que el juego de roles sería más bien una realidad fastidiosa que no daría risa ni despertaría ternura.
Recuerdo que durante la infancia la mayoría de las veces yo era la policía y que un grupete de primos revoltosos eran los ladrones, y yo en mi deber tenía que evitar que ellos hicieran fechorías y llevarlos a la cárcel, muy bien resguardada por mi, en caso de que cometieran algún crimen, que en aquel tiempo se reducía a montar a caballos en la grama de la finca que mi abuelo tenía, en lugar del picadero diseñado para eso, o robarse dulces de la cartera de mi abuela.
Ahora cuando me he convertido en ladrona y policía de mis propios días y mi propia vida, recuerdo con nostalgia y deseo que mis primos revoltosos vuelvan a robarse los dulces de mi abuela. Deseo que el castigo sea subir una carretilla con rocas por una pequeña colina o correr lo más duro que pudiesen y no una retajila de insultos hirientes e inolvidables. Pero mis primos revoltosos no están aquí, y el peor castigo es el que se imparte uno mismo.
A veces pienso que es un rasgo netamente femenino esto de estar encima de una, de los kilos de más, de los platos sucios, del almuerzo del esposo, de planear las vacaciones, de no gastar demasiado dinero, de no descuidar el trabajo, de no de quedarse sentada a ver cómo la vida pasa por enfrente de uno. Otras veces creo que si es cierto que este es un rasgo femenino yo, que amo los extremos, llevo mis deslices, o debilidades a una celda blindada con doble cerradura, de modo que de ahí no puedan salir.
Paso horas vigilándome, hasta que al final me escapo, me convierto en ladrona y hago desastres. Olvido pagar las facturas, no lavo la ropa, en lugar me voy a pasear, no escribo los ensayos para las universidades, en cambio leo un libro o escribo este blog y me pierdo en la felicidad de ser una ladrona que flota libre por la vida. Pero cuando llega la policía y descubre el desastre que ha hecho la ladrona me siento avergonzada y poca cosa.
A veces me agoto de ser ladrona y policía y en esos momentos me pregunto si no existiese la policía para qué existiría la ladrona, o viceversa. ¿No debería dejarme ser, en paz, tranquila, como mis primos revoltosos que montaban a caballo en la grama? Quién sabe a dónde llegaría. O lo que es más importante: cómo sería el recorrido.

lunes, 27 de octubre de 2008

Abollada en la ciudad intensa

Las consecuencias de vivir en una ciudad intensa que vibra a un ritmo estrepitoso las siento en mi cuerpo, mi cabeza, mi casa y mi vida. Suena un tanto dramático pero en realidad no lo es. Sucede que ir a clases en la manaña, salir en la tarde-noche, escribir en la madrugada y despertarme a las 7:30 am hizo estragos en mi. Esto podía sucederme en Caracas algunas veces pero en Nueva York parece ser la regla. Nadie quiere perderse la ciudad, nadie puede dejar de trabajar, asi que lo mas lógico y natural parece ser sacrificar las horas de descanso y sueño.
Con Federico de visita el ritmo se intensificó. En la mañana clases, en la tarde pasear por la ciudad, en la noche salir a bailar, a tomar, a cenar o cualquier otra actividad y los fines de semana jornadas de hasta 15 horas seguidas para conocer la ciudad. A los dos días, Fede me dijo que sentía que llevaba una semana en Nueva York y a la semana me dijo que creía que llevaba dos meses. Yo siento que él se fue hace dos semanas, cuando en realidad se fue hace tres días. Creo que así es el tiempo en todos lados pero mas aún en Nueva York, totalmente relativo y acomodaticio. El detalle es que si uno lo ignora luego paga las consecuencias.
Así, si es posible hacer en un día lo que se haría en una semana entera pero el cuerpo, al menos a esta edad, -creo que no es igual si se tiene 20 (no exagero)-, lo siente. El sábado apenas Fede se fue quería quedarme en la cama todo el día pero Licantro queria salir y decidí complacerlo. Fuimos a Soho y llegamos a las siete de la noche, a cocinar, lavar platos y luego dormir.
Cuando ayer domingo pude echarme en el sofa y pensar en los 10 días que había tenido me di cuenta de las consecuencias de vivir la ciudad intensamente como si el resto no existiera: un montón de ropa sucia pues no hubo chance de lavar, la casa llena de polvo por falta de tiempo también, mis pies adolaridos, mi cabeza resentida, mi cuerpo exhausto y una gripe por las tranochadas que parece eterna.
Yo sólo quería dormir e ignorar el mundo por un día, pero Licantro tenia un punto: si nos nos encargamos de la casa hoy cuando lo hacemos. Asi que adiós a la idea de estar arropada en el sofa entre dormida y despierta viendo television y hello al monton de ropa y la aspiradora. El equilibrio siempre ha sido una palabra difícil de entender para mi. Cómo logro hacer todo sin que mi cuerpo se sienta. Cómo cumplo conmigo, con Licantro, con mi familia sin dejar a un lado a esta ciudad que se ha convertido en mi gran adicción.
De pequeña leí Momo, una historia de una niña cuyo gran talento era escuchar. En uno de los capitulos, ella y sus amigos, entre ellos una tortuga gigante, debían luchar contra los hombres grises unos seres delgados y grises que le robaban el tiempo a la gente. Penélope tambien leyó el cuento, y apenas llegue a Nueva York, me lo dijo: aquí viven los hombres grises. Ahora tres meses después cuando no hago casi nada y mucho al mismo tiempo me doy cuenta de que es parcialmente cierto. No es que no haya tiempo para todo, es que no hay Extranjera para todo. No me basto. Necesito otra como yo para que salga cuando yo estudio, para que trabaje cuando yo salga, y para que estudie cuando yo limpie. Y yo, mientras ellas hacen todo eso, me quedaré arropada en el sofa con los ojos entreabiertos.

domingo, 26 de octubre de 2008

Vacilaciones sobre un sombrero

Conversaciones al borde de la madrugada con Federico mi costilla justo antes de su partida.

