miércoles, 24 de diciembre de 2008

Las culpas se mudan de taza

Esta historia que se supondría sería un cuento corto en dos o tres entradas se extendió. Cómo no se cuántas entregas, ni cuánto tiempo me va a tomar contarla, decidí mudarla de espacio, porque no quiero que éste pierda su esencia. Necesito seguir contando aquí, mis historias en esta ciudad, lo que entiendo y lo que no entiendo, lo que mes fascina y lo que odio. Por eso desde hoy Rebeca, Lucas, y las culpas estarán en http://misculpasenunataza.blogspot.com, para los que quieran seguir la historia.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Mis culpas en una taza. Parte IV

Caminamos por el corredor blanco que une los cuartos hasta una puerta que daba hacia una escalera. No me acuerdo cuántos pisos subimos. Me pareció raro pues había asumido que el 7 era el último. Resultó que no.
En todo el camino sólo dijo cinco palabras, Ten cuidado con los escalones. Me dediqué a estudiarlo. Sus pasos eran firmes pero no toscos, y sus gestos definitivos sin ser autoritarios. Lucía en paz consigo mismo. Pero había algo más: parecía estar en control absoluto de sí mismo, de sus emociones. Hablaba sólo lo necesario, pero siempre en el momento oportuno, y tenía esa mirada cálida. Esa en la que había depositado mi existencia desde el primer día que llegué.
Qué pensaría de mí, me preguntaba. Tenía mi taza, es decir que conocía mis culpas, y tenía en su oficina una carpetita, con mi nombre, que lucía cómo un expediente. Así que posiblemente también sabía mi historia. Mejor. Odio las confesiones.
Llegamos hasta el final de todos los pisos, cruzamos una puerta y salimos a la azotea. Era de noche. No había nadie. ¿Qué haríamos ahí? ¿Este tipo de contacto entre guía-culpable no estaría prohibido? ¿O sería esto parte del tratamiento?
- ¿Quieres saber para qué estamos aquí?
- Supongo- le dije, sin mostrarme muy interesada.
- Es de noche- me respondió.
- Sí- lo noté.
- ¿Sabes qué representa la noche? Es decir, en función a las culpas.
- No- mentí. Claro que sabía y bien que lo sabía. La noche era el momento de las culpas. El momento en que venían a señalarme.
La azotea era vasta. Me acerqué hasta el borde por curiosidad, pero no vi nada. Es decir o no había nada más que ese edificio, o la oscuridad no me dejaba ver.
- Rebeca- Era la primera vez que decía mi nombre.
- Vamos a hacer las cosas diferentes esta vez. Quiero que tu escojas una culpa, esa que te persigue por la noche y me describas cómo te hace sentir.
Me dijo que caminara alrededor de la terraza y pensara. No me dijo que pusiera la mente en blanco, supongo que tiene suficiente experiencia cómo para saber que eso no es posible. Por lo menos no en mi caso. No quería pensar. Quería saber. Saber de él. ¿Desde cuándo estaba ahí? ¿Por qué había tanta calma en él? ¿Podría yo llegar a ser así?
No había estrellas esa noche. El paisaje desde ahí era aburrido. Sólo oscuridad. O vacío. O oscuridad y vacío. Venteaba pero no hacía frío. Me concentré en respirar como me había indicado Lucas. Mis pasos eran lentos. Y mis pensamientos seguían ese ritmo.
