sábado, 31 de enero de 2009

Me pregunto...

¿Si lo cuestiono todo, casi todo el tiempo, puedo ser feliz?
¿De hecho, no estoy con esta pregunta cuestionando la felicidad?
¿Cómo puedo ser feliz si no estoy segura de que es posible?

Necesito ayuda.

martes, 27 de enero de 2009

Las vistas de mi ventana

A Jose, por recordarme por qué escribo este blog

La vista desde mi ventana no siempre es la misma. Me explico, por supuesto que la vista desde mi ventana es la misma. Me explico, por supuesto que no es la misma. Me explico, siempre veo lo mismo, pero no siempre lo veo igual.
En la mañana, el cielo está absolutamente blanco si es un mal día, o con un tono amarillo claro si es soleado. En la tarde todo está azul, y en la noche, pues obvio, la noche es negra. Negra y amarilla, por las luces que brillan, y que amo y que no tengo idea de qué son.
En la mañana sale humo por una chimenea, una fabrica. Tiene sentido que sea una fabrica porque es mucho humo, no poquito. Al medio día no se ve a nadie en los edificios del frente. En la tarde, como a las 3, vuelve el humo, esta vez en menor cantidad, y en las noches el edificio más alto que se ve desde aquí, luce aún más alto. En la noche es el momento en que veo más gente caminar por estas calles. Regresan de sus trabajos.
Mi escritorio está justo al lado de la ventana. No enfrente, al lado. Osea que cuando escribo no miro directamente hacia afuera sino a la computadora, pero cada vez que tomo una pausa, como ahora, o que no se cuál es la palabra que necesito, volteo mi cabeza hacia la izquierda y ahí está.
Hay vistas de vistas, por supuesto, y cómo dije en mis primeros posts ésta no es especialmente bonita pero es, existe, y eso en Nueva York es suficiente. He ido apartamentos donde desde la ventana se ve una pared de ladrillos, o donde la ventana no es tal cosa, sino más bien un cuadrito minúsculo donde no cabe ni la cabezita de medio lado asomada.
Yo tengo tres: dos al lado de mi escritorio y una al lado de la cama. Es esta vista lo que me permite, por ejemplo, pasar un día escribiendo sin salir. Esta vista es el post-it que está pegado en mis días y que me recuerda que vivo en Nueva York. Mentiría si digo que veo una hilera de rascacielos, pero esta vista con el humo de la fabrica, el pedazo de cielo gigante, el edificio que se ve más alto de noche que de día, es la primera que vi desde una ventana y es la única que se me hace inquivocamente familiar. Innegablemente mía.
Hace dos días me levanté a las 4 de la mañana a despedir a mi prima La Pata que estuvo de visita. Como sufro de insomnio, no pude dormirme y me senté en mi escritorio. Estaba totalmente oscuro las primeras dos horas y media (es invierno, amanece tarde). A la tercera hora vi lo más bello que he visto desde esta ventana, el cielo con pedazos de colores. Azul profundo, claro, amarillo, rosado, gris a lo lejos.
Paré de escribir un rato y me quedé lela mirando. Entendí porque me gustaba tanto lo que veía. Me recordó a la ciudad que dejé y su cielo de diciembre. Y es que mirar, hace que uno descubra sentimientos que no sabía que tenía. Ahí estaba yo tratando de absorver a Nueva York por los ojos, y ahí estaba Nueva York devolviéndome lo que necesitaba mirar: Caracas.