- Ese sombrero tuyo si que te queda bien, dijo Federico a la distancia, mientras terminaba de arreglar sus maletas.
- Sí verdad, me gusta tanto que quiero dormir con él. Gracias por decirme que me lo comprara porque la verdad era un poco caro, dije yo echada desde el sofá.
- Yo pienso que cuando a alguien le queda bien algo debe comprárselo en todos los colores. Lástima que no había sino ese azul. Has debido comprártelo en todos los colores.
- Sí, ya sé. Voy a ir a otro Filene's basement sin decirle a Licantro y me compro dos más.
- (risa de Federico). Totalmente.
- Entendí cuál es el éxito de esta boina y porque me queda mejor que la amarilla que me compré en Target. Párame que esto es importante, dije yo, todavía echada en el sofá.
- Te estoy oyendo, sólo que no puedo dejar de hacer maletas, contestó el Fede. Dime, ¿cúal es el secreto de tu sombrero?
- Es el doblés que tiene el cashemire, que permite que caiga sim importar para que lado te lo pongas.
- (En este punto Fede se acerca al sofá y revisa la boina) Es verdad. ¿Y cómo se mantendrá ese doblés? Es curioso.
- Porque está hecho con plancha y ya no se le quita mas nunca, le contesté.
- Estás hablando tonterías. Mejor vete a dormir.
- Sí, ya sé. Es sólo que no quiero que te vayas.
- Sigues hablando sin sentido. Ve a dormir.
- Okey pero con el sombrero.
- Está bien. Mira (dijo justo antes de que me fuera a la cama), yo también te voy a extrañar.


miércoles, 22 de octubre de 2008

Mi primera celebridad y cuarto

Ajá! Yo sabía que tarde o temprano pasaría. Fue algo tarde a decir verdad, pero sucedió. Vi a mi primera celebridad hace dos días mientras visitaba la tienda de una amiga venezolana en Soho. Ya alguien me había dicho por ahí, que el truco era ir a Soho, pasarse todo el día ahí, y esperar con paciencia pues alguien pasaría. Así fue.
Antes de que sucediera ya habían indicios de que mi primera celebridad estaba por llegar. O yo por llegar a ella. Hace una semana mientras estaba con Luciana y Nicoleta en la librería pública nos enteramos de que esa misma noche se celebraría allí un evento del grupo Conde Nast (dueños de Vanity Fair, Vogue, Glamour, entre otras revistas) y asistirían varias celebridades. Un guardia de nombre Sambi que Nicoleta, una barranquillera de cabello rubio y hermosos ojos verdes, había conocido ese día, nos prometió que nos ayudaría a entrar.
Como Luciana no estaba vestida apropiadamente (andaba en jeans y zapatos de goma) fuimos a comprarle una nueva pinta en H&M. Cuando íbamos en camino, vimos que en Cipriani, un punto de encuentro fijo para la sociedad neoyorquina, celebridades y realeza de otros países, había una alfombra roja, y algunos paparazzis. Esperamos un rato pero nadie llegó y nos fuimos.
De regreso pasamos de nuevo por ahí y unos españoles nos mostraron la foto que le habían tomado a Plácido Domingo mientras nosotras intentábamos encontrar un nuevo outfit por menos de 30 dólares. Antes de comprar decidimos echar un vistazo en la biblioteca pública. Por las ventanas se veían luces, pero no había rastro de nadie. Mucho menos de Sambi. Consideré la idea de que tal vez yo era una espanta celebridades. Nicoleta que se fijó en mi cara de decepción me dijo, "tranquila, cuando veas a un famoso te lo encontrarás de cerca y para tí sola".
Más o menos así sucedió hace dos días. Paseábamos las tres con Federico mi costilla por Soho, cuando entramos a la tienda de una venezolana amiga que Federico había entrevistado en Caracas hace algún tiempo. Minutos después de entrar Nicoleta empezó a tocarme el hombro y a decir mi nombre entrecortado.
- ¿Qué pasó?, le dije.
- Ahí, una actriz, respondió.
Miré y frente al espejo, probándose unos pantalones vi a una mujer con apariencia desaliñada, muy blanca y de cabello oscuro. Hice una googleo mental y la encontré. Las escenas de Asesinos por Naturaleza vinieron a mi cabeza.
- ¿Esa no es Juliette Lewis?, le pregunté a mi amiga, la dueña de la tienda.
- Sí, esa misma.
- Al fin. Desde que llegué a Nueva York no había visto a nadie, le confesé.
- Nooooo, me dijo con el mismo tono de sorpresa que ya no me provocaría rabia. Siéntate en las escaleras de la tienda y las verás a todas pasar. Creí que era una metáfora pero no lo era. Eso lo supe más tarde.
En el momento sólo examiné a la Lewis y pude ver que: 1. El tiempo no pasa en vano. 2. Es realmente flaca (talla 0 me confesó luego mi amiga). 3. Como me escribió una amiga en este blog, la perfección en estos días se llama Photoshop. La mujer que yo ví no tenía nada que ver con las fotos que luego encontré en internet. Federico al verla dijo con malicia: "Juliette tiene esa apariencia que los paparazzi adoran para luego destruir".
Resolvimos irnos pues si seguíamos viéndola los cuatro, la íbamos a espantar de la tienda de mi amiga y ella no haría ninguna venta. Luciana propuso que fuéramos a un bar, llamado Peep, a media cuadra de allí. Había happy hour y pedimos una ronda de Lychee Mojitos.
Cuando salimos vimos un despliegue de cámaras y un gentío apurruñado en la calle. Mi celular sonó. Era la diseñadora venezolana: ¿Viste a Keira Knightley? En ese instante, Federico comenzó a jalarme el sueter, pero yo, que estaba al teléfono no atiné a hacerle caso. Keiraaaa, escuhé que gritaban. Mientras yo tenía mi teléfono en la oreja, ella me había pasado por un lado y en cuestión de segundos entró a un Merecedes Benz negro y se fue. Nicoleta y Fede la vieron, Luciana la vio en pantalla, y yo sólo atiné a ver a un codo cubierto por un trench coat beige. Me dio rabia, sentí envidia (de la mala) por Fede y Nicoleta, pero luego pensé que una celebridad y un cuarto es mejor que ninguna.

martes, 21 de octubre de 2008

La belleza en mis ojos

No me veo. No me veo, pero sí puedo mirar la belleza en otros. Por eso esta foto, esta niña, vestida de azul con sus rizos naranja-rojizos sueltos, jugando a las escondidas detrás de un árbol de otoño en Central Park.

