miércoles, 24 de diciembre de 2008

Las culpas se mudan de taza

Esta historia que se supondría sería un cuento corto en dos o tres entradas se extendió. Cómo no se cuántas entregas, ni cuánto tiempo me va a tomar contarla, decidí mudarla de espacio, porque no quiero que éste pierda su esencia. Necesito seguir contando aquí, mis historias en esta ciudad, lo que entiendo y lo que no entiendo, lo que mes fascina y lo que odio. Por eso desde hoy Rebeca, Lucas, y las culpas estarán en http://misculpasenunataza.blogspot.com, para los que quieran seguir la historia.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Mis culpas en una taza. Parte IV

Caminamos por el corredor blanco que une los cuartos hasta una puerta que daba hacia una escalera. No me acuerdo cuántos pisos subimos. Me pareció raro pues había asumido que el 7 era el último. Resultó que no.
En todo el camino sólo dijo cinco palabras, Ten cuidado con los escalones. Me dediqué a estudiarlo. Sus pasos eran firmes pero no toscos, y sus gestos definitivos sin ser autoritarios. Lucía en paz consigo mismo. Pero había algo más: parecía estar en control absoluto de sí mismo, de sus emociones. Hablaba sólo lo necesario, pero siempre en el momento oportuno, y tenía esa mirada cálida. Esa en la que había depositado mi existencia desde el primer día que llegué.
Qué pensaría de mí, me preguntaba. Tenía mi taza, es decir que conocía mis culpas, y tenía en su oficina una carpetita, con mi nombre, que lucía cómo un expediente. Así que posiblemente también sabía mi historia. Mejor. Odio las confesiones.
Llegamos hasta el final de todos los pisos, cruzamos una puerta y salimos a la azotea. Era de noche. No había nadie. ¿Qué haríamos ahí? ¿Este tipo de contacto entre guía-culpable no estaría prohibido? ¿O sería esto parte del tratamiento?
- ¿Quieres saber para qué estamos aquí?
- Supongo- le dije, sin mostrarme muy interesada.
- Es de noche- me respondió.
- Sí- lo noté.
- ¿Sabes qué representa la noche? Es decir, en función a las culpas.
- No- mentí. Claro que sabía y bien que lo sabía. La noche era el momento de las culpas. El momento en que venían a señalarme.
La azotea era vasta. Me acerqué hasta el borde por curiosidad, pero no vi nada. Es decir o no había nada más que ese edificio, o la oscuridad no me dejaba ver.
- Rebeca- Era la primera vez que decía mi nombre.
- Vamos a hacer las cosas diferentes esta vez. Quiero que tu escojas una culpa, esa que te persigue por la noche y me describas cómo te hace sentir.
Me dijo que caminara alrededor de la terraza y pensara. No me dijo que pusiera la mente en blanco, supongo que tiene suficiente experiencia cómo para saber que eso no es posible. Por lo menos no en mi caso. No quería pensar. Quería saber. Saber de él. ¿Desde cuándo estaba ahí? ¿Por qué había tanta calma en él? ¿Podría yo llegar a ser así?
No había estrellas esa noche. El paisaje desde ahí era aburrido. Sólo oscuridad. O vacío. O oscuridad y vacío. Venteaba pero no hacía frío. Me concentré en respirar como me había indicado Lucas. Mis pasos eran lentos. Y mis pensamientos seguían ese ritmo.