Como si no pudiese evitarlo los recuerdos de mi cumpleaños 30 comenzaron a llegar a mi mente como tacos de lego que esperan ser armados. Nicolás me había pedido que llegara a la casa temprano para que celebráramos. Los últimos meses habían sido difíciles. Me había escurrido de nuestra situación y había hecho lo que él predijo que haría: me refugié en otra cama. Nicolás me había perdonado. Yo no.
El día de mi cumpleaños salí del trabajo temprano. No tenía ganas de ir a la casa. Me fui al Parque Los Chorros. Desde hace un tiempo se había convertido en mi refugio personal. La humedad, la soledad, el agua que caía de la cascada, los pies remojados en la orilla. No resistí. Lo llamé. A mi refugio. Tal como Nicolás predijo que haría. Me quedé con él sentada en un banco, hasta muy tarde. Creo que cuando salí del parque ya había cerrado.
Llegué a la casa y Nicolás estaba sentado en el sofá esperándome. La celebración se había convertido en una despedida. Al lado de la botella de vino, las dos copas y mi regalo estaban sus maletas.
- Rebeca no puedo seguir haciéndome daño- y se fue.
Me acerqué al regalo. La caja era grande y liviana. Levanté la tapa y los globos comenzaron a salir. Se pegaron del techo. Estaban llenos de helio. Amo los globos de helio. Salté hasta alcanzar uno, lo pinché. Una carta. Pinché otro. Bombones. Pinché otro. Dos pasajes, un viaje a la Argetina que teníamos planeado desde hace tiempo. Y así hasta llegar al número 30 descubrí todos los planes que Nicolás tenía y que esa noche yo había destruido. Lloré.
La mano de Lucas sobre mis hombros me sacó de mis pensamientos.
- Cuéntame.
- Hice daño.
- ¿Querías hacerlo?- me preguntó.
- No a propósito. Sólo quería deshacerme del dolor.
- Causar dolor no hace que te deshagas del dolor, aunque lo parezca. Sólo hace que te produzcas más dolor. ¿Qué más?
- Acabé con cuatro años de historia. Acabé con el futuro que me había planteado.
- Quizás ese no era el futuro que querías- me dijo.
- Quizás.
- Ahora quiero que te vayas a la cama y te lleves ese pensamiento contigo. No de una forma tímida, sino adrede. Piensa en él hasta que ya no tengas más que decirte. Te veo mañana a las 7.
- Tengo frío- dije. Quería ser un cachorro.
- Ya nos vamos. Rebeca, quiero ayudarte.
- ¿Por qué?
- Sólo quiero ayudarte. Hay muchos caminos.
- ¿Por qué te importa?
No contestó. Obvio. Tuvo su mano en mi hombro durante todo el recorrido de regreso. Los pisos infinitos que subimos, ahora los bajábamos. Llegamos. El corredor blanco. La puerta del 777.
- Lucas, no te vayas- las palabras salieron de mi boca sin pasar por mi cabeza. Me dio vergüenza.
- Buenas noches Rebeca. Descansa- y cerró la puerta. Me quedé con el sonido de mi nombre en sus labios. Sonaba distinto. Sonaba a otra.
Me acurruqué en una esquina de la cama y lloré hasta quedarme dormida.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Mis culpas en una taza. Parte III.

