domingo, 29 de marzo de 2009

San Francisco: Lo verdaderamente importante

La mañana había sido perfecta. Nos levantamos temprano y sin flojera, nos vestimos, desayunamos y tomamos el autobús rumbo al Golden Gate Bridge. Luego de atravesar todo el verde de El Presidio apareció. Rojo, naranja, imponente. Abajo en el agua surfeaban muy cerca de las rocas. Licantró tomó fotos. Caminamos el puente: más fotos. Los dos juntos, yo sóla, el puente sólo.
Tomamos el autobús de regreso al Fisherman's Wharf. Caminamos hasta Pier 39, una atracción turística obligada con tienditas de esas dónde todo luce barato y es caro, pero con una vista hermosa. Licantro quería comer cangrejo pero yo soy alérgica, así que le pedí que me acompañara a comprame un Corn Dog en un puestico y no los comimos en un banquito muy cerca del mar.
En el banco estaba sentado un viejo alto flaco y con la espalda encorvada que vestía pantalones claros y un suéter amarillo y que comía un sándwich. Tenía la nariz alargada y su rostro me recordó a Steve Martín con unos años de más. Terminó su almuerzo y se levantó del banco. Se movía despacio cómo si no tuviese otro lugar a dónde ir. Cómo si la vida fuera ese momento y nada más. Licantro pareció leer mis pensamientos:
- A veces pienso cómo seré yo a esa edad. ¿Estaré conforme con lo que he logrado, habré descubierto lo verdaderamente importante?
Me quedé pensando y busqué una respuesta, pero nada sonaba suficientemente honesto así que me quedé callada. "Lo verdaderamente importante" repetí mentalmente. Subimos unas escaleras hasta el Crab House. Licantró pidió medio cangrejo y una botella de vino para los dos. Un Chadornnay californiano. Mirábamos al mar, los veleros, las gaviotas. El aire fría en el rostro. El momento soñado se interrumpió por un mail que recibí en ese momento -lo malo de tener Blackberry- y que traía una mala noticia. Me desmoroné, no veía el fruto de meses de esfuerzo. La situación había adquirido un matiz agridulce. Una mala noticia con sabor a vino Chadornney.
No dejé a Licantro terminar el cangrejo, le pedí entre lágrimas y respiración acelerada que por favor nos fuéramos. Tomamos un taxi hasta el hotel. Me deshice en la cama. Lloré hasta que me quedé dormida muy cerca de él. Me despertó casi de noche:
- Salgamos a dar un paseo.
No quería levantarme pero me obligó. Tomamos el autobús hasta Castro. Las banderas arcoiris nos recibieron. Mi ánimo se perdió en la atmósfera colorida del ambiente. Entramos a un bar y pedí un Cosmopolitan. Mi organismo pedía mimos y alcohol. Licantro tocaba mi rostro. Repetía lo hermosa que era, lo valiosa que era, lo especial que era.
Caminamos hasta Mision, a la calle Valencia llena de restaurantes. Entramos a uno de Crêpe dónde pedimos de entrada un plato de quesos y fiambres que estaba divino y tomamos cidra de manzanas californianas. La noche comenzaba a parecerse a la mañana de ensueño y la mala noticia se difuminaba con los abrazos de Licantro; su mirada, sus sonrisas. Nos levantamos de la mesa y caminamos un rato de la mano. De la mano por las calles de San Francisco. Recordé al viejo parecido a Steve Martin, recordé la mala noticia con sabor a Chadornney, recordé la noche acaramelada. Pensé en "Lo verdaderamente importante". Miré a Licantro. La respuesta estaba en sus ojos.

viernes, 27 de marzo de 2009

Planas para autoconvencerme

Lo que pasa es lo mejor.
Lo que pasa es lo mejor.
Lo que pasa es lo mejor.
Lo que pasa es lo mejor.
Lo que pasa es lo mejor.
Lo que pasa es lo mejor.
Lo que pasa es lo mejor.
Lo que pasa es lo mejor.
Lo que pasa es lo mejor.
Lo que pasa es lo mejor.
Lo que pasa es lo mejor.
Lo que pasa es lo mejor.
Lo que pasa es lo mejor.
Lo que pasa es lo mejor.
Lo que pasa es lo mejor...