Como si no pudiese evitarlo los recuerdos de mi cumpleaños 30 comenzaron a llegar a mi mente como tacos de lego que esperan ser armados. Nicolás me había pedido que llegara a la casa temprano para que celebráramos. Los últimos meses habían sido difíciles. Me había escurrido de nuestra situación y había hecho lo que él predijo que haría: me refugié en otra cama. Nicolás me había perdonado. Yo no.
El día de mi cumpleaños salí del trabajo temprano. No tenía ganas de ir a la casa. Me fui al Parque Los Chorros. Desde hace un tiempo se había convertido en mi refugio personal. La humedad, la soledad, el agua que caía de la cascada, los pies remojados en la orilla. No resistí. Lo llamé. A mi refugio. Tal como Nicolás predijo que haría. Me quedé con él sentada en un banco, hasta muy tarde. Creo que cuando salí del parque ya había cerrado.
Llegué a la casa y Nicolás estaba sentado en el sofá esperándome. La celebración se había convertido en una despedida. Al lado de la botella de vino, las dos copas y mi regalo estaban sus maletas.
- Rebeca no puedo seguir haciéndome daño- y se fue.
Me acerqué al regalo. La caja era grande y liviana. Levanté la tapa y los globos comenzaron a salir. Se pegaron del techo. Estaban llenos de helio. Amo los globos de helio. Salté hasta alcanzar uno, lo pinché. Una carta. Pinché otro. Bombones. Pinché otro. Dos pasajes, un viaje a la Argetina que teníamos planeado desde hace tiempo. Y así hasta llegar al número 30 descubrí todos los planes que Nicolás tenía y que esa noche yo había destruido. Lloré.
La mano de Lucas sobre mis hombros me sacó de mis pensamientos.
- Cuéntame.
- Hice daño.
- ¿Querías hacerlo?- me preguntó.
- No a propósito. Sólo quería deshacerme del dolor.
- Causar dolor no hace que te deshagas del dolor, aunque lo parezca. Sólo hace que te produzcas más dolor. ¿Qué más?
- Acabé con cuatro años de historia. Acabé con el futuro que me había planteado.
- Quizás ese no era el futuro que querías- me dijo.
- Quizás.
- Ahora quiero que te vayas a la cama y te lleves ese pensamiento contigo. No de una forma tímida, sino adrede. Piensa en él hasta que ya no tengas más que decirte. Te veo mañana a las 7.
- Tengo frío- dije. Quería ser un cachorro.
- Ya nos vamos. Rebeca, quiero ayudarte.
- ¿Por qué?
- Sólo quiero ayudarte. Hay muchos caminos.
- ¿Por qué te importa?
No contestó. Obvio. Tuvo su mano en mi hombro durante todo el recorrido de regreso. Los pisos infinitos que subimos, ahora los bajábamos. Llegamos. El corredor blanco. La puerta del 777.
- Lucas, no te vayas- las palabras salieron de mi boca sin pasar por mi cabeza. Me dio vergüenza.
- Buenas noches Rebeca. Descansa- y cerró la puerta. Me quedé con el sonido de mi nombre en sus labios. Sonaba distinto. Sonaba a otra.
Me acurruqué en una esquina de la cama y lloré hasta quedarme dormida.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Mis culpas en una taza. Parte III.