Mientras tomaba los pinceles y los remojaba en color, recordaba. Era la 1:30 del mediodía y acababa de llegar del colegio de monjas a la vieja casa de Atamira. Ya no usaba el delantal de cuadritos de preescolar, sino el uniforme de primaria, una falda azul, camisa blanca y medias hasta la rodilla. Estaría en primer grado. Usaba un lazo tricolor, azul, blanco y rojo, en el tope de la cabeza, y tenía unos lentes de vidrios gruesos y montura celeste.
Había entrado corriendo y había lanzado la mochila en el corredor que llevaba a los cuartos. Me había lavado bien las manos (les puse jabón tres veces). Llegué a su cuarto sin hacer ruido porque no sabía si dormía. Los bebes tienen horarios muy extraños. Recuerdo que sonreí emocionada y le pedí a la enfermera que lo cuidaba que lo pusiera en mis brazos. Tenía una franelita blanca y pañales. Me senté en el sofá que mi madre había colocado para las visitas, y le dije que lo pusiera en mi piernas.
- Con cuidadito, dijo.
- Sí, sí, respondí yo.
Lo agarré como me habían enseñado, una mano entre las dos piernas y la otra sosteniendo la cabeza, y le susurré que lo quería. Le conté que ese día había tenido clases de matemática, que odiaba los números y que la profesora me había botado del salón por habladora. No sé cuándo la enfermera salió del cuarto, pero para el momento que mi hermanito se me deslizó ella no estaba. Llegó cuando lo recogía del suelo entre lágrimas.
- Señora, señora, comenzó a llamar histérica a mi madre.
Mamá llegó, me vio bañada en lágrimas, a la enfermera llorando con mi hermano en brazos y me dijo,
- ¿ Qué hiciste?
Me paré en una esquina y me quedé inmóvil. Congelada.
Trataba de pintar ese momento: las paredes beige, la cuna celeste, a mí de azul eléctrico, y mi hermano un punto blanco. Nunca había sido una gran dibujante, pero Madame Cazolaro, la profesora, había dicho al comienzo de la clase que eso no importaba, Dibujen la escena, tal como la recuerdan. No dibujen todo el episodio, sólo el momento exacto. El momento de la culpa, se refería.
El lienzo estaba sobre un caballete y no estaba yo sola en el salón de techos altos y paredes grises que me recordaba a una catedral. Habrían veinte personas dispersas por todo el espacio. A mi lado estaba Salvador, el anciano de la cabeza rapada, quien cada cierto tiempo se quejaba de su pintura.
- No logro que me quedé cómo sucedió. La tuya luce bien, me dijo.
- ¿Cuál es el punto de todo esto?
- Utilizan el método de la repetición didáctica. El objetivo es que a través de actividades como la pintura, la música y la cerámica, dibujes tu culpa, la escuches, la tararees y la moldees hasta que la domines.
- ¿Y ese momento llega?
- No soy la mejor persona para responderte eso.
Es cierto. Salvador me había dicho que era un reincidente. A pesar de que en la semana que llevaba allí habíamos conversado varias veces, no me había dicho por qué estaba allí, por qué se había ido, por qué había vuelto. Sólo hablaba de su hija, una pianista famosa, sin demasiados detalles. Mis charlas con Salvador eran mi forma de recrearme entre una clase y otra. El era además de Lucas la única persona que me inspiraba confianza.
A Lucas no lo había visto desde mi segundo día, desde aquella sesión en su oficina. Y aunque trataba de no pensar en eso, su ausencia me causaba tristeza. Pensaba que quizás mi taza lo había asustado y había decidido no tratarme más.
Sabía por Salvador que Lucas vivía ahí, no sé en qué piso, y que generalmente trataba a los recién llegados, o recién llegadas. Por alguna razón, las mujeres tenían guías hombres y los hombres viceversa. Por algo de cómo cada género asumía las culpas, me había explicado Salvador. Sabía también que Lucas salía de ahí sólo una vez al mes, en las madrugadas, y regresaba en las noches, y sabía que las sesiones con él podían variar de una a cinco veces por semana. ¿Cuándo me tocaría de nuevo?
Después de las clases de pinturas, no hice mucho más. Los días allí pasaban muy lentos. Quizás era parte del tratamiento, me decía. Me fui a mi cuarto temprano pues no tenía ninguna otra actividad en el horario. La luz del cuarto estaba todavía prendida, cuando escuché que llamaban la puerta. Solté, las agujas y el rollo de lana –parte de las repeticiones didácticas supongo– y me levanté de la cama.
De nuevo los ojos azules detrás de la puerta me sorprendieron. Tal como ese primer día.
- Acompáñame, me dijo.
Y cerré la puerta.