¿Cuántas planas tengo hacer para creérmelo?

pd: mi cabeza y mi corazón no están en San Francisco.

sábado, 21 de marzo de 2009

NY-San Francisco-NY-Boston-NY

Estoy de vuelta, claro que nunca dije que me iba. Así que desde el principio: me fui y ya volví. Aquí hay algo que llaman Spring Break, vacaciones de primavera, unos días libres que dan en las universidades antes del inicio de esta estación. Como Licantro no tenía clase, y tenemos la teoría de que hay-que-aprovechar-al-máximo- la- estadía- en- este-país, decidimos irnos a San Francisco. Porque nos había quedado pendiente desde la luna de miel en L.A, y porque casi todo el mundo dice casi siempre que hay que visitar San Francisco, o "San Fran" como le dicen los locales.
Nos fuimos el lunes a las 7:00 am y llegamos el jueves casi a las 2:00 am. Los días estuvieron divinos y soleados. Nada mal cambiar los 3 grados que generalmente hace en Nueva York por 15 grados con sol. Ya casi no me acordaba lo que era ponerme zapatos sin medias, mucho menos vestidos. Visitamos las grandes atracciones: el puente; que valga aclarar todo el mundo piensa que es rojo y en realidad es más bien naranja (en esto diferimos Licantro y yo); Alcatraz, la antigua prisión que comparada con El Rodeo o cualquiera de las venezolanas parece más bien un hotel que una cárcel de máxima seguridad; el puerto con sus corn dog (salchicas en un palito recubiertas con una masa dulsona de maíz); las callecitas empinadas de las películas con el tranvía que sube y baja, Haigh Ashbury con sus casas victorianas y su olor a marihuana, y el Castro District con las banderas de arcoiris en casi todas las puertas de sus lugares.
Como me gusta la corredera y los días ocupados, el viernes a las 7:00 am salí a Boston en autobús, por un asunto de trabajo, y volví el mismo viernes a las 9:45 pm. Valga decir que son casi cinco horas de camino, 10 sin contamos la ida y la vuelta. Hoy por supuesto reviví a las 12 del mediodía para un día muy poco útil (no me he quitado la pijama y no, no me da vergüenza confesarlo).
A partir de mañana o pasado, o cuando las neuronas vuelvan a hacer sinapsis, escribiré de San Francisco y de cómo allá descubrí "Lo verdaderamente importante" y del Ángel que me encontré en el autobús Boston-NY. Por los momentos, nada, bata de peluche y sofá vainilla.

jueves, 12 de marzo de 2009

Me aturden los ruidos pequeños

Siempre me han gustado los extremos, pero con esto de los ruidos se me hace un poco raro, porque no le encuentro lógica, aunque no sé en realidad por qué me resulta tan extraño, ya que la lógica no es precisamente mi fuerte. Suecede que los ruidos en estéreo, los que son escandalósos, a todo volumen, no me molestan, no me desconcentran, no me hacen ni cosquilla.
Puedo manejar la fiesta del vecino del edificio, el concierto del músico y la cantante de ópera del piso 7, una alarma de carro pegada, el televisor a todo volumen, un griterío en un café mientras leo un libro y los ronquidos de mi Licantro; pero los sonidos en volumen casi inaudible como las agujas de un reloj, el agua que cae de la ducha mal cerrada, el rrrrrrrrrrrrr de la computadora cuando está a medio prender o medio apagar, un murmullo entre dos personas, un fondito de música bajita, me sacan de quicio. Hacen que me enloquezca y no pueda concentrarme en nada más que el tick tick tick, o el gul gulp o el bibiribiribii o cualquier otra onomatopeya imaginable.
Hoy en la cena se pego el reloj del Tostiarepa (para los no venezolanos, un aparato creado por la Oster que hace Arepas). Lo raro es que el aparatico estaba desconectado, pero el reloj seguía pegado. Licantro lo cubrió en un paño y lo metió en un gabinete pero yo lo seguí oyendo. Era como si me persiguiese. Llegué a pensar que el sonido se me había quedado metido en la cabeza, más cuandoel chistoso de Licantro me convenció de que ya no seguía sonando.
Antes de venirme a Nueva York visité a una astróloga. El día de la consulta la hice parar una tres veces, pues había un ruido en el ambiente que no me dejaba concentrarme. Resultó ser un reloj metido en una gaveta dentro de un armario. ¿Qué cómo lo oía? quiso saber ella sorprendida, y yo sigo sin comprenderlo, pues en realidad yo suelo ser un poco sorda. Cuando Licantro grita porque la televisión esta y que según a todo volumen es cuando yo apenas puedo escuchar.
Similar sucedía cuando trabajaba en la redacción. Si había una fiesta al lado de mi puesto, si dos personas se caían a gritos, yo podía seguir escribiendo como si nada, pero bastaba que alguien pusiera una música bajita para que yo no pudiese soportarla y tuviese que pedirle, con toda la ironía del caso, que por favor la subiese.
Puede que sea lo repetitivo de esos ruidos sútiles, como las gotas de la ducha o el reloj del Tostiarepa lo que me molesta, pero sucede que una canción bajita no es repetitiva ni tampoco una conversación entre dos personas lo es, y también se me hacen insoportables. No sé. No le puedo dar explicación, lo que me causa aún más molestia. Por los momentos a disfrutar que el Tostiarepa decidió callarse.