Mientras tomaba los pinceles y los remojaba en color, recordaba. Era la 1:30 del mediodía y acababa de llegar del colegio de monjas a la vieja casa de Atamira. Ya no usaba el delantal de cuadritos de preescolar, sino el uniforme de primaria, una falda azul, camisa blanca y medias hasta la rodilla. Estaría en primer grado. Usaba un lazo tricolor, azul, blanco y rojo, en el tope de la cabeza, y tenía unos lentes de vidrios gruesos y montura celeste.
Había entrado corriendo y había lanzado la mochila en el corredor que llevaba a los cuartos. Me había lavado bien las manos (les puse jabón tres veces). Llegué a su cuarto sin hacer ruido porque no sabía si dormía. Los bebes tienen horarios muy extraños. Recuerdo que sonreí emocionada y le pedí a la enfermera que lo cuidaba que lo pusiera en mis brazos. Tenía una franelita blanca y pañales. Me senté en el sofá que mi madre había colocado para las visitas, y le dije que lo pusiera en mi piernas.
- Con cuidadito, dijo.
- Sí, sí, respondí yo.
Lo agarré como me habían enseñado, una mano entre las dos piernas y la otra sosteniendo la cabeza, y le susurré que lo quería. Le conté que ese día había tenido clases de matemática, que odiaba los números y que la profesora me había botado del salón por habladora. No sé cuándo la enfermera salió del cuarto, pero para el momento que mi hermanito se me deslizó ella no estaba. Llegó cuando lo recogía del suelo entre lágrimas.
- Señora, señora, comenzó a llamar histérica a mi madre.
Mamá llegó, me vio bañada en lágrimas, a la enfermera llorando con mi hermano en brazos y me dijo,
- ¿ Qué hiciste?
Me paré en una esquina y me quedé inmóvil. Congelada.
Trataba de pintar ese momento: las paredes beige, la cuna celeste, a mí de azul eléctrico, y mi hermano un punto blanco. Nunca había sido una gran dibujante, pero Madame Cazolaro, la profesora, había dicho al comienzo de la clase que eso no importaba, Dibujen la escena, tal como la recuerdan. No dibujen todo el episodio, sólo el momento exacto. El momento de la culpa, se refería.
El lienzo estaba sobre un caballete y no estaba yo sola en el salón de techos altos y paredes grises que me recordaba a una catedral. Habrían veinte personas dispersas por todo el espacio. A mi lado estaba Salvador, el anciano de la cabeza rapada, quien cada cierto tiempo se quejaba de su pintura.
- No logro que me quedé cómo sucedió. La tuya luce bien, me dijo.
- ¿Cuál es el punto de todo esto?
- Utilizan el método de la repetición didáctica. El objetivo es que a través de actividades como la pintura, la música y la cerámica, dibujes tu culpa, la escuches, la tararees y la moldees hasta que la domines.
- ¿Y ese momento llega?
- No soy la mejor persona para responderte eso.
Es cierto. Salvador me había dicho que era un reincidente. A pesar de que en la semana que llevaba allí habíamos conversado varias veces, no me había dicho por qué estaba allí, por qué se había ido, por qué había vuelto. Sólo hablaba de su hija, una pianista famosa, sin demasiados detalles. Mis charlas con Salvador eran mi forma de recrearme entre una clase y otra. El era además de Lucas la única persona que me inspiraba confianza.
A Lucas no lo había visto desde mi segundo día, desde aquella sesión en su oficina. Y aunque trataba de no pensar en eso, su ausencia me causaba tristeza. Pensaba que quizás mi taza lo había asustado y había decidido no tratarme más.
Sabía por Salvador que Lucas vivía ahí, no sé en qué piso, y que generalmente trataba a los recién llegados, o recién llegadas. Por alguna razón, las mujeres tenían guías hombres y los hombres viceversa. Por algo de cómo cada género asumía las culpas, me había explicado Salvador. Sabía también que Lucas salía de ahí sólo una vez al mes, en las madrugadas, y regresaba en las noches, y sabía que las sesiones con él podían variar de una a cinco veces por semana. ¿Cuándo me tocaría de nuevo?
Después de las clases de pinturas, no hice mucho más. Los días allí pasaban muy lentos. Quizás era parte del tratamiento, me decía. Me fui a mi cuarto temprano pues no tenía ninguna otra actividad en el horario. La luz del cuarto estaba todavía prendida, cuando escuché que llamaban la puerta. Solté, las agujas y el rollo de lana –parte de las repeticiones didácticas supongo– y me levanté de la cama.
De nuevo los ojos azules detrás de la puerta me sorprendieron. Tal como ese primer día.
- Acompáñame, me dijo.
Y cerré la puerta.