martes, 16 de diciembre de 2008

Mis culpas en una taza. Parte II

Apenas se abrieron las puertas blancas corredizas vi los ojos azules de Lucas.
Me tranquilicé. Su presencia me sedaba. Me preguntaba si sería casualidad.
- Bienvenida, me dijo.
Al otro lado de la sala de espera había un corredor largo, blanco también, con un montón de puertas de lado y lado. Cuartos supuse.
Estaba sola. Nadie más salió de la sala de espera conmigo. Yo fui la última. Me pregunté que significado tendría eso.
-Tu cuarto es el 777. Y estás en el piso 7.
- ¿Es eso bueno? ¿Cuántos pisos hay?
- Nada es bueno, ni malo. Tranquila, no estarás para siempre en el 7.
- ¿Cómo funciona esto?, quise saber.
- Este -y me entregó una hoja, es tu horario de la semana. Ahí está todo lo que tienes que saber, por ahora. Las clases, las sesiones, los paseos y las horas de las comidas. Yo soy Lucas, tu guía.
- ¿Mi guía? Pensé en el significado de su nombre. Tenía sentido.
- Sí, mientras estés aquí necesitarás un guía.
- Entiendo, dije mintiendo.
- Sé que no lo haces, pero pronto lo harás.
Quise saber que hacía alguien como Lucas en ese lugar. Y digo alguien cómo él, porque su calidez venía de otra parte, no provenía de los salones blancos y negros.
Lucas interrumpió mis pensamientos.
- Es tarde, nos vemos mañana, a las 6. Ahí lo tienes en el horario. Ahora vete a descansar.
No me quedaba otra opción. El lugar parecía desolado. Y en realidad no sabía dónde habían ascensores, si los había, ni siquiera sabía cómo volver a regresar a la recepción. Salvador, el anciano de la cabeza rapada, y Lucas el de los ojos azules, eran las únicas dos personas que conocía. Y la señorita enmoñada, pero ella no cuenta.
El 777 estaba al final del pasillo. Un poco obvio pensé. Último piso, último cuarto. No había llave. Quién iba a entrar, y qué se iba a llevar, si además del pantalón y la camisa blanca que tenía puesta, no tenía nada. La ropa y los zapatos se quedaron en el cuartico a donde me llevó la señorita enmoñada. El cuarto no era blanco, ni era negro. En realidad no vi el color porque la luz estaba apagada y no había interruptor, pero no creo que tenga ninguna importancia.
Había una cama, individual, bien tendida, con una almohada cómoda, una mesa de noche, con un vaso y una jarra de agua encima. Me preocupó que no hubiese despertador. ¿Cómo me despertaría a tiempo? No le dí más vueltas. Un sueño denso me invadió y me quedé dormida sobre la cama tendida. Me desperté no sé a que hora, porque la luz de mi cuarto se prendió.
Me lavé la cara, en el bañito modesto que tenía la habitación, y salí. En el corredor, ayer vacío, hoy habían decenas de personas. Decidí seguirlas. Hice bien. Llegué a la cafetería. En un plato hondo me sirvieron un pudín espeso de color morado. No sabía mal. En realidad no sabía.
Encontré los ascensores a la salida de la cafetería, y marqué el -1. Cuarto -111.
Toqué la puerta.
Los ojos azules de Lucas me dieron los buenos días. Él, sin embargo, no dijo palabra. Me indicó con un gesto que me sentara en la silla. Le hice caso. No se que me pasaba. No se por qué no hacía preguntas. Me sentía tan liviana. Tan no dueña de mí misma. ¿Habría sido el pudín morado? Poco importaba ya.
Lucas se sentó enfrente mío, y cuando vi lo que tenía en sus manos me sentí aterrorizada.
- ¿Es esa...?
- Tus culpas.
La taza de ayer, la que se había llevado la señorita enmoñada el día anterior, ahora estaba ahí amenazándome con volver a desbaratarme. Con volver a desgarrarme, como ayer.
Supongo que Lucas vió el terror en mi cara, porque me dijo, que me tranquilizara, que iríamos poco a poco. Comenzaríamos con la primera de las imágenes, dijo. Con la primera de las culpas.
Y entonces me ví de niña, en el cuarto de mi hermano, en la vieja casa de Altamira, parada en una esquina. Congelada.
- ¿Sabes que no lo dejaste caer a propósito, verdad? ¿Sabes que no le pasó nada?, preguntó.
Sabía todo eso. Igual me dolía. Igual sentía una culpa inmensa.
¿Cómo podría quererme si la primera vez que lo sostuve, lo dejé caer?, pensé.
El resto del tiempo estuve en silencio. Lucas también. Nadie dijo nada. Sólo nos quedamos ahí, ni siquiera mirándonos. Me estudiaba, supuse. ¿Estaba ahí para ayudarme, no? No se cuantas horas pasaron hasta que me dijo, Es suficiente por hoy.
Volví al 777. Me acosté de nuevo en la cama tendida. Recordé todo. Maldición, me dije. Si tan sólo no tuviese memoria. No estaría aquí. Pronto, un pensamiento que no había venido a mi mente comenzó a asustarme. Lucas conocía todas mis culpas. ¿O no?