lunes, 20 de octubre de 2008

Mi belleza en tus ojos

Quiero verme en tus ojos. Enséñame a verme en tu ojos. En ellos soy bella, capaz y feliz. Quiero verme como sólo tú me ves a mi.
Quiero mirarme con esos ojos castaños cubiertos por pestañas negrísimas y un lunar justo en la esquina del párpado derecho. Esos ojos que me vieron por primera vez hace más o menos 5 años y nunca me han dejado de mirar así.
Enséñame a verme en tus ojos, a los míos no les gusta lo que veo.
Yo veo una masa amorfa. Tú ves un ser hermoso.
Yo veo un rostro redondo. Tú dices que ves una muñeca de porcelana.
Yo veo a una niña perdida. Tú ves a una mujer que está encontrando su camino.
Yo veo a una tipa normal. Tú ves a alguien extraordinario.
Yo veo caos, tu ves posibilidades.
Enséñame a verme en tus ojos. O si no préstame tus ojos. Préstamelos aunque sea por un rato. Estos míos, no se si por lo pequeños que son o por la miopía, no me funcionan para verme a mi. Quiero verme en tus ojos.

viernes, 17 de octubre de 2008

La ciudad intensa

Son las 2:11 de la madrugada en la ciudad que nunca duerme. Yo tampoco duermo todavía. Mientras escribo me como un sandwich de queso mozarella, pavo y tomate cherry que el bello de Licantro me preparó. Él ya duerme. También Federico, mi costilla, que llegó ayer al 7-d para quedarse por una semana, duerme en el sofa cama que está en la sala.
Acabamos de llegar de un lugar de esos llamados undergrounds en el lower east side. No tiene nombre. No tiene número. No tiene ninguna señal en la puerta. Sólo un negro que resguarda una reja y que sube y baja la cabeza para decir quién y cuándo entra.
Este que echo es un cuento que tenía pendiente desde hace unas semanas. Antes del llanto, el vacío, y la búsqueda de una celebridad. Antes de Muriel; hace exactamente dos fines de semana, cuando se celebraba Open House New York y casi no paré en mi casa -excepto para dormir- por dos días.
El primero que me lo dijo fue mi editor. "Esta es una ciudad intensa", fue su único comentario cuando me negué a ir a un cóctel, con motivo de la inauguración de la exposición de Cruz Diez, después de 3 días en Washington a punta de periodismo financiero y cerveza, y un viaje de seis horas en autobús. Al momento no tomé en serio el comentario. Obvio que esta es una ciudad que vibra, que no para, que anda a un ritmo precipitado, pero soy yo quien decide que tan intensa quiero que sea.
Bueno, esa es la media verdad. La otra mitad es que Nueva York es tan tan intensa, que aunque no quieras te arrastra y te conduce por sus rincones, te lleva de la mano, y otras veces del cogote y te obliga a ir al ritmo que ella quiera, cuándo ella quiera. Es una ciudad que habla claro desde el comienzo. Te dice "esta soy yo, o me quieres así, o no me quieres así y entonces no me conoces, y entonces es mejor que te vayas".
Hace dos semanas comenzó el que sería un maratón de ocio por la ciudad. Empezó el jueves en la noche con Luciana y unos vinos, siguió el viernes en el MOMA, y terminó de nuevo con unos vinos, y culminó finalmente el domingo a las 6:30 de la tarde en Fort Greene, Brooklyn.
Grace mi corredora de seguros, al saber que tenía tiempo libre y andaba en busca de nuevas conexiones me habló de Open House New York. Dos días en que 350 casas, apartamentos, museos y salones de toda la ciudad abren las puertas para que sus habitantes y los turistas los conozcan gratuitamente. Grace nos dijo a Licantro y a mí que trabajáramos de voluntarios y así podríamos entrar a todas partes sin hacer cola.
Yo arrastré a Luciana y así el sábado en la mañana llegamos al loft que un arquitecto había construido con materiales de desechos - puertas de metro incluidas. Luego de tres paradas más y muchos miebros añadidos al equipo, entre ellos cuatro venezolanos -hasta ese momento desconocidos-, tres argentinos, un gringo y una mexicana terminamos en Bar Piti, un restaurante italiano en el Village.
Luego del postre en una heladería cercana dónde venden helados elaborados con cacao venezolano, Luciana, Licantro y yo nos fuimos al cine a ver Nick y Norah. Al salir de la sala, Lu me dijo, "por qué no llamamos a Eli (una venezolana amiga de Licantro que nos había acompañado durante todo el día) a ver qué está haciendo". Eli nos dijo entre gritos que estaba en un "underground en el lower east side". Nosotros tres estábamos en el upper west side, del lado opuesto de la ciudad. Por un momento dudé, pero luego recordé la frase de mi editor "Nueva York es una ciudad intensa" y entendí que si no lo asumía así, me la iba a perder. Y yo soy de las que odia perderse las cosas.
Después de 15 minutos entre tres calles, encontramos el lugar, no identificado, con el hombre negro y gordo sentado en un taburete demasiado pequeño para su tamaño. Franqueamos la puerta, bajamos por unas escaleras, pasamos cuatro bolsas de basura, atravesamos un lavandero, subimos otras escaleras y llegamos a un salón de piso de madera y tapices victorianos en el que los presentes tomaban alcohol en tazas o cerveza en botellas cubiertas con bolsas de papel marrón. "Se llaman speak easy (habla con tranquilidad) y existen desde que en la ciudad no se podía beber y la gente se reunía en los sótanos de las casas". Ese día salimos de ahí a las dos, y nos despertamos a las 10 de la mañana siguiente, a carreras para llegar a trabajar de voluntarios en una iglesia en Brooklyn.
La madrugada de hoy se parece a la de ese sábado. También hoy llegué del "underground" pasada las dos. También mañana tengo trabajo de voluntaria (esta vez pintando escuelas en el Bronx) y también hoy, después de pasear el día entero con Federico y Licantro por la 34, la 42, Broadway y la Quinta Avenida pienso que esta es Nueva York. Estrepitosa, despiadada, con ganas de llevarse por delante a quien se atraviese. Como dicen en mi tierra, y en otras supongo que también: O corro o me encaramo. Nueva York no espera.