domingo, 25 de enero de 2009

En el camino al lado del río: Jessi, la paisa

A Jessica le pedía yo todo el tiempo que imitara a Catalina, la de la novela Sin Tetas no hay Paraíso. Era buena y me complacía "ay, mis teticasss, apenas tenga una platica me las hago, porque estas parecen unos limoncitos", decía copiando el acento de la prepago de Pereira que soñaba con operarse la tetas, y yo reía a carcajadas. Siempre se lo pedía en el coffee break o en los almuerzos, mientras ella se comía un sandwich que le había preparado su novio/marido y yo me tomaba una sopa en vaso de cartón que compraba en el cafetín de La Escuelita.
Jessi llegaba todos los días tarde a clases. Que si el tren se había retrasado, que le había tocado cuidar al hermanito de su novio/marido, que su hermana la necesitaba, que su prima había tenido un bebé y la había llevado a la clínica. Tenía tres años en Nueva York y no hablaba mal inglés. "Cuando llegué no hablaba nada", me dijo el primer día de clases. Quedó en el último nivel conmigo. Menos mal pues nos las pasábamos chismeando. Esto último no le gustó mucho al calvo cuarentón pues el último día nos dijo que cada vez que yo hablaba español le hacía daño a Jessi. Ella, tan bella, me dijo que no le parara.
Siempre estaba muy arreglada. Le gustaban los jeanes ajustados, las camisas descotadas, los collares llamativos, y los cinturones gruesos. Prefería botas marrones que negras y un día llegó orgullosa, pues se había comprado un par por 9 dólares por donde vivía en Queens. Tenía 20 años y era la menor de dos hermanas. Se vino a Nueva York a los diesciete a casa de una tía donde la pasó mal. "Prefiero no acordarme. Y que familia, más val que no", me dijo. Salió de Medellín luego del asesinato de su madre. Primero se murió el padre cuando ella tenía diez años. Ella y su hermana quedaron con su madre. Todo marchó bien hasta, "que el desgraciado llegó", dice ella cuando cuenta la historia.
Un día, después de clases decidimos pasear por Morningside. Cerca de Riverside, por la catedral, por Columbia. "Ojalá pudiese estudiar derecho aquí, ¿tú crees que pueda?", me preguntaba. Yo le respondía que sí, que estudiara, que aplicara una beca que seguro podría. Allí me contó sobre la muerte de su mamá, "nunca se supo que pasó". "Mi hermana oyó al marido de ella decir en medio de una borrachera que la había matado. Lo denunciamos pero lo dejaron suelto". Fue ahí cuando decidió marcharse, sóla, sin nada. Pidió asilo político. Tenía pánico de quedarse en Medellín. "Hoy en día no sé que haría si me lo encontrara en la calle. Le pido a Dios que no ocurra".
Después de vivir en casa de la tía, alquiló una habitación en donde vivió hasta que conoció a Jota en el trabajo que tenía como mesera. Él era su jefe. "Es lo mejor que me ha pasado en la vida. Él me salvo", decía. Algunas veces me contaba como quería que fuese su vestido de novia, "blanco, pegado al cuerpo, strapless y con piedras que brillen". Llevaría el cabello negro ondulado suelto y una tiara. Otras veces se preguntaba a sí misma sin en verdad lo amaba, o si era más la costumbre. Le decía yo que era todavía muy joven para tomar una desición.
El último día de clases nos fuimos a un bar con otros compañeros. Tomó tequila, aunque advirtió que la volvía un poco loca. No pasó. Se tomó dos Margaritas y decidió cambiar a cerveza. Me dijo que se quedaría hasta que yo me fuera. Me resultó tierno. Nos marchamos a las 9 pm. El novio/ marido la había llamado más de un par de veces. Salimos del bar a la estación 125. Sabía que no la volvería a ver en un tiempo, así que le pedí que imitara a Catica, para quedarme con el recuerdo más feliz de ella. Accedió, por supuesto. "Ayyyy, ahora si tengo las teticasss grandes". Antes de despedirnos me dijo "no te olvides de esta paisita". Cómo podría.