martes, 16 de diciembre de 2008

Mis culpas en una taza. Parte II

Apenas se abrieron las puertas blancas corredizas vi los ojos azules de Lucas.
Me tranquilicé. Su presencia me sedaba. Me preguntaba si sería casualidad.
- Bienvenida, me dijo.
Al otro lado de la sala de espera había un corredor largo, blanco también, con un montón de puertas de lado y lado. Cuartos supuse.
Estaba sola. Nadie más salió de la sala de espera conmigo. Yo fui la última. Me pregunté que significado tendría eso.
-Tu cuarto es el 777. Y estás en el piso 7.
- ¿Es eso bueno? ¿Cuántos pisos hay?
- Nada es bueno, ni malo. Tranquila, no estarás para siempre en el 7.
- ¿Cómo funciona esto?, quise saber.
- Este -y me entregó una hoja, es tu horario de la semana. Ahí está todo lo que tienes que saber, por ahora. Las clases, las sesiones, los paseos y las horas de las comidas. Yo soy Lucas, tu guía.
- ¿Mi guía? Pensé en el significado de su nombre. Tenía sentido.
- Sí, mientras estés aquí necesitarás un guía.
- Entiendo, dije mintiendo.
- Sé que no lo haces, pero pronto lo harás.
Quise saber que hacía alguien como Lucas en ese lugar. Y digo alguien cómo él, porque su calidez venía de otra parte, no provenía de los salones blancos y negros.
Lucas interrumpió mis pensamientos.
- Es tarde, nos vemos mañana, a las 6. Ahí lo tienes en el horario. Ahora vete a descansar.
No me quedaba otra opción. El lugar parecía desolado. Y en realidad no sabía dónde habían ascensores, si los había, ni siquiera sabía cómo volver a regresar a la recepción. Salvador, el anciano de la cabeza rapada, y Lucas el de los ojos azules, eran las únicas dos personas que conocía. Y la señorita enmoñada, pero ella no cuenta.
El 777 estaba al final del pasillo. Un poco obvio pensé. Último piso, último cuarto. No había llave. Quién iba a entrar, y qué se iba a llevar, si además del pantalón y la camisa blanca que tenía puesta, no tenía nada. La ropa y los zapatos se quedaron en el cuartico a donde me llevó la señorita enmoñada. El cuarto no era blanco, ni era negro. En realidad no vi el color porque la luz estaba apagada y no había interruptor, pero no creo que tenga ninguna importancia.
Había una cama, individual, bien tendida, con una almohada cómoda, una mesa de noche, con un vaso y una jarra de agua encima. Me preocupó que no hubiese despertador. ¿Cómo me despertaría a tiempo? No le dí más vueltas. Un sueño denso me invadió y me quedé dormida sobre la cama tendida. Me desperté no sé a que hora, porque la luz de mi cuarto se prendió.
Me lavé la cara, en el bañito modesto que tenía la habitación, y salí. En el corredor, ayer vacío, hoy habían decenas de personas. Decidí seguirlas. Hice bien. Llegué a la cafetería. En un plato hondo me sirvieron un pudín espeso de color morado. No sabía mal. En realidad no sabía.
Encontré los ascensores a la salida de la cafetería, y marqué el -1. Cuarto -111.
Toqué la puerta.
Los ojos azules de Lucas me dieron los buenos días. Él, sin embargo, no dijo palabra. Me indicó con un gesto que me sentara en la silla. Le hice caso. No se que me pasaba. No se por qué no hacía preguntas. Me sentía tan liviana. Tan no dueña de mí misma. ¿Habría sido el pudín morado? Poco importaba ya.
Lucas se sentó enfrente mío, y cuando vi lo que tenía en sus manos me sentí aterrorizada.
- ¿Es esa...?
- Tus culpas.
La taza de ayer, la que se había llevado la señorita enmoñada el día anterior, ahora estaba ahí amenazándome con volver a desbaratarme. Con volver a desgarrarme, como ayer.
Supongo que Lucas vió el terror en mi cara, porque me dijo, que me tranquilizara, que iríamos poco a poco. Comenzaríamos con la primera de las imágenes, dijo. Con la primera de las culpas.
Y entonces me ví de niña, en el cuarto de mi hermano, en la vieja casa de Altamira, parada en una esquina. Congelada.
- ¿Sabes que no lo dejaste caer a propósito, verdad? ¿Sabes que no le pasó nada?, preguntó.
Sabía todo eso. Igual me dolía. Igual sentía una culpa inmensa.
¿Cómo podría quererme si la primera vez que lo sostuve, lo dejé caer?, pensé.
El resto del tiempo estuve en silencio. Lucas también. Nadie dijo nada. Sólo nos quedamos ahí, ni siquiera mirándonos. Me estudiaba, supuse. ¿Estaba ahí para ayudarme, no? No se cuantas horas pasaron hasta que me dijo, Es suficiente por hoy.
Volví al 777. Me acosté de nuevo en la cama tendida. Recordé todo. Maldición, me dije. Si tan sólo no tuviese memoria. No estaría aquí. Pronto, un pensamiento que no había venido a mi mente comenzó a asustarme. Lucas conocía todas mis culpas. ¿O no?

