La mañana había sido perfecta. Nos levantamos temprano y sin flojera, nos vestimos, desayunamos y tomamos el autobús rumbo al Golden Gate Bridge. Luego de atravesar todo el verde de El Presidio apareció. Rojo, naranja, imponente. Abajo en el agua surfeaban muy cerca de las rocas. Licantró tomó fotos. Caminamos el puente: más fotos. Los dos juntos, yo sóla, el puente sólo.
Tomamos el autobús de regreso al Fisherman's Wharf. Caminamos hasta Pier 39, una atracción turística obligada con tienditas de esas dónde todo luce barato y es caro, pero con una vista hermosa. Licantro quería comer cangrejo pero yo soy alérgica, así que le pedí que me acompañara a comprame un Corn Dog en un puestico y no los comimos en un banquito muy cerca del mar.
En el banco estaba sentado un viejo alto flaco y con la espalda encorvada que vestía pantalones claros y un suéter amarillo y que comía un sándwich. Tenía la nariz alargada y su rostro me recordó a Steve Martín con unos años de más. Terminó su almuerzo y se levantó del banco. Se movía despacio cómo si no tuviese otro lugar a dónde ir. Cómo si la vida fuera ese momento y nada más. Licantro pareció leer mis pensamientos:
- A veces pienso cómo seré yo a esa edad. ¿Estaré conforme con lo que he logrado, habré descubierto lo verdaderamente importante?
Me quedé pensando y busqué una respuesta, pero nada sonaba suficientemente honesto así que me quedé callada. "Lo verdaderamente importante" repetí mentalmente. Subimos unas escaleras hasta el Crab House. Licantró pidió medio cangrejo y una botella de vino para los dos. Un Chadornnay californiano. Mirábamos al mar, los veleros, las gaviotas. El aire fría en el rostro. El momento soñado se interrumpió por un mail que recibí en ese momento -lo malo de tener Blackberry- y que traía una mala noticia. Me desmoroné, no veía el fruto de meses de esfuerzo. La situación había adquirido un matiz agridulce. Una mala noticia con sabor a vino Chadornney.
No dejé a Licantro terminar el cangrejo, le pedí entre lágrimas y respiración acelerada que por favor nos fuéramos. Tomamos un taxi hasta el hotel. Me deshice en la cama. Lloré hasta que me quedé dormida muy cerca de él. Me despertó casi de noche:
- Salgamos a dar un paseo.
No quería levantarme pero me obligó. Tomamos el autobús hasta Castro. Las banderas arcoiris nos recibieron. Mi ánimo se perdió en la atmósfera colorida del ambiente. Entramos a un bar y pedí un Cosmopolitan. Mi organismo pedía mimos y alcohol. Licantro tocaba mi rostro. Repetía lo hermosa que era, lo valiosa que era, lo especial que era.
Caminamos hasta Mision, a la calle Valencia llena de restaurantes. Entramos a uno de Crêpe dónde pedimos de entrada un plato de quesos y fiambres que estaba divino y tomamos cidra de manzanas californianas. La noche comenzaba a parecerse a la mañana de ensueño y la mala noticia se difuminaba con los abrazos de Licantro; su mirada, sus sonrisas. Nos levantamos de la mesa y caminamos un rato de la mano. De la mano por las calles de San Francisco. Recordé al viejo parecido a Steve Martin, recordé la mala noticia con sabor a Chadornney, recordé la noche acaramelada. Pensé en "Lo verdaderamente importante". Miré a Licantro. La respuesta estaba en sus ojos.