viernes, 23 de enero de 2009

En el camino al lado del río: La escuelita

La escuelita queda en el camino al lado del río. En una iglesia vieja que nunca fue terminada y que comparte vecindario con edificios viejos y hermosos que sirven de residencia a los estudiantes de la Universidad de Columbia. En la escuelita se aprende hablar inglés, pero es más que eso: se aprende también sobre la vida en este país, cómo hacer un resumé, conseguir trabajo y hasta cómo se deben responder las preguntas en una entrevista.
La escuelita es diferente a todas las escuelas que jamás haya ido en mi vida y su programa es distinto al resto de los institutos de inglés. La escuelita es principalmente un lugar para refugiados, asilados políticos o inmigrantes, con muy poco tiempo en el país, cuyo conocimiento del inglés es entre inexistente y básico. Los cursos avanzados en la escuelita no existen.
Yo no cumplía los requisitos para entrar a La escuelita. El primer día de clases mi profesor, un calvo cuarentón de mal genio, me dijo que mi inglés era muy avanzado para el nivel de la clase y que creía que le iba a hacer daños a mis compañeros. Aún así me dejó entrar.
El curso duró dos meses, todos los días de 9 a 3 de la tarde. El último día de clase, el calvo cuarentón me dijo que haberme dejado entrar fue un error y que yo había sido dañina para la calse. Aún no he decidido si el calvo cuarentón tiene razón o no, en realidad espero que no porque lo que menos quería era causarle daño a mis compañeros, pero sí tengo bien claro mi saldo, absolutamente positivo, luego del paso por La escuelita. Olvidemos el inglés, que sí mejoré, olvidemos el hecho de que adecué mi curriculum a los estándares de este país, olvidemos el hecho de que el calvo cuarentón me corrrigió los ensayos para mis aplicaciones universitarias, y concentremonos únicamente en las personas que compartían el salón conmigo. Sus historias fueron mi verdadera ganancia.
Estaba Jessica, una paisa veinteañera de cabello negro brillante que siempre andaba de buen humor. Llegó a Estados Unidos con visa de turista y luego se convirtió en asilada política. Tanto su padre como su madre fueron asesinados brutalmente, en momentos diferentes. Luego de la muerte de su mamá se mudó a Estados Unidos presa del miedo.
Estaba también Kayla, una haitiana que jamás hablaba, sólo se quedaba sentada en una esquina con sus brazos cruzados sobre las piernas y los ojos bien abiertos. Miraba con furia. Pensé que me odiaba hasta que descubrí la verdadera razón de su rabia. Kayla había crecido en Haití con su hermana mayor y su abuela. Desde pequeña a su hermana se la presentaron como su madre y Kayla creció con esa idea hasta que 20 años después la llamó por teléfono una mujer a decirle que era su madre y que quería que se viniese con ella a Estados Unidos.
Estaba Mali, una iraní de cuarenta y tantos años que había pedido asilo político junto a su familia, pues su esposo, un periodista opositor del régimen, había estado preso por seis años, y aún después de la liberación temía por su vida.
Estaba también Sengei, tibetana de cuarenta y trés años, que intentaba hacerse su vida como enfermera. La expresión de calma de su rostro no develeba la magnitud de su tragedia. Nació en Tibet y vivió ahí hasta hace poco. Escapó junto a su esposo e hijos por las montañas a la India. Cuando los dejó a salvo regresó a Tibet por miedo a que el ejercito Chino matara a su hermano cuando no la encontraran a ella.
Al volver al Tibet, el ejército la llevó a una cárcel de mujeres. Las cicatrices en las rodillas y la cabeza son prueba de las torturas que soportó. Escapó de nuevo, consiguió documentos falsos en la India y solicitó visa como turista. Una vez aquí solicitó asilo político. Está a salvo, pero tiene 10 años sin ver a su familia. Durante la tercera semana de curso apenas habló con su esposo. Sólo sabe que están bien.
Todas estas historias son lo que verdaderamente gané en La escuelita. Las tengo grabadas en la mente y el alma y cada tanto en el día se aparecen para darme ánimo, para entender mi lugar en el mundo, o para recordarme la maldad en los seres humanos. Cuando mi día va mal, cuando estoy deprimida porque estoy lejos de mis padres y amigos, cuando me dan algún no en este país, pienso en Sengei y su entereza, en Mali y su determinación, en Kayla y el valor real de la familia y en Jessica y sus ganas de cambiar su historia y comerse el mundo. Sus historias, a partir de hoy, formarán parte de este blog.

miércoles, 21 de enero de 2009

¿Y si esto es todo?

Siempre pienso que hay más, pero algunas veces, el temor, las ansias o la ausencia, me hacen preguntarme, y qué si esto es todo. ¿Qué pasa si no hay más? Si la vida es esto: yo sentada frente a la computadora tecleando, enrollada en mi bata blanca de peluche. ¿Qué sucedería si no hay nada después de esto? Si tal como se llama aquella película con Jack Nicholson this is as good as it gets. ¿ Qué pasa entonces? Lloro, me vuelvo loca, tiro jarrones de cristal contra la ventana, o me quedo aquí sentada tranquila, tecleando, viendo la vista desde este piso 7 de Washington Heights. Contemplando. Soñando. Deseando. Dando las gracias por lo que tengo cuando de verdad quiero gritar y llorar por lo que me falta. ¿Qué pasa entonces?
Nada. No pasa nada.