lunes, 9 de marzo de 2009

El amo de las ratas

Con un silbido las llamaba y ella venían. Grandes, como de 30 centímetros, grises y sin pelo. Con colas largas y flacas. La legendarias ratas de los metros de Nueva York se le presentaban por turno a este señor, gordito, pelón, con lentes, de manos sucias y rostro sudado, en la estación 59.
Recogía él la basura y evitaba que ellas se quedaran en un escondite en la plataforma del medio de los dos rieles. Golpeaba el escondite, una especie de caja de metal, y ellas salían: primero una, luego otra, y así varias más. Eran grandes y feas pero el amo de las ratas no las miraba con cara de miedo sino de desafío. "C'mon, c'mon", les decía. Ellas obedencían. Llevaba él una braga azul como de mecánico, con un sello de la MTA, sucia, posiblemente de tantas horas ahí en el subsuelo y un pañuelo a medio salir en uno de los bolsillos. Gritaba él, el amo de las ratas. Gritaba con fuerza. Gritaba con euforia. Gritaba a punto de soltar una carcajada.
Los presentes observaban el espectáculo con más curiosidad que asco y aplaudían cada vez que una nueva rata salía. ¿A dónde las mandaría el amo de las ratas? Al salir del escondite metálico se escurrían en seguida en otro rincón. ¿Estaría espantándolas o cuidándolas? Silbó un rato más pero ninguna otra apareció. Guardó sus manos ennegrecidas en los bolsillos y se marchó con la cabeza baja mientras pateaba un pedazo de cartón.

sábado, 7 de marzo de 2009

¿Por qué es tan difícil quererse?

Me miro en el espejo, la cara, de cerca. Ese color oscuro debajo de los párpados, esas patillas tan largas, ese espacio en el medio de la dentadura. La pollina mal cortada. El cabello sin forma. La doble papada. No me gusta mi rostro. Aunque Licantro diga que parece una pintura de Rembrandt. Precisamente, quien dijo que los rostros de Rembrandt eran hermosos, no digo en un sentido artístico, sino desde un punto de vista más siglo XXI.
Saco medio closet. Negro. El negro lo disimula todo. Jeanes. No jeans no. Falda. No falda no. Top ajustado, no top no, me veo un poco prosti. Camisa de cuello. No, camisa de cuello no, parezco una profesora. Vestidito con faralados. Mejor no, parezco una adolescente, o una embarazada, o peor, una adolescente embarazada. Al final salgo con lo que tenga puesto cuando es la hora. Trato de no mirarme en el espejo, pero no aguanto. Uy, no. Lloriqueo. Le digo a Licantro que me siento gorda y fea. Y que soy bruta. Me dice hasta la saciedad que estoy bella. Y que soy inteligente. No le creo lo de bella, más o menos lo de inteligente.
Mientras esperamos el metro, le pregunto.
- ¿Tu te quieres?
- Sí, he aprendido hacerlo.
- ¿Por qué será que a algunos nos cuesta tanto querernos?
- Tiene que ver con la historia de cada persona.
- A mi me cuesta tanto.
- Ya se- me agarra la mano con fuerzas.
Llega el tren. Recuesto mi cabeza en Licantro. Pienso en mi historia personal. Sé por qué me cuesta quererme, pero no se cómo quererme.

jueves, 5 de marzo de 2009

Ese tonito

Es bajito, pausado y con un matiz dulzón forzado. Es un tonito -ito porque es ba-ji-to- que usan los gringos cuando quieren ser amables. Y es, una de las cosas que menos entiendo de ellos. Es decir, en este país cada vez descubro más cosas a las que me cuesta encontrarles sentido, pero ésta en particular me causa una molestia aguda. Me deja un sabor más agrio que dulce.