jueves, 16 de octubre de 2008

Amor en los asientos del metro

Agarré la línea A en la 14. Eran las 2 de la madrugada y venía de cenar con Licantro, un tío y una prima en Pastis, un bistro francés, un lugar de estos trendy, ubicado en el Meatpacking district. El vagón no estaba lleno ni vacío, pero me senté en los que son mis asientos favoritos; tres sillas en fila, pegadas a un tubo al final del vagón.
Ellas ya estaban allí, justo enfrente, a sí que fue imposible no mirarlas. No me llamó la atención que durmieran, pues mucha gente duerme en el metro, tampoco me atrapó la postura, definitivamente poco común, lo que me mantuvo con los ojos espabilados durante todo el trayecto fue la carga de afecto y emoción que las dos chicas transmitían. Y esto debo decir, es cosa poco común en el metro, un lugar donde ni los que se conocen suelen demostrarse cariño.
Mientras las miraba recordé El beso, la escultura del francés Auguste Rodin, en la que dos amantes, entrelazados, unidos, amarrados con las partes de sus cuerpos entre sí, están sumergidos en un beso profundo y tibio como el sueño de estas chicas. Tal vez eran amantes, quizás amigas, o hermanas, pero era claro que existía una relación importante y abierta entre ellas: los cuerpos se tocaban en su totalidad y las piernas y brazos enlazados con fuerza protegían algo muy querido.
Sólo en dos ocasiones la chica que apoyaba su cabeza en la espalda de la otra abrió los ojos, y sólo vió el número de parada. No miró si había gente a su alrededor y ni siquiera se dio cuenta que yo sostenía mi teléfono justo enfrente de ellas. Como el niño chiquito y bonito que leía su libro en el filo de la ventana, aislado del mundo, ellas también parecían estar en otra dimensión. Sólo les importaba su sueño, y sus cuerpos cálidos. Siempre me ha gustado la gente que como ellas y el pequeño lector viven para sí mismas y no para el resto del mundo.
No pude saber nada sobre su historia, ni siquiera pude escuchar sus voces, sólo supe que se querían, que estaban cansadas, y que se levantaron casi a tumbos, con las manos agarradas y salieron del vagón en la 125.

martes, 14 de octubre de 2008

La novia de la luna

La historia me la contó mi querida madre cuando era una niña. A mi madre no le gusta contar historias pero, para su pesar, ésta se le escapó y se convirtió en mi obsesión. Cada dos días le volvía a preguntar.
- ¿Pero estás segura de que estaba enamorada de la luna?.
- Eso decía ella, me contestaba mi madre.
Su amiga del colegio de monjas le decía a todo el mundo, sin vergüenza alguna, que ella estaba enamorada de la luna. No era una metáfora, me hizo saber mi madre.
- Esta niña se pasaba las noches mirándola y hablándole. Cuando teníamos una fiesta ella salía al jardín, o a la terraza y se pasaba la noche ahí.
La novia de la luna no estaba interesada en chicos. Decía que ella ya estaba comprometida, que su corazón le pertenecía a la luna. Por supuesto todo el mundo la llamaba loca. Mi madre dice que ella nunca la llamó loca, y siguió siendo su amiga, hasta que sus caminos se separaron, luego del colegio.
La última vez que la vió, fue hace como 10 años en una floristería. Parecía más perdida que nunca, me dijo mi madre, quien prefirió no saludarla pues entendió apenas la vió que la novia de la luna ya no pertenecía a este mundo. Había entregado su alma por completo a la dama plateada de la noche.
Esta historia viene a mi mente con bastante frecuencia, esta noche, cuando la miro sobre los techos neoyorquinos que se extienden desde mi ventana, cada vez que está llena, cada vez que escucho la canción de Mecano, o cada vez que intentó ver el supuesto conejo que se esconde en la luna y que es una especie de test estotérico para saber si uno está enamorado.
Cuando eso sucede le vuelvo a preguntar a mi madre si cree que en realidad su amiga estaba enamorada de la luna. Y mi madre me contesta cada vez con la misma paciencia que sí, qué por qué otra razón la miraría tanto, le hablaría tanto y se sometería a ser llamada loca por todos, si no fuese por amor. Sabia mi madre.