lunes, 19 de enero de 2009

Las damas del swing

La big band sonaba y ellas bailaban. Los pies, uno primero, otro después, en línea. Las caderas de un lado al otro. Los hombros en alto. Los brazos sueltos para el compañero. La sonrisa pícara imborrable. La piel negrísima brillante; por el sudor. Era noche de baile en el Swing 46, un bar restaurante en la calle 46, entre la octava y novena avenida.
Licantro encontró el sitio en Google, y hace dos lunes a las 11 de la noche, llegamos ahí junto con su hermano, la esposa y Luciana. La cara de todos fue la misma al entrar. Asombrados, no seguros de que estuviésemos donde creíamos que debíamos estar. Un sitio grande, de madera y muebles de cuero, con decorado en rojo, creo. Casi vacío. Una big band al fondo, 15 músicos, al menos seis saxofonistas, tocaban esta música afroamericana variante del jazz . Una pista amplia sólo con dos parejas: las dos damas de la caderas campaneantes y sonrisas imborrables, y sus compañeros. Vestían raro. Vestían hermoso.
Una de ellas, la de la cola de caballo en lo alto de la cabeza tenía una falda de tela estampada acolchada que marcaba una cintura que hasta Olivia Newton en sus mejores tiempos hubiese envidiado. Llevaba collar de perlas, medias de nylon negro y zapatos de punta y tacón. Tendría 60 y era increiblemente graciosa. A medio camino entre la sensualidad y la ternura. Movía los hombros mientras le daba la espalda a su compañero y lo miraba con cara de niña que come dulces a escondida de sus padres.
Se llamaba Lana, se crió en Harlem y aprendió a bailar con su padre. Va al Swing 46 todos los lunes porue le gusta la banda. Y siempre se engalana. "Esta falda es original de los 50. La uso para bailar pero también para salir". Bailó con el hermano de Licantro, se acercó a nuestra mesa y nos dijo que el fin de bailar era divertirse. Luego nos invitó, más bien ordenó, que nos paráramos pues era el último set. Al lado de ella daba un poco de pena bailar, pero Licantro y yo hicimos lo que pudimos. El movía los pies coordinadamente y yo trataba de imitar la batida de hombros dando la espalda con sonrisita de niña que come dulce.
La otra dama bailaba con mayor reserva. Sus movimientos eran sensuales sin pizca de ternura. Eran refinados. Llevaba un vestido negro ajustado a la cintura, medias negras, zapatos de tacón negro, guantes negro, sombrero con pluma, también negro. Sólo los zarcillos y el collar de brillantes no eran del mismo color que el resto del atuendo. Sonreía poco, sólo miraba a su pareja y sus pasos eran largos y lentos. Se movía a lo ancho por la pista siempre con el cuello levantado. Aceleraba sólo al ritmo de los saxofones, y se sentaba por un minuto luego de cada canción.
Lana dijo que eran varias como ella y su compañera de pista, que iban los lunes y que bailaban los tres sets. Iban porque era "too much fun" y porque salía de ahí contenta. Tenía razón. Yo salí también contenta. Con la ilusión de volver. Con las ganas de bailar como ellas. Con el deseo de despertar malos pensamientos sólo con el movimiento de mis hombros.

sábado, 10 de enero de 2009

Los recuerdos de la sangre y la Extranjera se quedó sin pesto


Imagino su sabor, imagino su textura, imagino la albahaca que se adhiere el paladar con su aroma que se siente en la nariz. Después de quince años La Pasta al Pesto llegó y la extranjera no estuvo. Afortundamente, con esta foto, pude casi saborearla. Casi