lunes, 15 de diciembre de 2008

Mis culpas en una taza. Parte I

Porque la culpa me persigue hasta en mis sueños.
No sé cómo llegué al lugar. Sólo recuerdo que estaba vestida con un taller de falda y blazer, cosa inusual en mí, que odio los talleres, y que llevaba el cabello recogido en una cola. Cosa también inusal en mí, que suelo llevarlo suelto y alborotado. Estaba vestida acorde. Todos los demás vestían igual: de negro. De hecho, todo era negro, con la excepción de los sillones, y el mostrador que eran blancos. Creí estar en el lobby de un hotel minimalista pero esta hipótesis se desvaneció en cuanto llegó una señorita, menuda y con un moño en la cabeza, con unos papeles. Tachó mi nombre de una lista y me dijo que me estaban esperando. Que hiciera la línea pues pronto sería atendida.
Llegué al mostrador y otra señorita menuda y enmoñada me preguntó mi nombre. Se lo dije. Me sonrió con una mueca y me dijo, Por su puesto. La estábamos esperando. La señorita se fue y yo me quedé mirando a mi alrededor. La gente no caminaba, flotaba. Es decir, no literalmente, pero no hacían ruido al caminar. Todos susurraban. No entendía en dónde estaba pero sabía perfectamente que estaba donde tenía que estar.
Señorita enmoñada II me entregó una taza.
- Ya sabe que hacer, dijo.
No sabía, pero supuse que debía beber de ella. Me equivoqué. La taza no era una taza. O si lo era, pero el líquido no era para beber, era una pantalla. Una pantalla dónde pasaban escenas de mi vida. Escenas que yo no quería recordar. Escenas que me avergonzaban, que me daban dolor de estómago, dolor de piernas, dolor de huesos.
Me vi de niña en el colegio de monjas. En la universidad. Vi a mi querida madre. Recordé las cosas que le dije. Ví todas las veces que la herí. Lo vi a él. Y a otros más. Y sufrí por él. Porque lo hice sufrir. A sabiendas. Vi todas las veces que hice y dije lo que no debía. Vi todas las veces que hice trampa, todas las veces que mentí, mentí y mentí. Vi todo eso. Vi mucho más. Y me sentí culpable. Horrososamente culpable. Y entendí porque estaba ahí.
Señorita enmoñada II se llevó la taza, me dijo que firmara mi ingreso y me entregó un pantalón y una camisa blanca. Firmé. Me señaló donde debía cambiarme y me dijo que esperara allí, que llegarían a buscarme. Así sucedió.
Un hombre vestido de blanco, no de negro como todos los demás, se presentó.
- Hola, soy Lucas.
Lucas tenía ojos azules y una mirada tan cálida que acabó con todo el frío del lugar. Con el blanco y negro. Con los susurros. Con el silencio. En los ojos de Lucas no había culpa.
Con una tarjeta magnética abrió las puertas blancas de un salón.
- Espera aquí hasta que todo esté listo.
¿Qué era lo que debía estar listo? No quería que Lucas se fuera. No quería estar sóla.
No lo estuve. En la sala de puertas blancas y paredes igual de inmaculadas habían más de 100 personas. No conocía a ninguna. No quería hablar. No quería ser vista. Sólo quería volver a la taza. Me senté en un banco también blanco al lado de un anciano de cabeza rapada.
- Me llamo Salvador. Yo también acabo de llegar. Pero yo soy un reincidente
Me atreví a preguntarle. - ¿En dónde estoy? Me siento en el purgatorio.
- Casi.
Rió.
- Estamos aquí para eliminar nuestras culpas. El contrato que firmaste, ¿te acuerdas?
- Sí, respondí.
- Los autorizaste a retenerte aquí hasta que no tengas más culpas.
- ¿Y eso es posible? ¿Es esto un sanatorio?
- No les gusta que lo llamemos así.
- ¿Y este salón para qué es?
- Es una sala de espera. Están organizando nuestros cuartos y nuestros horarios. Una vez que tengan todo listo, empezaremos.
- ¿Qué horarios? ¿Qué empezaremos?
- Disculpa querida, me han llamado.
Se abrieron las puertas blancas del otro costado del salón y Salvador y otras 10 personas más, hombres y mujeres, todos adultos, salieron. Todo estaba listo para ellos.
¿Cuándo llegaría mi turno?

