sábado, 28 de febrero de 2009

Mi bata blanca de peluche

La bata blanca fue un regalo de navidad de mi querida madre. Entramos a una tienda a buscar unas pijamas para ella y cuando la vi me antojé. La sentí como un peluche, suave, caliente, hecha a la medida de mi alma de invierno, triste y un poco congelada. Ignoré las palabras de mi amiga Natasha que días antes se había comprado una del mismo material pero larga y rosada.
- Cuando me la pongo no quiero servir para nada- dijo. Yo, por supuesto no le hice caso.
Me la puse apenas llegué a casa esa noche. Quise que fuera una segunda piel y recordé las palbras de Natasha. Sería bien difícil trabajar, escribir, leer, estudiar, limpiar la casa o hacer cualquier cosa medianamente útil con esa bata encima.
Su suavidad es envolvente, invita a dejarse ir, depeja la mente, alivia el corazón. Sí. Todo eso puede hacerlo una simple bata. La tristeza es más llevadera cuando la tengo puesta, el cansancio vale la pena, sólo porque sé que cuando llegue a casa, me enrollaré en mi tela de peluche, las tres veces a la semana que tengo que lavarla -es blanca- se me hacen nada y ni me importa que con ella parezca un marshmallow gigante.
Licantro se ríe cada vez que me ve con ella, que valga decir es todo los días, porque el complemento perfecto de mi atuendo de casa son unas pantuflas beige que están hechas de tela de edredón, gruesa y de algodón, y que Licantro ha bautizado como "patas de elefante". Menos mal que el muy santo se ríe de mi nada atractivo look hogareño y hasta el momento no me ha pedido que cambie la bata por un baby doll. También se ríe, creo que más por preocupación que por ternura, de que la use para dormir. Es raro, lo acepto, pero alivia mi isomnio.
Espero que tal como yo, mi bata blanca de peluche sobreviva a este invierno y me acompañe en las lluvias de primavera, descanse con el calor pesado del verano -no queda otra, el calor es tanto que provoca estar en shorts y franelilla- y vuelva con las caída de las hojas en otoño. Es sorprendente como algunos objetos pueden estar tan cerca del alma.

viernes, 20 de febrero de 2009

Aciertos y desatinos de una pollina

La primera vez que me corté la pollina fue hace año y medio. Estaba yo recién llegada de mi luna de miel, cansada del cabello largo a lo niña bien, sin ninguna gracia, que me había dejado para la boda, por aquello de que el moño queda más bonito cuando el pelo está parejito. Al menos, eso decían mi madre y mis primas casaderas. Fui a donde Bea mi peluquera desde hace más de 6 años para que me hiciera algún cambio de look, y fue ella quien lo propuso. "Se usa y creo que te quedaría bien". Accedí. Llegué a mi casa al mediodía con el flequillo casi a la altura de mis lentes de pasta y Licantro deliró. Le pareció original y sexy.
Las reacciones fueron radicales. Mi padre dijo que era la cosa más horrible que me había visto, mi hermano me pidió que por favor me la quitara, como si fuese tan fácil, mi adorada abuela dijo que yo era bella de cualquier manera pero que si tuviese que prefería mi cara despejada. Mi madre por el otro lado, dijo que me veía hermosa, trendy, al igual que mis compañeros de trabajo y algunos amigos de género masculino. Unos días después Licantro estableció una comparación que al principio no pudo hacer pues no encontraba en su archivo de rostros aquél regordete de los años 50. "Te pareces a Betty Paige", la pin up estadounidenense y playmate.
De cualquier modo crece, pensé, pero luego cuando creció decidí que no quería renunciar a ella, que así, apenas encima de mis lentes de pasta, podría convertirse en mi sello y que a quien no le gustaba que la compararan con un símbolo sexy. Así que cuando creció me la corté, y luego volvió a crecer y me la volví a cortar, hasta que llegué a Nueva York y no sabía muy bien que hacer con ella en una ciudad donde un corte en una peluquería de segunda o tercera o cuarta cuesta 20 dólares.
Al segundo mes aquí, cuando ya no la podía usar de frente sino de lado me decidí a cortármela yo misma con una tijera de cortar papel. Mal no quedó pero mi prima La Pata me dijo, "al menos cómprate una tijera de pelo". La volví a cortar con la misma tijerita de mango morado tratando de imitar lo que había visto en las peluquerías y siempre siendo muy prudente. Un día se me ocurrió que Natasha, una amiga del colegio que vive en el upper west side, podía ser una buena candidata para córtarmela. "Okey pero tenemos que comprar una tijera". Así fue. La cortó y quedó estupenda.
Así me hice yo tres cortes más que pasaron sin pena ni gloria hasta que mi buena suerte me abandonó. Ya decía yo que eso de cortarme la pollina sin mayores angustias era raro. Hace dos semanas un viernes en la noche, luego de media botella de vino, aquí en el 7-d, mientras Licantro veía televisión, decidí que era momento de reducirla. Agarré la tijera, y cansada ya de que creciera tan rápido corté más de cuatro dedos, dejando sólo tres dedos de largo sobre mi frente.
Grito. Licantro corrió al baño:
- Que bonita-, dijo al verme, no sé si porque el muy loco de verdad lo pensaba o porque me vio a punto de llorar.
- Estás loco, esto es un horror. No voy a salir más nunca-.
El pobre me calmó, agarró la tijeras y me la emparejó. Luego, él que ya tiene vasta experiencia lidiando con mis dilemas estéticos, me buscó una foto de Rosario Dawson y Katie Holmes, usando la minipollina. Me convenció de que me parecía a Amelie y me dijo que le gustaba tanto que quería que siempre la usara así. Decidí creerle, básicamente porque ya el daño estaba hecho, y si en verdad me veía fea, andar miserable por la vida me iba a hacer lucir peor. Mejor andarme por ahí creyéndome Betty Paige o Audrey Tautou. Menos mal que estoy en Nueva York, aquí no importa que hagas, como luzcas. Esta es la ciudad de los hipsters, los trend setters, y los locos, nadie se atreve a juzgar si estás haciendo el ridículo o si eres una precursora, una adelantada.