Son los pequeñas detalles, no los grandes, los que me hacen recordar que estoy lejos, que a excepción de Licantro y dos o tres amigas más estoy sóla, y que mi patria, mis recuerdos, mi familia, mis amigos, estánen otra parte. No suelo pensar en esto demasiado, primero porque no tiene mucho sentido, después porque Nueva York me hace feliz, pero cada cierto tiempo una foto, una llamada, un mensaje, un regalo que llega de imprevisto, me devuelven a los recuerdos de la sangre. Porque la sangre tiene recuerdos. Son esos que no están en la memoria, que ni siquiera están en el corazón sino, que están en una vía más profunda, en una que me recorre toda.
El 26 de diciembre mi grupo de amigos de toda la vida, y cuando digo toda quiero decir que los conozco desde hace 10, 15 y 20 años, se reunieron en el apartamento de dos de ellos, a celebrar un intercambio de regalos de navidad. Me mandaron un mensaje invitándome, me contaron los detalles, me madaron notas de voz por el chat de Blackberry y sentí por un momento como si estuviese allí. Claro, no lo estaba, y después que colgué el teléfono volví a mi vida que ahora es ésta en esta ciudad, que me quiere pero que todavía es extraña para mí.
Apenas empiezo a construir recuerdos aquí. Hoy justo me descubrí pensando en algunos poquitos que he acumulado, con Licantro jugando en la nieve, con Luciana en nuestros paseos por el Village, nuestros antojos por los brownies de Whole Food. No son tantos todavía así que es natural que me sienta atada a los otros. A los de la sangre.
Hoy ocurrió algo muy importante en Caracas. Uno de mis amigos de toda la vida, Rizzo, hizo la pasta al pesto que me prometió hace quince año en un intento semi fallido por conquistarme. Seguimos amigos, nuevos integrantes llegaron al grupo, y la pasta al pesto quedó sólo como un chiste interno pues de albahaca, queso y harina no supimos nada.
Hoy, después de toda esa espera, mi amigo, italiano por supuesto, hizo la pasta con la receta de su Nonna, hizo el pesto, para más de 10 personas entre las que casi estuve yo. Y digo casi, porque mientras me encontraba en Whole Food de la 59 sin ganas de comer nada de lo frío que allí quedaba, me llegaron imágenes, canciones, mensajes del acontecimiento. Su, una de mis amigas de toda la vida dijo que estaba tan buena que me guardó un poquito congelado en un potecito.
Estos recuerdos, que son mucho más que eso, que son parte de mi ADN emocional, se aparecen cada tanto. Los miro con tristeza, al principio; porque no estoy, porque estuve en sus inicios, porque aunque son parte de mi no están aquí conmigo; pero luego me recuerdan quien soy, de dónde vengo y dónde está mi sangre.

jueves, 8 de enero de 2009

Concierto en el piso 7

El piso 7 es, creo yo, el más sonoro del edificio 45. Casualidad o no, en este piso viven un músico que toca tres instrumentos; el chelo, la flauta y el piano; una cantante de ópera y un niño recién nacido.
El músico practica todos los días, los tres instrumentos, dos veces al día. A las 9:00 am la flauta, luego el chelo, luego el piano, a las 8:00 pm la misma dinámica. La cantante de ópera comienza justo a las 11:00 am cuando la práctica del musico acaba de terminarse. Ella también practica dos veces al día. El bebé es un bebé, así que llora cada vez que quiere, o que tiene hambre, frío, sueño o necesita cambio, y a veces coincide con el músico o la cantante de ópera formando una melodía no tan melodiosa.
Cuando me quejo Ruben, el super (conserje) del edificio, me dice én broma, o en serio, que más bien debería estar agradecida pues no tengo que pagar por música . Si esto fuese verdad sería fantástico pero resulta que las prácticas son prácticas y no conciertos. Así la repetición de escalas se convierte en una pesadilla sonora, más aún cuando el llanto del bebé se le suma al concierto.
La primera vez que escuché al músico del apartamento de al lado pensé que era malo. Bromeé con Luciana, quien en un tiempo fue violinista, que porque no le ofrecía clases para redondearse. Yo no sé nada de música y lo que no me suena bien sencillamente lo califico como malo. Cuando le pregunté a Rubén me dijo que mi vecino era un famoso concertista. Luciana luego leyó sobre él en el New York Times, el flautista/pianista/chelista de Washington Heights. Fue Licantro quien me explicó que el vecino era bueno, sólo que yo no lo había escuchado tocar una pieza completa.
La cantante de ópera no tiene mala voz, a decir verdad, pero escucharla todos los días por partida doble, no es mi idea de disfrutar de la música.
No todo es malo, claro. Gracias a mis vecinos concertistas he descubierto lo mucho que amo el silencio. Nunca me había dado cuenta pues el ruido nunca me había molestado, ni siquiera en Caracas, pero ahora, no sé por qué, cada vez que trato de leer, o escribir y escuchó el llanto, el chelo, la ópera, la flauta o el piano pego un brinco y dejo salir un suspiro de fastidio.
Ahhh... creo que acaba de empezar el famoso concertista. O no. Otro de los efectos colaterales del concierto espontáneo del piso 7: el ruido se me queda en la cabeza y ya no se cuando es imaginario.