lunes, 15 de diciembre de 2008

Mis culpas en una taza. Parte I

Porque la culpa me persigue hasta en mis sueños.
No sé cómo llegué al lugar. Sólo recuerdo que estaba vestida con un taller de falda y blazer, cosa inusual en mí, que odio los talleres, y que llevaba el cabello recogido en una cola. Cosa también inusal en mí, que suelo llevarlo suelto y alborotado. Estaba vestida acorde. Todos los demás vestían igual: de negro. De hecho, todo era negro, con la excepción de los sillones, y el mostrador que eran blancos. Creí estar en el lobby de un hotel minimalista pero esta hipótesis se desvaneció en cuanto llegó una señorita, menuda y con un moño en la cabeza, con unos papeles. Tachó mi nombre de una lista y me dijo que me estaban esperando. Que hiciera la línea pues pronto sería atendida.
Llegué al mostrador y otra señorita menuda y enmoñada me preguntó mi nombre. Se lo dije. Me sonrió con una mueca y me dijo, Por su puesto. La estábamos esperando. La señorita se fue y yo me quedé mirando a mi alrededor. La gente no caminaba, flotaba. Es decir, no literalmente, pero no hacían ruido al caminar. Todos susurraban. No entendía en dónde estaba pero sabía perfectamente que estaba donde tenía que estar.
Señorita enmoñada II me entregó una taza.
- Ya sabe que hacer, dijo.
No sabía, pero supuse que debía beber de ella. Me equivoqué. La taza no era una taza. O si lo era, pero el líquido no era para beber, era una pantalla. Una pantalla dónde pasaban escenas de mi vida. Escenas que yo no quería recordar. Escenas que me avergonzaban, que me daban dolor de estómago, dolor de piernas, dolor de huesos.
Me vi de niña en el colegio de monjas. En la universidad. Vi a mi querida madre. Recordé las cosas que le dije. Ví todas las veces que la herí. Lo vi a él. Y a otros más. Y sufrí por él. Porque lo hice sufrir. A sabiendas. Vi todas las veces que hice y dije lo que no debía. Vi todas las veces que hice trampa, todas las veces que mentí, mentí y mentí. Vi todo eso. Vi mucho más. Y me sentí culpable. Horrososamente culpable. Y entendí porque estaba ahí.
Señorita enmoñada II se llevó la taza, me dijo que firmara mi ingreso y me entregó un pantalón y una camisa blanca. Firmé. Me señaló donde debía cambiarme y me dijo que esperara allí, que llegarían a buscarme. Así sucedió.
Un hombre vestido de blanco, no de negro como todos los demás, se presentó.
- Hola, soy Lucas.
Lucas tenía ojos azules y una mirada tan cálida que acabó con todo el frío del lugar. Con el blanco y negro. Con los susurros. Con el silencio. En los ojos de Lucas no había culpa.
Con una tarjeta magnética abrió las puertas blancas de un salón.
- Espera aquí hasta que todo esté listo.
¿Qué era lo que debía estar listo? No quería que Lucas se fuera. No quería estar sóla.
No lo estuve. En la sala de puertas blancas y paredes igual de inmaculadas habían más de 100 personas. No conocía a ninguna. No quería hablar. No quería ser vista. Sólo quería volver a la taza. Me senté en un banco también blanco al lado de un anciano de cabeza rapada.
- Me llamo Salvador. Yo también acabo de llegar. Pero yo soy un reincidente
Me atreví a preguntarle. - ¿En dónde estoy? Me siento en el purgatorio.
- Casi.
Rió.
- Estamos aquí para eliminar nuestras culpas. El contrato que firmaste, ¿te acuerdas?
- Sí, respondí.
- Los autorizaste a retenerte aquí hasta que no tengas más culpas.
- ¿Y eso es posible? ¿Es esto un sanatorio?
- No les gusta que lo llamemos así.
- ¿Y este salón para qué es?
- Es una sala de espera. Están organizando nuestros cuartos y nuestros horarios. Una vez que tengan todo listo, empezaremos.
- ¿Qué horarios? ¿Qué empezaremos?
- Disculpa querida, me han llamado.
Se abrieron las puertas blancas del otro costado del salón y Salvador y otras 10 personas más, hombres y mujeres, todos adultos, salieron. Todo estaba listo para ellos.
¿Cuándo llegaría mi turno?