domingo, 15 de febrero de 2009

Somos 100


Extranjera en el 7-D, el blog, no yo, nació el 31 de julio de 2008, exactamente 18 días después de mi llegada a la ciudad. El primer post, Y llegué al 7-D, vió la luz, o en este caso la web, a las 8:20, hora Nueva York, pero lo empecé a escribir a las 7:40 pm, cuando mi padre todavía estaba aquí en la ciudad, en el apartamento, dejando a su niña (yo, evidentemente) instalada.
Él estaba sentado en el sillón blanco que hizo las veces de sofá hasta que el de color vainilla llegó, y veía con curiosidad hacia el escritorio. Yo creí que no tenía idea de qué estaba haciendo, pero días después, cuando ya estaba él en Caracas y le comenté la apertura del blog, me dijo "sí, yo sé, lo empezaste a escribir el primer día que dormiste en el apartamento".
En un cuaderno de cobertura naranja que esta arrumado entre libros y que guarda teléfonos de corredores, direcciones, datos útiles, pensamientos varios de esos días, y hasta las anotaciones sobre la carta astral que me hice antes de dejar mi país, está el boceto de lo que diría mi perfil. Empecé a escribirlo, malhumorada por no encontrar apartamento, en el tren de regreso del Grand Central Terminal a Larchmont, donde vive la prima con la que nos estábamos quedando. "Uno es del país que lo vio crecer, no del que lo vio nacer" y "no quiero que este sea un blog sobre el desarraigo aunque precisamente eso es lo que necesito que sea" son frases que nunca publiqué y que ahora encuentro en las tres últimas páginas del cuadernito.
La idea del blog estuvo en mi cabeza desde mi primera semana en la ciudad, cuando sufría para comprar un celular o abrir una cuenta de banco, pero la miraba con cierto exceptisimo pues en dos oportunidades intenté tener blogs, uno con Sofía, mi amiga del alma, y otro con Licantro, y no prosperaron. A este esceptisimo se sumó el hecho de que el acercamiento más íntimo que había tenido en el mundo de los blogs había sido un reportaje sobre los blogueros venezolanos, una experiencia traumática, que incluyó amenazas, varios correos de reclamo, y hasta una mención en el defensor del lector. Aún así, lo que llevaba por dentro ganó. Era tan grande que necesitaba sácarmelo. No podía procesarlo sóla.
El primer post sólo tuvo 2 comentarios, en realidad uno, de mi madre, porque el otro fue mi respuesta. No me importó. En el segundo post, escrito dos días después, me llegó mi primer comentario de alguien no conocido; Doña Treme habló sobre el género del blackberry, para ella es ella, para mí es él.
Fue con Luis el que extrañaba las pupusas, mi octavo post, que se me ocurrió contar la historia de alguien más, y descubrí en otras voces, la mía propia. Creo que también asimilé que podía escribir; es decir, aunque desde hace 7 años que trabajo como periodista nunca había tenido la certeza de que escribiría mis propias historias, sin reglas, sin límites, sin requerimientos de nadie.
De las 100 entradas, todas han sido escritas en mi Toshiba obsoleta de diecisiete pulgadas, 97 desde mi escritorio negro y madera clara, sentada en mi silla blanca de espaldar largo y apoya brazos negros, siempre con un vaso de agua al lado y algunas veces con una taza de café o té. Caramelo delicioso I y II, aquella historia de Candy la negra, fueron escritas en New Orleans, en la cama de mi prima La Pata, en su apartamento de una habitación, en el bien llamado Pink Palace; y Mandamientos para una vida más feliz: No intentarás ser Marilyn Monroe bajo la lluvia fue escrito en un autobús New York-Washington.