martes, 6 de enero de 2009

El lugar de Erik

Se sentó en la mesa de al lado y comenzó a hablar solo. Apenas lo vi supe que era diferente. Se paró dos minutos después, y regresó 10 minutos más tarde. Se volvió a sentar. Una de las meseras lo saludó, "Hi Erik, who are yo doing?". Supe que venía con frecuencia, tal vez todas las tardes, y que ese era su lugar. Imaginé que probablemente se sentaba todos los días allí, en esa misma mesa, en esa pizzeria mediocre de un centro comercial en Nueva Jersey.
Vestía de jeanes, sueter azul y gorro del mismo color. Tenía la piel blanca, barba negra muy corta, los ojos claros, no sé si azules o verdes, y no le calculé mucho más de 30 años. Balanceaba su cabeza cada treinta segundos. Un movimiento que parecía incontrolable. No miraba a nadie. Murmuraba palabras, reía, se llevaba las manos a la cara.
Otra de las meseras se le acercó y le preguntó si quería lo mismo de siempre, él no contestó, mas le hizo una seña de que esperara. Me produjo ternura lo que hizo luego, no sé por qué, pues no era particularmente una acción tierna: se llevó las manos al bolsillo, sacó su billetera y contó su dinero. No como un hombre que cree que se quedó sin plata, sino como un niño que cuenta si le alcanza para su dulce favorito.
Trataba de no mirarlo con descaro, no quería que pensara que lo miraba por las razones equivocadas. Disimulaba concentrarme en mis raviolis cuatro queso, pero cada vez que podía volvía a estudiarlo. Lo miraba porque era tierno. Lo miraba porque me interesaba. No paraba de mirarlo porque sabía que después de hoy no volvería a encontrármelo y necesitaba saber de su mundo.
La mesera le trajo una focaccia con tomate picado en cuadritos. Miró el plato con desconcierto. La chica la preguntó si quería que se lo picaran, el contestó entrecortado que no era necesario. Esparció el tomate sobre el pan redondo, grande y se lo llevó a la boca. Cerró los ojos con el primer mordisco. Me dio hambre y eso que ya estaba comiendo.
Otra de las meseras, le preguntó entre risas, Erik, "¿cuál de todas es tu mesera favorita?" y su respuesta fue la más cordial que podía imaginarse, "a todas las quiero". La chica le contestó que era una buena respuesta y le puso la mano sobre el hombro. El la miró con cariño pero se sacudió la mano. Le incomodó, pensé.
Mientras se comía el pan grande y redondo, seguía hablando. Por más que hice el intento no pude escuchar ni una palabra. El movimiento incontrolable de su cabeza acompañaba el discurso. ¿Con quién hablaría? Parecía una conversación agradable. Nadie más lo miraba. Por un momento sentí vergüenza, pero seguí.
Dejó el plato vacío e inmediatamente le trajeron una pizza. Era bastante para una sóla persona. Lo imaginé un ser de apetito voraz. Me gusta la gente que come así, se me hacen honestos. Antes de que terminara su pizza, llegó mi cuenta. Cuando me fui seguía hablando. Quise pensar que después de la pizza pidió un brownie con helado de vainilla. Quise pensar que se lo devoró. Me hubiese gustado que intercambiáramos miradas, pero entendí que no era posible. Erik estaba en otro lugar. En su lugar.

lunes, 5 de enero de 2009

La gente no cambia

Bien me dijo Griseldita, una vieja amiga del colegio de monjas, esa noche en el bar de rones del Centro San Ignacio, que la gente no cambia. Hablábamos de un reciente rompimiento entre otra de las niñas del colegio de monjas y su ex. Griseldita y las de esa noche, pertenecen a mi grupo de amigas de la infancia. Esas que quiero profundamente, pero a las que no veo con frecuencia y con las que tengo pocas cosas para compartir. Esa noche sin embargo, decidimos reunirnos más de quince a beber y contar chismes.
Una de las niñas había terminado con el fulano porque el tipo no la tomaba en serio. Griseldita, en tono de reflexión y en un momento de claridad absoluta, me dijo una de las verdades más grandes de esta vida (aunque todavía no quiera creerla): "La gente no cambia". Me dijo que estaba cansada de repetírselo como loro a todas las demás, pero que la verdad era que si el hombre no la tomó en serio durante los tres años de relación, no se iba a despertar un día mágicamente a tomarla en serio.
Yo, que siempre he sido una ilusa, me obligo a pensar que la gente sí cambia, pero luego, algo ocurre, cualquier cosa, no tiene que ser nada magnífico, más bien generalmente es insignificante, y boom me doy cuenta de que la gente no cambia.
Odio pensar que no somos capaces de cambiar porque eso significaría que los cinco años que pasé en terapia no sirvieron para nada, por decir lo menos. Eso significaría que todos mis esfuerzos por ser mejor, por actuar mejor, por verme mejor, por escribir mejor, no tendrían importancia, y no se si estoy lista para vivir con eso.
Durante los años de terapia llegué a una conclusión que modifica un poco la sentencia de Griseldita: la gente sí cambia pero sólo si quiere. Y cambiar claro está es difícil, bien difícil, y la mayoría de las veces doloroso, bien doloroso; así que hay quien prefiere no cambiar.
Quiero pensar que puedo cambiar. El problema está en que espero que todo el mundo también lo haga, y quizás el resto no estará tan interesado. Un acto de arrogancia ese mío, de andar por la vida esperando que la gente cambie sólo porque yo quiero, sólo porque me hace más feliz, pero es la verdad. Quiero que mi madre cambie, que mi padre cambie, que mi hermano cambie, que mis amigas cambien. Quiero que mi madre me vea distinta, quiero que mis amigas lean periódico para que se enteren de que escribo; por citar dos ejemplos. Licantro me lo repite, "No van a cambiar, tienes que aceptarlas como son", y aun así todos los días me levanto con la ilusión de que todos cambien y me acuesto con la certeza de que no lo harán. De que quizás, al final, yo tampoco pueda. Yo tampoco cambie.