Es así: "Hellooo, let me know if you neeeeed anything, my name is Laurie", con todas sus vocales bien extendidas, da la bienvenida la vendedora a la tienda.
Es así también: "Tell mee a littlee biit about youself", dice una gerente en una entrevista de trabajo, con un tono que se parece más al de la maluca de Blair, la de Gossip Girl, que al de una jefa que en realidad quiere que trabajes con ella.
Y a veces hasta así: "Thank you for sharing this with us", dice la profesora con tono lastimoso luego de que leo una reflexión cortavena enfrente de toda la clase.

Licantro dice que no es personal ni malintencionado y la verdad es que no lo dudo, lo que sucede es que a mi esa concepción de ser cordial por obligación no me cuadra. Es decir, la gente debe saludarse y respetarse, ¿pero tratar de ser dulce o simpático cuando no sale, no es peor?
Luciana dice que es una forma de ser amable. "Ellos lo usan cuando se enfrentan a una situación con la que no se sienten cómodos pero tienen que ser cordiales". Y hasta me dijo que yo lo usé hace poco con un entrevistado. Es cierto, lo usé, pues en verdad el entrevistado me había hecho pasar mucho trabajo y lo que quería decirle era "coño, ya no jodas más", lo que me hace pensar que cada vez que alguien usa ese tono está a punto de clavarte un puñal, pensando en clavarte un puñal, o sencillamente pensando en algo que nada tiene que ver contigo.
Me pregunto yo, ¿qué no hay espacio para ser espontáneo? ¿Que pasó con hablar con un tono de voz normal, de cansancio, de fastidio, o neutro? ¿Por qué ese cantado obligado cuando nadie lo ha pedido? Conmigo ese tonito falsón no va. Lo odio. Para mí, la honestidad es la mejor de las políticas.

lunes, 2 de marzo de 2009

Bailar en el ascensor me hace feliz

Hace muchos años, siete tal vez, cuando trabajaba de madrugada en un canal de televisión, tenía un ritual que me permitía activarme para el día. Además de espabilarme, me daba la dosis de felicidad que necesitaba para sobrevivir a una jornada cargada o aburrida. Justo antes de llegar al trabajo, dos minutos antes de apagar el carro, ponía la música a todo volumen, gritaba y bailaba. Me sacudía tan fuerte como podía, como si se tratara de un exorcismo que sacaba de adentro todos los demonios mañaneros (valga aclarar que soy fundamentalmente nocturna y odio las mañanas). Los vigilantes del canal me miraban extrañados pero siempre me devolvían una sonrisa. Así entraba yo al canal risueña, lista para amortiguar todas las necedades de la jefa terrible que tenía por aquel tiempo.
No me había acordado de esto por mucho tiempo hasta hace unos minutos cuando subía en ascensor del piso 2 al 7, luego de bajar la basura, y sentí una necesidad imperiosa de bailar, no de una manera sexy o premeditada, sino absurda, descontrolada, cero coordinada (creo que es la única manera en la que se bailar). Lo hice. Cerré mis ojos, eché la cabeza hacia atrás, comencé a tararear una melodía que me inventé en ese momento y bailé. Cuando el ascensor se detuvo en el piso 7, me baje con una sonrisa. Una vez adentro del 7-D seguí bailando dos minutos más, sólo porque a Licantro lo hacen reír mis payasadas.
Con Fede mi costilla siempre he hablado de los pequeños placeres, de la champaña a media mañana, de tomar agua directamente de la botella, de hablar sóla, de gritar al vacío, de la terapia de piso, pero no es hasta ahora que me doy cuenta que había abandonado por completo esas pequeñas incoherencias que me producen placidez. Tal como lo hacía en aquellas madrugadas antes de llegar al canal, ahora cada vez que me monte en el ascensor bailaré. Aunque sea por unos segundos, siempre y cuando esté sola.