Precisamente en la capital estadounidense comencé a escribir La ciudad de los importantes, pero lo terminé de escribir aquí en el escritorio del 7-D. De hecho, si bien no sé cuál es mi post favorito puedo decir, sin dudas, que ese es el que menos me gusta. Es difuso, no llega al punto, y es demasiado largo, para una idea más bien concisa. Aún así, tuvo un comentario, al contrario de Caramelo delicioso I, Ojos que no ven, El dolor siete años después, Esta película me la conozco, y La belleza en mis ojos, los únicos sin comentarios. Vestirse en el frío (y) III: Those bitches, la nota en la que puteaba sobre las neoyorquinas, sus minifaldas y sus piernitas peladas, obtuvo 19, la mayor cantidad de comentarios (con trampa pues estoy contando mis respuestas).
Por culpa de un sol inaspectado, el relato sobre mi perdida de regreso a casa; En tu espera, La llegada, finalmente, ambos dedicados enteramente a Licantro; Llora pequeña; la descripción de uno de mis ataques de llanto, El dolor que inmoviliza, una crónica de los pasos gigantes que debía hacer para levantarme de la cama y El lugar de Erik fueron escritos mientras lloraba o justo después.
Todas las historias las escribo directamente en el blog, sin el método word copy paste, casi todas con una urgencia inaplazable, como si alguien me tuviese agarrada por los pies, boca abajo, como un niño pequeño recién ahogado que hay que voltear para que deje salir el agua de su cuerpecito. En vez de agua yo he dejado salir nostalgia, dolor, ansia, angustia, tristeza, asombro, compasión, alegría, y en algunas ocasiones felicidad.
Ahora, cuando son aquí las 8:23 pm, a cuatro días de cumplir siete meses en Nueva York, y en una noche en la que el futuro de Venezuela luce negro, negro que asusta, escribo ésta, la número 100. Mientras observo a Licantro desde mi escritorio negro y madera clara, enrollada en mi bata de peluche, me siento feliz. A pesar de los pesares he logrado algo. He hecho algo con este blog. Por mí, porque quiero, porque me lo he propuesto, porque lo he necesitado, porque me ha dado alegrías, porque me ha mantenido cuerda, por que sí. Ahora, cuando ya son las 8:46 pm y tengo ganas de llorar pero me rehuso a hacerlo, termino esta entrada.
Gracias.

jueves, 12 de febrero de 2009

Hallaca en febrero

Mi amiga Adela me dijo por el chat del blackberry que eso de comerme una hallaca en febrero era fishy (sospechoso). Yo, por supuesto, no le hice caso, asi que cuando Licantro y yo fuimos hace dos días a El Cocotero, un restaurante venezolano, ubicado en Chelsea, no dudé en pedir el famoso bollo navideño envuelto en hojas de plátano. Menos mal.
Con la hallaca, calentica, humeante y sobre su respectiva hoja de plátano, húmeda por el vapor del agua, venía una porción de ensalada de gallina. Tuve mi navidad en Febrero. Mientras la picaba en trozitos diminutos para que así me durara más, pensé en la hallacas de mi tía Carmen, en la ensalada de gallina de mi abuela, y así los olores y sabores de la navidad venezolana me llevaron por unos minutos de regreso a mi tierra.
Casi pude escuchar a mi adorada abuela preguntándole a cada uno en las cenas del 24 y el 31 de diciembre cuántas hallacas se iban a comer:
- Quien comparte media conmigo- solía decir yo.
- Cómete una completa de una vez que igual vas a terminar repitiendo- respondía ella.
Le preguntaba qué carrizo le ponía a la ensalada para que tuviese ese saborsito como dulce y agrío, y por más que todas las mujeres de la familia hemos visto cómo se hace, a ninguna le queda igual.
Lastimosamente la hallaca de El Cocotero era pequeña y el viaje a la tierra duró poco, más aún porque Licantro pidió una cachapa diminuta y me robabó varios pedazos de mi hallaca, pero valió la pena. Aunque fuese en febrero. Aunque la ensalada de gallina no fuese la de mi abuela. Aunque estaba en Chelsea, con 10 grados afuera, y no en la casa de Altamira con 30 centígrados.