jueves, 11 de diciembre de 2008

Champaña a media mañana


Los placeres de la vida saben mejor, lucen mejor, suenan mejor, se viven mejor, cuando los hacemos no en el momento adecuado ni en el previsto, sino cuando nos da la gana. Fede, mi costilla, siempre me ha dicho esto. Vístete de lujo sólo para salir a pasear al parque. Desayuna con bombones. Píntate los labios de rojo para ir a la panadería. Los placeres imprevistos se gozan mejor.
Mi querida madre dice que la vida son momentos, y aunque la frase no me puede parecer más pavosa, comienzo a pensar que tiene razón. Y si la vida son momentos, entonces hay que llorarlos o reírlos tal cual vengan, y después, dejarlos ir hasta que vengan otros igual de buenos o igual de malos. Y así se pasa la vida. Una retajila de momentos en el tiempo.
No pensé en todo eso cuando Licantro abrió la botella de champaña a las 11:00 AM sino cuando ya tenía la copa por la mitad. El último clic en la computadora significó el fin de una idea que se gestó hace dos años, pero que todavía temo confesar pues no ha pasado de posibilidad a hecho.
Así que ambos nos paramos de la computadora -Licantro ha sido parte de todo esto así que el estuvo presente para el último clic- nos echamos en el sofá y escuchamos a Michael Buble cantar Me and Mrs Jones.
Y sí, no es un cliché, la champaña sabe mejor en la mañana, justo después del cereal y la omelette, todavía en pijamas. No me tome sólo una copa pues bien es sabida la regla de los espumantes, una vez que se abre la botella hay que tomársela toda porque si no se daña.
A partir de aquí no se que pasará. No sé si la posibilidad se convertirá en hecho, pero si sé que no habrá otro primer último clic, asi que celebré ese momento con champaña y sin culpas.
Salud!