domingo, 12 de octubre de 2008

La ropa y mi calvario personal

Como casi todas las relaciones importantes que se tienen en la vida, la mía con la ropa es complicada. Es de esas que llaman amor/odio, las que te causan tormento y placer y no sabes vivir con ellas pero tampoco sin ellas. Como el novio ese que tuviste y amaste pero dejaste porque se estaban destruyendo. Vestirme tiene el mismo efecto. Primero siento la ilusión de hacerlo con maestría y jugar a que es un arte que domino y luego la decepción de verme en el espejo y encontrar con que la imagen no se corresponde con la que tenía en mi mente, mucho mas esbelta, mucho más soberbia, mucho más innovadora.
Hoy en la mañana debía vestirme para ir a un brunch en casa de una amiga venezolana en el upper west side. El brunch dominguero es parte esencial de la cultura neoyorquina y mi amiga decidió darle un giro, y cambiar los waffles por arepa, los huevos benedictinos por perico, y las panquecas por carne mechada.
Me paré tarde, como casi siempre, y sólo tenía quince minutos para vestirme. Ya en sueños pensaba en qué ponerme y no lograba crear la combinación perfecta en mi mente. Como piezas de legos intentaba encajar zapatos con pantalón, medias con faldas, camisa con sueter. Nada cuadraba.
Hay gente que se para frente al closet, agarra lo primero que ve y se viste y quedan divinos. Me encantaría decir que soy así. Que cuando me piropeen una pinta pudiese decir, 'ay no niña, si fue lo primero que agarré'. La verdad es que a veces lo digo, pero estoy mintiendo. Rara vez agarro lo primero que está en el closet, por lo general me cambio tres o cuatro veces antes de salir, y mi look del día es consecuencia de un proceso sufrido y razonado.
Esta mañana no fue distinto. Tenía 15 minutos para vestirme. Chequeé el clima y noté que hacía casi 20 grados centígrados. Perfecto para una camisa o franela y un sueter por si a las moscas e ideal para ponerme las ballerinas verde manzana que me compré.
Lamentablemente para mí no es tan sencillo como suena. El calvario comienza con la duda de si estaré suficientemente abrigada o si pasaré calor (ya en dos oportunidades he salido del edificio y me he devuelto al 7-d por esta razón), si estaré vestida apropiadamente, o si estaré demasiado elegante o muy poco formal. Para cuando decido el nivel de formalidad que le voy a dar a mi atuendo me planteo que estilo quiero, un poco bohemio, más bien clásico, algo vanguardista, y luego camino al closet.
En Nueva York, donde las calles son pasarelas y los peatones son modelos con estilos propios y definidos, el sufrimiento se multiplica y se convierte en una obsesión. Ya confesé en el post de las celebridades que soy una frívola sin remedio, ahora confieso, por si el rasgo no se había colado en algún post, que soy obsesiva. El asunto es que cuando mi obsesión y mi frivolidad se mezclan el resultado es un cóctel tóxico.
Por qué me importa tanto como me visto, y sobre todo como me veo, tiene muchas respuestas. Lo más elemental es que me gusta la moda, es mi pequeño placer, y no es un placer culposo, lo fue por algún momento, pero ahora lo abrazo con todas mis fuerzas. Estoy pendiente de las nuevas colecciones, adoro las vidrieras, soy una consumidora insaciable de revistas de moda y tendencias, no me pierdo un episodio de Project Runway (el reality show donde Heidi Klum descubre nuevos talentosos diseñadores), me gusta la ropa, sus formas, sus colores. Me gusta la posibilidad que me brinda de ser alguien diferente cada día o ser la misma. Me gusta su maleabilidad.
Está también el hecho, considerado por algunos como una debilidad o un rasgo atroz, de que me importa como es percibida mi imagen, tal vez, y aquí hago otra confesión, porque me encanta, me fascina, llamar la atención. Todavía me da cierta vergüenza confesarlo, pero la vida es demasiado corta como para ocultarnos quienes somos, y prefiero abrazarme con todo, que perder energías negándome. Me gusta entrar a un lugar y soprender, aunque aquí en Nueva York, eso es bien difícil, pero me gusta sobre todo sorprenderme con la imagen mía en el espejo. Darme cuenta de que el experimento salió bien es un trofeo personal. Todas estas razones podrían analizarse y la raíz de esta obsesión sería trillada, patética y no por eso menos cierta: baja autoestima.
Hay otra razón con raíces un poco más profundas. Desde pequeña mi querida madre me enseñó la importancia de las apariencias. Siempre luché con ella, la acusé de frívola, de materialista y la juzgué por pensar en cosas tan ínfimas, cuando yo,una adolescente atormentada, estaba preocupada por cómo lograría inscribirme en la cruz roja e irme a África a hacer trabajo voluntario (cosa que hasta ahora no ha pasado). El caso es que mi madre no está totalmente equivocada, somos nuestra primera carta de presentación, y no se trata de gastar un dineral y hacer una demonstración de marcas pomposas, sino de escoger algo que nos haga sentir cómodos, seguros y que sea el reflejo de nuetros sentimientos y pensamientos. Como suelen decir los expertos en moda. Es la gente la que lleva la ropa, no viceversa.
Se que no todo el mundo le dedica tanto tiempo a pensar en esto, pero la ropa es un modo de decir quienes somos. Antes de cruzar miradas, de entablar una conversación, de intercambiar teléfonos, la ropa dice mucho sobre quienes somos, y qué queremos. El problema en mi caso es que la mayoría de las veces yo no sé que quiero decir. Algunas veces quiero ser una loca en busca de la felicidad eterna y otras quiero ser una mujer moderna que lo sabe y lo hace todo.
Como en otros aspectos de mi vida, cuando se trata de la moda, me gusta escapar de mi zona de confort, aunque Fede, que no es sólo mi costilla sino un periodista con un gran sentido estético, me acuse de conservadora. Me gusta intentar hacer cosas que no había hecho antes, me gusta jugar a ser alguien nuevo, me gusta ponerme una falda burbuja gris con un sueter morado, unas medias azul eléctrico y unas botas negras, aunque cuando salgo a la calle con la pobre ilusión de deslumbrar me doy cuenta de que "hey darling this is New York, nobody cares about you, unless you are somebody".
Hoy para el brunch quería lucir mis nuevos flats ya que no hacía frío y no necesitaría medias. Me lo probé con un vestido. Nada. con unos leggins. Nada. Cambié de idea y me puse un sueter negro con jeans beige, un sueter de rallas moradas con botines de patente gris y medias moradas. Y cada vez que me paraba frente al espejo, me desvetía frenéticamente como si me quisiera quitar la piel. Tal vez así sea. Y el problema no es la ropa, sino esta piel mía que a veces pesa demasiado.
Después del último desatino me senté en el sofá, brava, molesta, a punto de llorar -¿por qué se ve tan fácil en las revistas, y es tan difícil para mí?- y le dije a Licantro que ni modo, no podría ir al brunch. Él que ha desarrollado una maestría para lidiar conmigo y mis outfits issues, se rió, me miró con ternura y sacó del closet un jean tubito beige, una franela roja, una chaqueta azul, y unos zapatos verdes.
- Confía en mí, ponte esto.
- Pero no pega.
- ¿Tienes una mejor idea?
No la tenía. Así que le hice caso, y me fui vestida tricolor, pensando que defintivamente no eran los colores de otoño, pero que la pinta tenía personalidad. Cuando llegué al brunch y me encontré con niñas lindas caraqueñas vestidas de blanco, negro y colores neutros me di cuenta, que me gustaba cómo lucía yo. Y es que Licantro, debo decirlo, tiene buen gusto, y además creo que no hubiese podido soportar mucho más mi lloriqueo y mi constante entrar y salir del closet.
Licantro sabe bien que la relación de las mujeres con su cuerpo, la ropa y los zapatos, no es la misma que la de los hombres. Pero en mi caso el asunto no es una simple disparidad de géneros sino una obsesión que me acompaña constantemente y me convierte por momentos en una shoppaholic (material para otro post) y en otros en una frívola disconsiderada que le importa más como luce hoy que las noticias del día, aún cuando soy periodista.
¿Qué le hago? De verdad que en esta vida hay muchas luchas, y en esta no me voy a embarcar, no porque no valga la pena, sino porque este placer tormentoso me hace feliz. Amo la ropa. Me gusta verme bien. Me gusta sentirme mirada. Me gusta que me piropeen. ¿Está bien? ¿Está mal? No me importa. Mientras esto me proporcione placer, haré todo lo que mi bolsillo y la paciencia de Licantro, me permitan.