PD: La próxima entrada es la número 100 así que algo haré para celebrar el acontecimiento. Tan rápido que pasa el tiempo...

martes, 10 de febrero de 2009

Extranjera, la primera

Mi amigo Samuel, a quien conocí en un taller de periodismo (mejor dicho alcoholismo, jajajaja) en Cartagena, escribió en su blog El cuaderno de Samuel un top five de sus películas, libros, artículos periodísticos y blogs favoritos del 2008, y seleccionó a Extranjera en el 7-d como Número 1 (http://elcuadernodesamuel.blogspot.com/2009/01/mis-cinco-favoritos-de-2008.html). Yo ando aquí como reina de desfile de carnaval, conmovida, emocionadísima, repartiendo besos y doblando la manito derecha como las soberanas.
Gracias Samuel y gracias a los que leen.

Las (sin)razones de mi tristeza

Desde hace unos días, o más bien semanas o ya no sé si meses, he recibido comentarios verbales y escritos por parte de amigos, familiares, conocidos, cibernautas, lectores, curiosos y demás, acerca de mi tristeza.
La Luciana, sí, mi amiga inseparable en Nueva York, mi maestra, me ha regañado un par de veces por escribir sólo cuentos tristes ultimamente. Jose mi costilla, no me regañó, pero si me dijo que los cuentos de Kayla y Jessi eran muy tristes. Hace algunos minutos, Samuel, me dijo "Cómo anda la tristeza extranjera". Otros, me han expresado una preocupación algo exagerada, creyendo tal vez, que estoy demasiado cerca de la ventana, cosa que es cierta pero no porque me vaya a lanzar, sino porque de ahí observo la vista que describí el otro día, y mis padres han optado sencillamente por no leer más el blog. Lo que agradezco.
Para Luciana, Jose, Samuel, Otros, para los que no han preguntado, para mí misma, quiero explicar con todas las sílabas que pueda que mi-tris-te-za-no-se-pue-de-ex-pli-car. Es decir, podría dar mil razones, todas muy lógicas y coherentes de por qué estoy triste: extraño a mi familia, a mi país, mi ritmo de trabajo, mi comida, mis amigos; no entiendo a los gringos; ya no soporto el frío; el sofá cama se me dañó; Nueva York es demasiado caro y yo muy antojosa; y así una lista interminable, pero sucede que ninguna de esas razones es la causante de mi tristeza. Otras veces he estado lejos, sola, he sentido frío, no he tenido plata y no he estado triste.
Estoy triste porque lo estoy. Así. Como dijo El Galán del Barrio, las cosas son y punto. Más nada. Y yo estoy triste, porque lo decidí, porque quiero, porque me da la gana, porque así escribo mejor, porque siempre he sido así o por todas las anteriores.
Me he pasado parte de la vida escondiéndole mi tristeza a mi familia, porque ellos no entienden la sinrazón de la misma (no los culpo), pero la verdad es que hasta en los momentos más felices de mi vida, he mantenido una puntica de mi alma remojada en tristeza. Así que seguiré siendo como soy, pues en verdad no me queda de otra y seguiré escribiendo como pueda, pues porque tampoco me queda de otra. Si estoy triste lo estoy y punto, y se darán cuenta. Si estoy feliz, lo estoy, y punto, y también se darán cuenta.