domingo, 4 de enero de 2009

Razones para querer a Nueva York

New York Magazine publicó su lista de razones para querer a Nueva York. Luciana que adora esta ciudad, no en vano fue ella quien me la presentó y me reveló algunos de sus secretos, me la envió. Buen momento, sobre todo después del gentío y las colas interminables que hubo todo el tiempo en diciembre y de que mi padre hace dos noches, volviese a darme su veredicto, "No me gusta, es sucia, fea, y hay mucha gente".
Entre las razones publicadas por las revistas está el sueldo de un dolar al año que cobra el alcalde (es milllonario, no le hace falta más), Central Park, Union Square, los rascacielos, la amabilidad de la gente, entre otras. La lista completa de por qué los neoyorquinos quieren a NY se puede encontrar en este link http://nymag.com/nymag/letters/53185/. Aquí, sin embargo, dejo la mía (la dejé en 29, por 2009, pero tengo más) que no soy neoyorquina sino extranjera y que a pesar de entender por qué hay gente que la odia, yo no dejo de quererla.
1 El 7-D que apareció como un milagro, con sus paredes vainillas y sus tres ventanales y sus escaleritas a lo príncipe-que-rescata-princesa.
2 Washington Heights y su paradoja. De la 181hacia abajo la zona es bulliciosa como los dominicanos que allí viven, y de la 184 para arriba es más silenciosa, como los judíos que allí viven.
3 Fort Tryon Park y su vista al río Hudson.
4 El supermercado dominicano de la cuadra de arriba porque me traen las compras hasta la puerta de mi casa.
5 La línea A porque en quince minutos me lleva desde la colina en la que estoy encaramada hasta Columbus Circle.
6 Columbus Circle y la bola plateada que todavía me sorprende cuando salgo de la estación.
7 Central Park y sus jardines, lagos, puentes y túneles, que me hacen sentir como la protagonista de una película romántica dominguera.
8 La vista Central Park South, encima del puentecito, justo antes de salir a la Quinta Avenida: el Plaza y los rascacielos de fondo.
8 La comida hindú. Lo rica que es. Lo noble que es. Lo barata que es.
9 Magnolia y sus cupcakes. Grom y sus helados de chocolate hechos con cacao venezolano.
10 Porque puedo encontrar plátano, harina pan, y platanitos sin buscar demasiado.
11 Barnes&Noble porque abre hasta las 12.
12 Porque puede ser tan cara y tan barata como yo quiera.
13 Porque todos los días descubro un edificio hermoso donde quisiera algún día vivir.
14 Coney Island y su paseo al lado del mar.
15 El restaurante chino de Amsterdarm porque almuerzo con 7 dolares un menu de tres platos y vino.
16 Morningside Heights con Columbia y sus edificios.
17 Porque a pesar de que es sucio, mal mantenido y feo, el metro llega a todos lados y funciona las 24 horas del día los 365 días del año.
18 El MET y el Museo de Historia Natural, son magníficos y no se paga.
19 Porque cada vez que he estado perdida con un mapa en la mano, alguien se me ha acercado a ofrecerme su ayuda.
20 Porque cada esquina, cada calle, cada restaurante me recuerda a alguna película.
21 Porque hace que me den ganas de escribir.
22 El Village y sus sorpresas.
23 El MOMA porque es gratis los viernes y abre hasta tarde.
24 La Rural y sus empanaditas.
25 Broadway y Lincoln Center y todos los demás lugares en los que hay obras de teatro y conciertos.
26 Los Brownies de chocolate de Whole Food.
27 Porque es tan Nueva York para mí como para las celebrities.
28 Los muñequitos de bronce que están en la estación de metro de Union Square.
29 Porque aquí empezé una nueva vida junto a Licantro.