viernes, 10 de octubre de 2008

La voluntad de Muriel

Muriel tiene 20 años de edad, 1 viviendo en Nueva York y una hija de tres años que tuvo a los 17, a quien no ve desde hace 3 meses. Muriel no habla ni papa de inglés. Hasta ahora se las ha arreglado porque vive en Washington Heights (como yo), una zona dominada por dominicanos. Estos son los números más importantes en la vida de Muriel: los 20 años que lleva con la frescura de quien tiene 15 y la experiencia de quien tiene 40, los 12 meses que tiene trabajando en el turno nocturno como vendedora en una pescadería, los 3 años de su niña Liz, y los tres meses que tiene sin verla.
- No me la podía traer, tú sabes. Yo no estoy estable, voy de un cuarto a otro. Gano bien sí, pero trabajo de noche y salgo oliendo a pescado. Quiero un trabajo mejor pero necesito aprender a hablar inglés. Me hace un falta mi niña. Cada vez que hablo con ella lloro.
Muriel está parada detrás de mí en un salón en la iglesia de River Side Drive para aplicar a un programa de inglés intensivo y totalmente gratuito dirigido a inmigrantes, asilados y refugiados políticos. Técnicamente ninguna de las dos está en esta categoría, pues aunque ella nació en República Dominicana, a los tres meses se vino a Estados Unidos donde sus padres vivían. Luego regresó a su tierra natal y posteriormente a Puerto Rico. A ninguna de las dos nos importa. Ambas lloramos para que nos acepten. Parece funcionar.
- Yo culpo a mi madre, por no haberme enseñado el inglés por no haberme apuntado a un colegio bilïngue, por devolverse a Santo Domingo a dar a luz. A quién se le ocurre. Dice que porque aquí la iban a obligar a tenerme por parto natural, y ella quería cesárea.
Muriel trabaja desde los 12 años. Nunca ha necesitado dinero de nadie. Cuando le ha hecho falta ella lo ha buscado y no dinero fácil, sino del que se hace trabajando, dice. La crió su Nana, una vecina, quien ahora está criando a su hija, pues su padre nunca vivió con ella y su madre sufría de los nervios.
- Está loca, pobrecita. Toma pastillas. Nunca ha hecho nada en su vida, no estudió, no trabajó, sólo sirve para ser la mujer de alguien. Por eso yo estoy aquí.
Se refiere a que por eso quiere aprender inglés, consguir un mejor trabajo, estabilizarse, alquilar un apartamento y traerse a su niña. Y para cuando ésta esté en el colegio ella terminará el bachillerato.
- Sólo llegué a octavo. Quiero estudiar ingeniería de sistemas. Me encanta desbaratar una computadora y volverla a armar.
Se siente sóla claro está, tiene un novio machista y celoso con quien comparte algunas noches, una hermana recién llegada a quien no ve mucho, y un padre que está en algún lugar del Estado de Nueva York que no puede precisar.
- Yo parí a mi hija sóla, aquí en Estados Unidos. El papá se quedó en República Dominicana, mi madre estaba en Puerto Rico y mi papá apareció dos días después del parto cuando ya me habían dado de alta. No lloré.
Muriel es fuerte, es obvio. Y se lo digo.
- Y eso que no te he contado ni la mitad de las cosas que me han tocado vivir, pero está bien. No me quejo. Yo puedo con eso y más.
En su voz no hay duda, tampoco hay un tono de venganza o resentimiento, hay una insólita candidez y una ingenua alegría que se corresponden perfectamente con su rostro juvenil, moreno, de cejas perfectamente arqueadas y pestañas largas y su vestir de joven dominicana a la que le gusta el reguetón: jeans ajustados, sudadera, sneakers.
A Muriel le gusta contar su historia, no lo dice abiertamente pero se nota en el modo en que sus palabras fluyen como un hilo delgado que sale de la garganta, y no como piezas de rompecabezas que escupe sueltas. Y como la noto cómoda, no tengo reparo en decirle lo que pienso: que su madre tiene problemas, pero que son los problemas de su madre y no los de ella, que el novio que tiene no vale la pena, que es urgente que aprenda inglés porque con lo despierta que es no le va a costar conseguir un mejor trabajo, que debe terminar su bachillerato, traerse a su hija, y más adelante ir a la universidad.
A ella la palabra universidad le suena grande, y dice que eso debe ser muy caro. Le recuerdo que ella es ciudadana americana y que hay becas y préstamos a su disposición y que sólo debe tener ganas. Como estamos en Riverside le propongo que caminemos hasta Columbia University. Le explico que yo quiero estudiar allí, y luego de un recorrido decide que ella también. Que ella sabe que algún día lo va a lograr.
- Yo no voy a repetir la historia de mi madre. Empecemos con el inglés y de ahí vemos.
A Muriel espero verla cuando empecemos el curso el 17 de octubre. Si todo se da como debería, nos vamos a ver todos los días durante dos meses. Yo se que Muriel es una guerrera y que no necesita pedirle ayuda a nadie, pero yo quiero dársela. Quiero mostrarle que con esfuerzo los patrones se rompen y que ella no es su madre. Y quiero que mantenga sus ánimos de guerrera intactos. A cambio quiero que me enseñe a ser fuerte, y que me recuerde lo afortunada que soy, y todas las razones que tengo para elegir reír en lugar de llorar. Quizás estoy esperando demasiado. De ella y de mí. Ya veremos.

jueves, 9 de octubre de 2008

Se busca una celebrity

Me confieso frívola. Sin pudor. Sin reservas. Sin ninguna vergüenza. Frívola como la que más, como la que lee Cosmopolitan, Vanidades, In Style y colecciona Vogue, cómo la que está pendiente de quien se pone qué en los premios Emmy u Oscar, o cómo la que ojea People para enterarse de qué estrella fue de compras o está en rehabilitación. Y como un día el escritor venezolano Adriano González León me dijo que la frivolidad no era un defecto, que el problema era la estupidez, yo abrazo mi frivolidad e intento huir de la estupidez (supongo que no siempre lo logro).
Como la frívola que soy, cuando me mudé a Nueva York soñé con la posibilidad de encontrarme a alguna celebrity: Natalie Portman con su perrito en Tribecca, Robert De Niro cenando en algún restaurante, Scarlett Johansson de compras, Michael Douglas tomando Martini en el Boat House de Central Park. A este último, lo vio Luciana hace una semana. Dijo que andaba vestido de traje blanco y tenía una camisa azul eléctrica.
Lu tiene anotada en la agenda de su Ipod todas las celebrities que vio hace unos meses, el día de una gala en el Met: George Clooney, Dolce y Gabbana, la Johansson, y así unos cuantos que no me acuerdo porque eran demasiados. Lu que me da coco todo el tiempo con su lista de estrellas no pierde una para decirme, "no sabes a quien vi el otro día", como si hablara de una vieja vecina. Ya es prácticamente amiga de las chicas y el equipo de producción de la serie Gossip Girl, pues según ella se la pasan grabando por toda la ciudad, "No sé cómo no las has visto", me dice con dejo. Ahhhhh! Yo tampoco sé cómo no las he visto, ni a ellas ni a ninguno. He ido a Soho, a Tribeca, al Village, a Chelsea, al Upper East en busca de Woody Allen y nada. Lo más cerca que he estado de ver a una, fue un día en que aluciné con haber visto a la Johansson en el baño de Macy. Resultó ser una rubia común que sólo por capricho andaba con sombrero y lentes oscuros dentro de una tienda.
Hasta la Pachi que estuvo dos semanas aquí vió a las actrices de Gossip Girl, y Nicoleta, una amiga colombiana que no lleva ni un mes en la ciudad, ya se encontró con Britney Spears. Hace poco conocí a un periodista colombiano que va a la misma iglesia que la modelo brasilera Adriana Lima. Y entonces, será que se esconden de mí. O es cierto eso qué dicen de que mientras más se busca menos se encuentra. Como quien busca novio y esta más sola que la una. Yo no pido demasiado, no quiero autógrafos, ni fotos, ni hablarles. Nada. Yo sólo quiero ver a un famoso, por morbo, por curiosidad, para comprobar que no son tan perfectos cómo lucen en la tele o que sí lo son. Quiero ver a una celebrity por pura frivolidad.