viernes, 6 de febrero de 2009

Un cómplice silente en mi tren

Nuestras miradas se cruzaron tan pronto como entré al vagón. Era negro, alto, flaco, poco agraciado y de ojos marrón quemado. Tendría 40 años. Yo me senté en el asiento diagonal a él, con la mirada acuosa en el piso, la respiración lenta y cortada, las manos en puños escondidas en mis bolsillos, y la cabeza recostada hacia atrás. Me miró cómo diciendo "tranquila nena, sea lo que sea va a pasar", o al menos eso interpreté yo.
Saqué una revista e intenté leerla. No podía. Él se dio cuenta pues cada vez que la bajaba y la ponía sobre mis piernas, me miraba. Tenía yo la garganta anudada de tanta lágrima atragantada, y él se daba cuenta, porque observaba mi cuello, mi tranquea, observaba como tragaba para no deshacerme en llanto.
Dejé salir una lágrima minúscula, finísima, y él me sonrió. Su sonrisa sostuvo mi alma quebrada y me mantuvo a mí firme en el asiento. Quería dejarme caer, quería ser gelatina en el vagón del metro, pero su presencia me agarró con fuerzas, me sostuvo las manos sin tocarme, me dio un espaldarazo sin rozarme y me acompañó hasta que se bajó justo una estación antes que yo. No dijo adiós con la mano, sólo salió sin mirar atrás y cuando el vagón arrancó pude ver su silueta desaparecer.

domingo, 1 de febrero de 2009

En el camino al lado del río: Los ojos negros de Kayla

Kayla se sentaba en la esquina izquierda al fondo del salón con sus brazos cruzados, sus labios brotados, y sus ojos negros, tan negros como su piel, bien abiertos. No hablaba con nadie, o casi nadie, a exceptuar por una rubia que se cambió de curso una semana después y de una afgana muy joven que siempre cubría su cabeza con un pañuelo.
Lo que sus labios no decían sus ojos lo gritaban: rabia, tristeza, soledad, cansancio. Sus ojos contaban una historia que los míos no lograban descifrar. Cuando la miraba, Kayla me devolvía la mirada desafiante. Cuando yo hablaba sentía que me miraba con desprecio. Estaba equivocada. Lo que al principio entendí como desprecio un día descubrí que era miedo.
El calvo cuarentón la obligaba a participar en clases hasta que ella con su voz seca y con una actitud de soberana le dijo que si ella no hablaba era porque no quería, no porque no supiese hacerlo. La admiré desde ese día. Alguien que pusiese en su lugar al calvo cuarentón merecía respeto.
Un día nos tocó en el mismo grupo. La actividad era anotar en una ficha las fechas importantes de nuestra vida y hablar de ellas. Un invento del calvo cuarentón para ponernos a hablar inglés. Yo hablé del día de mi graduación, de mi compromiso, de mi matrimonio, del día en que llegué a esta ciudad. Los otros dos, al igual que yo, contaron historias sin demasiada importancia, Kayla en cambio nos sorprendió. Señaló una fecha en la tarjeta azul:
-Este es el día en que me enteré que mi madre no era mi madre- dijo, con sus ojos clavados en cada uno de nosotros.
Kayla creció en Puerto Príncipe, Haití, con su abuela y su hermana mayor a quien siempre conoció como su madre. El día que tenía anotado en la ficha, su verdadera madre había llamado desde Nueva York, después de 15 años (ella tenía 20).
- Me dijo que era mi madre, que vivía en Nueva York y que quería que fuese a vivir con ella-.
Un mes después Kayla se despidió con los ojos llenos de lágrimas de su hermana y su abuela, y se marchó a Nueva York. Esta era la historia que sus ojos negros escondían: En tres meses había cambiado completamente de vida. Había abandonado por primera vez a su natal Puerto Príncipe, había dejado a su hermana, la mujer que la crió, había conocido a su madre, una mujer de la cual nunca había escuchado a hablar y se había enterado que tenía dos hermanos y un padrastro.
Los otros dos del grupo, un lituano y un ucraniano, ambos de ojos azules la miraban perplejos y le preguntaban si quería a su nueva madre.
- Mi madre es bellísima y buena gente pero no es mi madre. Extraño a mi hermana.
Kayla no sabía todavía por qué su mamá la había abandonado. No sabía tampoco por qué la había buscado justo en este momento, aunque si mencionó que según y que quería que su hija tuviese más oportunidades, mucho menos sabía por qué su hermana y su abuela nunca le hablaron de ella, aunque intuía que era porque pensaron que su progenitora nunca más iba a aparecer.
Kayla tenía pocas respuestas y pocas ganas de hacer preguntas. En cambio, tomaba la vida poco a poco, con toda la fortaleza que su alma le permitía y se refugiaba en la esquina izquierda del fondo del salón, justo detrás de sus ojos negros.