Feliz año con jalón de pelo incluido

El jalón de pelo lo di yo. Definitivamente no una muy buena manera de comenzar el año, pero así fue. Eran las 3 y algo de la madrugada, cuando, una gringa flaca, rubia y coquetona (por decir lo menos, besó a tres hombres diferentes en veinte minutos), que había tomado demasiadas vodkas con jugo de cranberry me lanzó el trago encima de mi bufanda blanca. No dijo disculpa, no me miró. Quizás ni se enteró. Cuando se dio la vuelta, así como si fuese la cosa más normal del mundo, como si lo hiciera todos los días, agarré un mechón de su cabellera y se lo jalé. Con todas mis fuerzas, sin pensar en nada.
Mi arranque de rabia, mi deslave de ira, tuvo lugar la noche de año nuevo en Tavern on the Green, uno de los dos restaurantes que tiene Central Park. Licantro, mis padres, mi hermano y yo decidimos recibir el 2009 allí, en una fiesta. No se me olvida la cara de horror de mi madre. Lo que imaginábamos como una cena de gala de crucero, es decir un montón de viejitos en smoking y viejitas con perlas, sentados en mesas redondas bebiendo champagne, resultó ser un episodio inédito de Wild On, versión New York. Más de mil personas, en su mayoría gringos entre 25 y 40 años bailaban, fumaban, comían, bebían, se besaban, se tocaban, hasta se quitaban la ropa en un salón tan pequeño que resultaba apretado. Un joven con cara de pánfilo (definitivamente no lo era) le subió el vestido a su pareja de baile en un arrebato.
Mi familia, por supuesto, soportó poco del espectáculo y a la 1, después de los buenos deseos se fueron. Licantro y yo decidimos quedarnos a disfrutar un poco más del bar libre y del espectáculo. No puedo contar cuántas veces se cayó alguna gringa encima de mis piernas (menos mal no fue en las de Licantro), cuántos vasos derramaron sobre la mesa que teníamos pagada y apartada, cuántas veces se robaron las sillas, ni cuántos pares de zapatos escondieon bajo la mesa. Me dio lástima con una chica que andaba descalza, con el vestido de medio lado, por todo el salón besuqueando a sus amigos o desconocidos. Al final optó por besar a una amiga.
¿Con qué las películas y las series tenían razón?, me pregunté y sigo preguntando. La explicación de Licantro es que ese es el resultado de tanta represión, de tantas normas. Lógico, supongo. Yo que tuve mi primera borrachera a los 14 y que durante el bachillerato y los primeros años de la universidad pagué el resto de la cuota, no le encuentro gracia a beber hasta perder la conciencia y terminar la noche, sola, en una esquina, sin zapatos, sin cartera y sin amigos. Como vi a más de una ahí.
Así que para cuando Licantro y yo nos paramos de la mesa ya yo estaba furiosa. Supongo que todos estos pensamientos y sentimientos sobre la forma de desahogarse de esta sociedad reprimidad tuvieron su efecto. Lo comprobé cuando le jalé el pelo a la gringa flaca con toda mi fuerza. La niña me persiguió, y me dijo que "seguramente yo ni siquiera era americana". No le contesté que no, que si lo fuese, tal vez, estuviese allí, como ella, haciendo el ridículo, pues Licantro me agarró por un brazo y me sacó del lugar. "Pudiese haber venido con todos sus amigos a caernos a golpes".
Esa noche me sentí bien, orgullosa de mi horrible hazaña. Le había jalado el pelo a una gringa. Me lo repetía en la mente y me daba risa. Al día siguiente, sin embargo, no me sentí tan bien. Me di cuenta por las nauseas y el dolor de cabeza que yo también había bebido demasiadas vodkas con jugo de cranberry y había, tal como ellas, perdido el control. Pagué mi pecado con mal karma pues pasé todo el primero en cama, con un malestar horrible y un sentimiento de -no me encanta admitirlo- vergüenza.

Feliz año (sin jalón de pelo incluido)!