martes, 7 de octubre de 2008

Sin miedo al vaci­o

Una buena amiga dijo un día que a ella no le importaba lo que pudiese pasar después porque ya le había perdido el miedo al vacío. Mi buena amiga posiblemente no sepa que yo se que ella dijo esto pues Licantro me lo comentó ayer en la noche cuando le conté que me sentía perdida. Licantro también dijo, y en esto coincido totalmente, que esa forma de pensar era muy inteligente, pues cuando se le pierde el miedo al qué-va-a-pasar, al abismo, no hay nada que perder.
Mi buena amiga dijo eso porque estaba renunciando a un trabajo seguro en una empresa estable que no le disgustaba pero tampoco le encantaba por seguir un proyecto incierto que era su sueño desde hace algún tiempo. Mi buena amiga tuvo que escuchar como muchos le decían que lo pensara bien, que era arriesgado, que el país no estaba en su mejor situación, y que tener un negocio propio significaba muchas ventajas pero también muchos sacrificios. Mi buena amiga le contestó a uno de estos intrépidos que a ella no le importaba porque le había perdido el miedo al vacío. Ya había estado sin trabajo, ya había vivido sóla en el extranjero, ya había terminado relaciones importantes y que a esas alturas de su vida ella ya no le tenía miedo al vacío.
No sé bien lo que esto significa pues yo todavía le tengo temor al vacío, así que no escribo desde la experiencia sino desde la ignoracia. Me pregunto: 1. ¿Cómo se le pierde el miedo al vacío? 2. ¿Cómo es la vida cuándo ya no se tiene ese miedo? Se perfectamente qué me produce esa sensación que empieza con un nudo en la garganta, una presión en el pecho y termina apoderándose del estómago produciendo en él un vaivén parecido al de las olas cuando llegan a la orilla y luego dejan la arena húmeda. Terminar una relación amorosa, dejar un trabajo, irme de viaje sóla, despedirme de alguien a quien quiero y se que no voy a volver a ver, no saber que desición tomar, esperar una respuesta importante, me producen vacío.
Cuando renuncié a la revista donde trabajé por 4 años lo sentí, comenzó primero con una euforia, como suele suceder, seguido por una trizteza leve parecida a la melancolía, seguida luego por una tristeza punzante y luego el hueco en el estómago, el que me hizo quedarme en silencio el día que mis compañeros de trabajo me hicieron una despedida y me preguntaron por qué yo, que siempre tenía palabras, no hablaba y ni siquiera lloraba. Estaba siendo prisionera del vacío.
Luego de ese vacío, comenzó el miedo a sentirlo constantemente. ¿Será esto algo con lo que viviré permanentemente? ¿Cómo lleno el vacío? ¿Debo llenarlo, o debo vivirlo? El día que tomé el avión Caracas Nueva York, lo volví a sentir, no sólo porque despegar produce la sensación física de vacío, sino porque ese momento era la metáfora perfecta del limbo. No estoy aquí, tampoco estoy allá. Estoy justamente en el vacío. Mi experiencia me ha enseñado que el vacío hay que vivirlo, no evadirlo, y no llenarlo. Claro no siempre lo logro. La mayoría de las veces intento sofocarme de trabajo, o comer mucho, para llenar el hueco que mi estómago y mi alma sienten.
En Caracas tenía una forma bastante efectiva de aliviar el hueco en el estómago. Me da algo de vergüenza confesarla porque no es muy elegante (a Licantro le disgusta) pero lo cierto es que era mi manera y que desde que estaba en el colegio, o aquél día de la madre que lloré 24 horas sin saber por qué (luego lo supe) siempre buscaba una taza, la llenaba con leche en polvo, le agregaba tody en polvo y tres gotas de agua, y hacía un mezclote que luego me devoraba, generalmente escondida en alguna esquina de mi casa. Como una niña.
Ahora voy entendiendo que la vida es una continua cadena de vacíos rellenados, difrazados, burlados. Nos inscribimos en clases de baile, tennis, golf, yoga o cualquier otra cosa, hacemos amigos, vamos a fiesta, trabajamos, nos casamos, tenemos hijos, formamos familias, compramos casa, carro. ¿Qué queda si quitamos todo eso? ¿No queda nada? O es la nada precisamente lo único que necesitamos. Porque el miedo a no tener nada, a no hacer nada, a no saber nada, produce una sensación física tan desagradable, tan... sin sabor a nada. ¿No es lo natural? ¿No venimos de la nada? ¿Por qué deberíamos temerle volver a ella?
Necesitamos demasiadas certezas para vivir, y aquí me incluyo. Pero creo que estoy equivocada, que si bien las certezas son un alivio, la vida es por definición una gran incertidumbre. Y el vacío es la confirmación física y emocional de esa incertidumbre. Así que mi buena amiga no sólo es inteligentísima, sino que está destinada a ser feliz, o al menos a vivir con un entendimiento mayor del mundo y las personas. Si todos le perdiésemos el miedo al vacío, habrían menos matrimonios desdichados, menos personas en la relación equivocada, el trabajo equivocado, o con los amigos equivocados.
Yo estoy experimentando. Le estoy dejando poco a poco el miedo al vacío porque lo estoy sintiendo. Siento ahorita mismo un gran vacío en mi cabeza, en el pecho y sobre todo en el estómago, porque el estómago es el lugar donde el vacío se acomoda y vive y no estoy intentando llenarlo con mi menjurgue de leche en polvo ni con nada, sólo lo estoy dejando ser.
No sé que estoy haciendo con mi vida. No sé que se supone que debería estar haciendo. Ni siquiera se que voy a hacer mañana, y eso me produce pavor, es cierto. Pero luego mañana llega, y hago lo que tengo que hacer, lo que el día me presenta, lo que yo me propongo o lo que me da la gana y no pasa nada o más bien si ocurre algo, algo importante: vivo. Sólo somos yo y mi vacío, y entonces empiezo a quererlo. Entiendo que sin él yo no estaría aquí en Nueva York sentada en el escritorio del 7-d, escribiendo este post. Quiero a mi vacío porque es tan mío como la felicidad, o la alegría.