martes, 9 de diciembre de 2008

Me confieso culpable

Me confieso culpable de no tener palabra.
De decir que no volvería a este blog antes de terminar lo que hace mucho tiempo empecé, y no hacerlo.
Culpable de hacer y hacerme promesas que se que nunca cumpliré. Salir a caminar todos los días, no beber alcohol por un año, eliminar los carbohidratos de mi vida. Hacer aunque sea una cosa útil, verdaderamente útil, en el día.
Me confieso culpable de mentir con frecuencia. Nunca cuando escribo. Casi siempre cuando hablo.
Y me confieso aún más culpable de no sentir culpa por mentir.
Me confieso culpable de sentir demasiadas culpas, a veces, y otras veces, de no sentirlas.
De causarle dolor a otros con frecuencia.
De procurarme dolor a mi misma.
Me confieso terriblemente culpable por odiarme a veces, por no tenerme paciencia.
Me confieso culpable por pasar todo un día arropada en el sofá sin hacer nada. Y a veces por pasar dos.
Me confieso culpable de no hacer las cosas que se supone debo hacer, y entregarme a aquellas que simplemente quiero hacer. Como escribir este blog.
De no saber establecer prioridades, de ni siquiera saber que significa la expresión.
La culpa esté en mi mente casi todo el tiempo. No se cómo de deshacerme de ella. No sé para qué la necesito.
Me confieso culpable de no saber lo que quiero. De a veces ni siquiera saber qué es lo que no quiero.
De vivir en un desorden. De ser floja y perezosa.
De no recoger las cosas que se caen en el piso de mi casa por simple fastidio.
Me confieso culpable de tener miedo. Miedo de si podré, de si no podré. De si seré o no seré. De si lo lograré o no lo lograré.
Me confieso culpable de dejar que la ropa sucia se acumule. De dejar que los platos sucios se acumulen. De dejar que la vida se me acumule.
Soy culpable por perder el tiempo. Casi todo el tiempo.
Me confieso culpable de preferir leer Glamour que The New Yorker. De no leer todo lo que una periodista debería.
Me confieso culpable de no saber si el periodismo es para mí, pero soy aún más culpable de no poder dejarlo.
Me confieso culpable de no escribir lo suficiente. De no saber qué es "lo suficiente".
De ignorar los sabios comentarios de mi querida madre sólo por llevarle la contraria.
De ser inmadura e infantil y de no estar segura si quiero cambiar.
De chequear cuantos resultados sobre mi nombre arroja google.
De ser egolatra y egoísta.
Me confieso culpable de ser la autora de un reportaje sobre los blogueros venezolanos que causó un profundo desagrado entre esta comunidad.
Me confieso culpable de no sentir ninguna culpa por haberlo escrito, pues no escribí lo que yo pensaba, si no lo que los entrevistados pensaban de si mismos.
Y después de todas esta culpa, y después de todas estas confesiones, me pregunto yo, ¿para qué sirve la culpa?

lunes, 1 de diciembre de 2008

Pavo en la mesa del 7-d, Y la que escribe se va un rato (pero vuelve).


Esta entrada que llega tarde pues Thanks Giving fue hace ya cinco días venía con todo, tal como este pavito que está en la mesa y que fue concebido, es decir preparado, por Licantro y yo en los fogones del 7-d. Venía con el cuento de cómo mi querida madre me regaló de sorpresa un pavo precocido, que llegó a mí en una bolsa de plástico, y no me dejó más remedio que averiguar (gracias a Oprah el día antes había agarrado unos tips) cómo se hace un pavo.
Venía esta entrada con el realto minucioso de las 10 veces que Licantro y yo debimos sacar al pavo del horno para bañarlo en su propio jugo, como si fuera un niño chiquito que hay que sacar de la bañera porque se le arrugan los dedos. Venía incluida en esta entrada lo extraño que es celebrar una tradición prestada. Lo divertido y forzado que puede resultar. "El graving se le pone al pavo o al puré de papa. ¿Qué hago con esta cosa morada que y que de craberry?"
Contaría en esta entrada sobre el llamado black friday, cuando las tiendas rebajan la mercancía desde las cinco de la madrugada, y la gente entra cual manada enfurecida (literalmente pues desgraciadamente debido a esto murió un trabajador en Walmart).
En este mismo post contaría también cómo no he vuelto a comer desde entonces, porque ya no me cabe más nada. Sin embargo, todas estas ideas que escupo sin darles el lugar que merecen, quedan, junto a todas mis otras entradas, sobre la mesa del 7-d, mientras que yo me voy, no a comer pavo, sino a terminar algo que empecé hace dos años y que en dos semanas llega a su final. Vuelvo para entonces, para echar ese cuento y los otros que se me atraviesen en el camino.
À bientôt