jueves, 11 de diciembre de 2008

Champaña a media mañana


Los placeres de la vida saben mejor, lucen mejor, suenan mejor, se viven mejor, cuando los hacemos no en el momento adecuado ni en el previsto, sino cuando nos da la gana. Fede, mi costilla, siempre me ha dicho esto. Vístete de lujo sólo para salir a pasear al parque. Desayuna con bombones. Píntate los labios de rojo para ir a la panadería. Los placeres imprevistos se gozan mejor.
Mi querida madre dice que la vida son momentos, y aunque la frase no me puede parecer más pavosa, comienzo a pensar que tiene razón. Y si la vida son momentos, entonces hay que llorarlos o reírlos tal cual vengan, y después, dejarlos ir hasta que vengan otros igual de buenos o igual de malos. Y así se pasa la vida. Una retajila de momentos en el tiempo.
No pensé en todo eso cuando Licantro abrió la botella de champaña a las 11:00 AM sino cuando ya tenía la copa por la mitad. El último clic en la computadora significó el fin de una idea que se gestó hace dos años, pero que todavía temo confesar pues no ha pasado de posibilidad a hecho.
Así que ambos nos paramos de la computadora -Licantro ha sido parte de todo esto así que el estuvo presente para el último clic- nos echamos en el sofá y escuchamos a Michael Buble cantar Me and Mrs Jones.
Y sí, no es un cliché, la champaña sabe mejor en la mañana, justo después del cereal y la omelette, todavía en pijamas. No me tome sólo una copa pues bien es sabida la regla de los espumantes, una vez que se abre la botella hay que tomársela toda porque si no se daña.
A partir de aquí no se que pasará. No sé si la posibilidad se convertirá en hecho, pero si sé que no habrá otro primer último clic, asi que celebré ese momento con champaña y sin culpas.
Salud!