lunes, 6 de octubre de 2008

Llora, pequeña

Las lágrimas saltan de tus ojos directo a tus mejillas. No se deslizan por el lacrimal, y caen debajo de tus párpados, hasta llegar a tus labios resecos e hinchados. No, acortan camino y llegan directo a los cachetes. Lloras con tanta fuerza que duelen los pulmones; ni siquiera sabes como eso es posible. Pero es así. Aprietas todo tu cuerpo, cierras tus puños, te contraes, dejas caer el cuello hacia atras, luego hacia adelante y lloras. Y el dolor te presiona el pecho, tanto que estás segura de que atravesó tus pulmones, y que pronto no te dejará respirar.
Lloras como si todo el peso del mundo cayera sobre tus hombros y lo sientes así. Pero no es así. No sabes por qué lloras, pero aún lloras. Y aquél que está cerca no entiende cómo puedes llorar tanto si no te pasa nada. Y te lo dice. Y eso no te hace sentir mejor así que sigues llorando. Y piensas en cosas. Más bien son imágenes: calles, una vieja cama, abrazos, rostros, despedidas. Y juras que no lloras por eso. Y estás segura de que no es por eso que lloras, pero sigues. No paras de llorar. Y el dolor ya llegó a tus piernas y no deja que te levantes del sofa. Así que te aferras a él, a tu dolor a tu sofa, como si fuese la única certeza que tienes. Y sigues llorando.
Ya llevas una hora así, y pareciera que tus lágrimas no se fuesen a secar jamás. Pero no es así. En un rato el peso del mundo lo dejarás caer y no estará sobre tu espalda. Y el dolor no te presionará el pecho, y no te agarrará las piernas salvajemente. Te pararás del sofá, dejarás de sentir lástima por tí y tu dolor y tus pequeñas miserias, te secarás las lágrimas y dejarás de llorar.
Hasta que todo vuelva a suceder y las lágrimas vuelvan a saltar hasta las mejillas y el dolor te apriete esta vez las tripas. Dejarás de llorar hasta que vuelvas a llorar. Y el ciclo se repita. Una y otra y otra vez. Y te dirás, Ya pequeña, para de llorar, pero no te escucharás. Tu voz será demasiado suave y tu llanto demasiado ruidoso. Y te volverás adicta al llanto, al que cae sin piedad. Y te volverás adicta al dolor, a ese que no sabes de dónde proviene pero que está ahí. Y querrás sufrir. Y querrás más llanto. Y pensarás que ese es tú único destino, aunque no sea cierto. Y para cuando quieras parar, cuando te des cuenta que el dolor no es un destino, ya no sabrás cómo vivir sin él.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Yo, cómplice de vandalismo

Entré a la estación 181, como casi todos los días, pasé el torniquete rogando que la tarjeta pasara de una porque ya escuchaba el tren llegar, y me lancé hacia las primeras puertas abiertas que ví sin percatarme de quienes estaban adentro. Sólo vi que el vagón no estaba muy lleno y así es justo como me gusta viajar; con espacio.
Al minutos entendí porque nadie más estaba en el vagón. Los único pasajeros eran una banda de 12 niños negros entre 9 y 15 años de edad que tenían sprays y pinturas blancas en sus manos y que rallaban las paredes, los asientos y el piso del vagón sin ningún pudor. Se dieron cuenta de que yo estaba ahí y siguieron como si nada. Yo los miré, y uno de ellos me dijo en referencia a sus compañeros "no les hagas caso están locos". Mientras tanto los otros jugaban, o acaso era en serio, a darse puñetazos. Uno de ellos, se sentó a hacer un dibujo muy cerca de mi asiento, justo debajo de un cartel que decía "Be part of the solution no te pollution" (se parte de la solución no de la contaminación). Le pedí que por favor no me manchara y siguió como si nada haciendo sus garabartos.
Primero tuve miedo, después pensé que sólo eran niños, luego recordé la cantidad de niños que tienen acceso a armas diariamente en este país y volví a tener miedo. Quise preguntarles por qué lo hacían, pero preferí no meterme en un asunto que no me incumbía. Como todos aquí. Excepto que sí me incumbia, porque soy periodista, porque soy usuaria del metro y porque soy una ciudadana, y porque en el vagón del metro hay una afiche que por silencioso no deja de ser amenazador, donde se lee "If you see something, say something" (si ves algo, dí algo). No entiendo bien a qué se refiere, no se si la MTA pretende que nos convirtamos en vigilantes del metro, aunque por la forma en que la NYPD quiere involucrar a la comunidad en la lucha contra el crimen, pienso que sí.
Me bajé en la 175 y me cambié a un vagón con más gente, me baje de nuevo en la 168 y los volví a ver. Hacían ruido, caminaban tropezándose, tarareaban letras de rap. Vi a un trabajador de limpieza del metro y pensé en decirle que los chicos habían ensuciado el vagón, pero me dio fastidio, o temor.
Entré al ascensor, y los chicos venían atrás de mi y de un montón de gente. Seguían gritando. Pararon el ascensor pero luego no se subieron. Una mujer que estaba al lado mío en el elevador dijo "these kids" (estos niños) con tono de hastío, y yo de intrépida le dije que estaban haciendo grafittis en los vagones. "Ojalá yo los hubiese visto, los hubiese llevado con los policias y no los hubiesen soltado hasta que llegaran sus representantes". "Yo los vi", le dije. "Sí, por eso, ojalá los hubie visto yo", me dijo haciéndome saber con claridad que ella, al contrario de mi, sí hubiese hecho algo al respecto.
Nada. Me convertí en cómplice, sin saberlo o a sabiendas. Mi miedo o mi fastido pudieron más que mi deber ciudadano, lo confieso. Lo que pasa es que no se si estoy preparada para ser una ciudadana, ni buena ni mala, cuando apenas puedo sostenerme a mí y llevar una rutina medianamente decente. Mi papel es el de una observadora. Sólo quien observa mucho entiende qué sucede y sólo quien entiende qué sucede sabe como actuar. Y yo no estoy en ese lugar todavía. Mientras tanto me escondo en mi sentido común, o acaso cobardía.