jueves, 18 de diciembre de 2008

Mis culpas en una taza. Parte III.

Mientras tomaba los pinceles y los remojaba en color, recordaba. Era la 1:30 del mediodía y acababa de llegar del colegio de monjas a la vieja casa de Atamira. Ya no usaba el delantal de cuadritos de preescolar, sino el uniforme de primaria, una falda azul, camisa blanca y medias hasta la rodilla. Estaría en primer grado. Usaba un lazo tricolor, azul, blanco y rojo, en el tope de la cabeza, y tenía unos lentes de vidrios gruesos y montura celeste.
Había entrado corriendo y había lanzado la mochila en el corredor que llevaba a los cuartos. Me había lavado bien las manos (les puse jabón tres veces). Llegué a su cuarto sin hacer ruido porque no sabía si dormía. Los bebes tienen horarios muy extraños. Recuerdo que sonreí emocionada y le pedí a la enfermera que lo cuidaba que lo pusiera en mis brazos. Tenía una franelita blanca y pañales. Me senté en el sofá que mi madre había colocado para las visitas, y le dije que lo pusiera en mi piernas.
- Con cuidadito, dijo.
- Sí, sí, respondí yo.
Lo agarré como me habían enseñado, una mano entre las dos piernas y la otra sosteniendo la cabeza, y le susurré que lo quería. Le conté que ese día había tenido clases de matemática, que odiaba los números y que la profesora me había botado del salón por habladora. No sé cuándo la enfermera salió del cuarto, pero para el momento que mi hermanito se me deslizó ella no estaba. Llegó cuando lo recogía del suelo entre lágrimas.
- Señora, señora, comenzó a llamar histérica a mi madre.
Mamá llegó, me vio bañada en lágrimas, a la enfermera llorando con mi hermano en brazos y me dijo,
- ¿ Qué hiciste?
Me paré en una esquina y me quedé inmóvil. Congelada.
Trataba de pintar ese momento: las paredes beige, la cuna celeste, a mí de azul eléctrico, y mi hermano un punto blanco. Nunca había sido una gran dibujante, pero Madame Cazolaro, la profesora, había dicho al comienzo de la clase que eso no importaba, Dibujen la escena, tal como la recuerdan. No dibujen todo el episodio, sólo el momento exacto. El momento de la culpa, se refería.
El lienzo estaba sobre un caballete y no estaba yo sola en el salón de techos altos y paredes grises que me recordaba a una catedral. Habrían veinte personas dispersas por todo el espacio. A mi lado estaba Salvador, el anciano de la cabeza rapada, quien cada cierto tiempo se quejaba de su pintura.
- No logro que me quedé cómo sucedió. La tuya luce bien, me dijo.
- ¿Cuál es el punto de todo esto?
- Utilizan el método de la repetición didáctica. El objetivo es que a través de actividades como la pintura, la música y la cerámica, dibujes tu culpa, la escuches, la tararees y la moldees hasta que la domines.
- ¿Y ese momento llega?
- No soy la mejor persona para responderte eso.
Es cierto. Salvador me había dicho que era un reincidente. A pesar de que en la semana que llevaba allí habíamos conversado varias veces, no me había dicho por qué estaba allí, por qué se había ido, por qué había vuelto. Sólo hablaba de su hija, una pianista famosa, sin demasiados detalles. Mis charlas con Salvador eran mi forma de recrearme entre una clase y otra. El era además de Lucas la única persona que me inspiraba confianza.
A Lucas no lo había visto desde mi segundo día, desde aquella sesión en su oficina. Y aunque trataba de no pensar en eso, su ausencia me causaba tristeza. Pensaba que quizás mi taza lo había asustado y había decidido no tratarme más.
Sabía por Salvador que Lucas vivía ahí, no sé en qué piso, y que generalmente trataba a los recién llegados, o recién llegadas. Por alguna razón, las mujeres tenían guías hombres y los hombres viceversa. Por algo de cómo cada género asumía las culpas, me había explicado Salvador. Sabía también que Lucas salía de ahí sólo una vez al mes, en las madrugadas, y regresaba en las noches, y sabía que las sesiones con él podían variar de una a cinco veces por semana. ¿Cuándo me tocaría de nuevo?
Después de las clases de pinturas, no hice mucho más. Los días allí pasaban muy lentos. Quizás era parte del tratamiento, me decía. Me fui a mi cuarto temprano pues no tenía ninguna otra actividad en el horario. La luz del cuarto estaba todavía prendida, cuando escuché que llamaban la puerta. Solté, las agujas y el rollo de lana –parte de las repeticiones didácticas supongo– y me levanté de la cama.
De nuevo los ojos azules detrás de la puerta me sorprendieron. Tal como ese primer día.
- Acompáñame, me dijo.
Y cerré la puerta.

4 comentarios:

Lorena J. Saavedra dijo...

qué paz cuando llegan esos ojos azules...

Jardinero del Kaos dijo...

uh dios que duro, esta relatado de una manera exquisita y muy grafica...vi la caida.

si limpiarnos las culpas fuera tan facil...

besos

Anónimo dijo...

me sigue encantando

cuando era chico le quité la silla a mi abuela para que se cayera...

puedo pintarlo y ya?

besos sin culpa

Pulgamamá dijo...

Lore: si esos ojos azules son la salvacion.
Jardinero: me alegra que te guste como esta redactado. Viniendo de ti es un gran halago.
Galan de barrio: que bueno que te siga gustando. Pobre abuela. Puedes tratar de pintarlo a ver que pasa. Cuando termine la historia te digo que pienso yo de las culpas (es un tema que me obsesiona)
Saludos y perdonen la falta de acentos, estoy en una compu gringa.