martes, 9 de diciembre de 2008

Me confieso culpable

Me confieso culpable de no tener palabra.
De decir que no volvería a este blog antes de terminar lo que hace mucho tiempo empecé, y no hacerlo.
Culpable de hacer y hacerme promesas que se que nunca cumpliré. Salir a caminar todos los días, no beber alcohol por un año, eliminar los carbohidratos de mi vida. Hacer aunque sea una cosa útil, verdaderamente útil, en el día.
Me confieso culpable de mentir con frecuencia. Nunca cuando escribo. Casi siempre cuando hablo.
Y me confieso aún más culpable de no sentir culpa por mentir.
Me confieso culpable de sentir demasiadas culpas, a veces, y otras veces, de no sentirlas.
De causarle dolor a otros con frecuencia.
De procurarme dolor a mi misma.
Me confieso terriblemente culpable por odiarme a veces, por no tenerme paciencia.
Me confieso culpable por pasar todo un día arropada en el sofá sin hacer nada. Y a veces por pasar dos.
Me confieso culpable de no hacer las cosas que se supone debo hacer, y entregarme a aquellas que simplemente quiero hacer. Como escribir este blog.
De no saber establecer prioridades, de ni siquiera saber que significa la expresión.
La culpa esté en mi mente casi todo el tiempo. No se cómo de deshacerme de ella. No sé para qué la necesito.
Me confieso culpable de no saber lo que quiero. De a veces ni siquiera saber qué es lo que no quiero.
De vivir en un desorden. De ser floja y perezosa.
De no recoger las cosas que se caen en el piso de mi casa por simple fastidio.
Me confieso culpable de tener miedo. Miedo de si podré, de si no podré. De si seré o no seré. De si lo lograré o no lo lograré.
Me confieso culpable de dejar que la ropa sucia se acumule. De dejar que los platos sucios se acumulen. De dejar que la vida se me acumule.
Soy culpable por perder el tiempo. Casi todo el tiempo.
Me confieso culpable de preferir leer Glamour que The New Yorker. De no leer todo lo que una periodista debería.
Me confieso culpable de no saber si el periodismo es para mí, pero soy aún más culpable de no poder dejarlo.
Me confieso culpable de no escribir lo suficiente. De no saber qué es "lo suficiente".
De ignorar los sabios comentarios de mi querida madre sólo por llevarle la contraria.
De ser inmadura e infantil y de no estar segura si quiero cambiar.
De chequear cuantos resultados sobre mi nombre arroja google.
De ser egolatra y egoísta.
Me confieso culpable de ser la autora de un reportaje sobre los blogueros venezolanos que causó un profundo desagrado entre esta comunidad.
Me confieso culpable de no sentir ninguna culpa por haberlo escrito, pues no escribí lo que yo pensaba, si no lo que los entrevistados pensaban de si mismos.
Y después de todas esta culpa, y después de todas estas confesiones, me pregunto yo, ¿para qué sirve la culpa?

lunes, 1 de diciembre de 2008

Pavo en la mesa del 7-d, Y la que escribe se va un rato (pero vuelve).


Esta entrada que llega tarde pues Thanks Giving fue hace ya cinco días venía con todo, tal como este pavito que está en la mesa y que fue concebido, es decir preparado, por Licantro y yo en los fogones del 7-d. Venía con el cuento de cómo mi querida madre me regaló de sorpresa un pavo precocido, que llegó a mí en una bolsa de plástico, y no me dejó más remedio que averiguar (gracias a Oprah el día antes había agarrado unos tips) cómo se hace un pavo.
Venía esta entrada con el realto minucioso de las 10 veces que Licantro y yo debimos sacar al pavo del horno para bañarlo en su propio jugo, como si fuera un niño chiquito que hay que sacar de la bañera porque se le arrugan los dedos. Venía incluida en esta entrada lo extraño que es celebrar una tradición prestada. Lo divertido y forzado que puede resultar. "El graving se le pone al pavo o al puré de papa. ¿Qué hago con esta cosa morada que y que de craberry?"
Contaría en esta entrada sobre el llamado black friday, cuando las tiendas rebajan la mercancía desde las cinco de la madrugada, y la gente entra cual manada enfurecida (literalmente pues desgraciadamente debido a esto murió un trabajador en Walmart).
En este mismo post contaría también cómo no he vuelto a comer desde entonces, porque ya no me cabe más nada. Sin embargo, todas estas ideas que escupo sin darles el lugar que merecen, quedan, junto a todas mis otras entradas, sobre la mesa del 7-d, mientras que yo me voy, no a comer pavo, sino a terminar algo que empecé hace dos años y que en dos semanas llega a su final. Vuelvo para entonces, para echar ese cuento y los otros que se me atraviesen en el camino.
À bientôt