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Vestirse en el frío (y) III: Those bitches

Estaba oscuro pero no era de noche. Luciana y yo nos fuimos del curso directo a Whole foods, en el Times Warner mall en Columbus Circle, a averiguar sobre nuesatro menu de Thanks Giving. Después de terminada la investigación, pensé que era temprano para volver a la casa. Licantro no llegaría de la universidad en menos de dos horas.
Hace días, Lu me había hablado de un bar, especie de lugar de catas, donde la gente toma vinos que escoge a través de una touch screen, al más puro estilo de Tom Cruise en Minority Report, y pensé que podríamos tomarnos un trago.
- Tu queriéndote tomar un trago en vez de correr a tu casa a ver series, me dijo la rata esa (forma cariñosa de llamarte Lu, no te molestes).
Sin embargo tiene razón. Definitivamente en otras circunstancias hubiese querido irme a mi casa, pero hacía tres grados bajo cero, y aunque ya tenía a Mystique conmigo, no quería sentir el viento helado en la cara. Una copita de vino me calentaría antes de salir.
Por supuesto que el plan no salió como lo concebimos, y una copita de vino se convirtió en cuatro de un espumante brasilero cuyo nombre, Mielo, me resultó poético, y en un chismorreo constante, no sé cómo, porque Lu y yo nos vemos todos los días y no entiendo como siempre tenemos tema de conversación.
Hablábamos de si un lugar así sería o no, una buena inversión en Caracas cuando la vimos llegar. Era rubia, adecuadamente despeinada, con unos ojos grandesa marrones y una nariz larga y respingona. Era flaca, flaca. Y su atuendo era como salido de un aviso publicitario de Vanity Fair. Llevaba un vestido negro, un trench coat beige, unos peep toes marrones (nada de medias) y una cartera mostaza. Llegó con todo su allure despistado y besó en el cuello a un chico bien parecido de cabello negro que antes de su llegada no hacía sino mirar la hora. La esperaba, suponemos.
Lu y yo nos miramos y pensamos lo mismo: That bitch. Ambas teníamos por lo menos tres suéteres y parecíamos unas hallaquitas. Mystique y el, no tan exagerado, abrigo de Lu estaban escondidos bajo la mesa. Menos mal. Después de la llegada de la rubia de allure despistado, vimos a las otras, a las que estaban ahí desde hace un rato. Sólo llevaban suetercitos y chaqueticas chic de una telita tan delgada como el papel. El lugar no tiene guardarropas, así que asumí que mientras yo andaba como un bojotico, muerta de frío, ellas andaban como maniquíes, espero, muertas de frío.
Deseé que tuvieran frío. Me parece francamente injusto que caminen por la calle a menos tres grados bajo cero, sin medias, sin bufanda, sólo con un trench coat y que no sientan frío. Imaginé que la rubia se congelaría al salir de lugar, y reí en mi interior, y mi exterior. Pero al día siguiente cuando también hacía varios grados bajo cero, las vi, no a las mismas, claro, a otras, pero iguales, con sus vestiditos, y sus camisitas, y sus zapaticos, y vestidas justo como en las revistas. Excepto que cuando toman esas fotografías para las revistas, en que las mujeres están cubiertas sólo por un sueter tejido sin nada más las abrigue, hace más de 30 grados centigrados, y aquí en la realidad, sale humito frío por la boca. Las odié. A la rubia de allure despistado. A las otras del bar. A las que veo en la calle. A las que andan bellas y espigadas como gacelas, mientras yo parezco un bollito. Those bitches.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Vestirse en el frío II: El ganso que llevo encima

Sí, la de la foto soy yo, para los que me conocen y no me pueden ver, y para los que no me conocen y tampoco me pueden ver. La sombra del piso es Licantro, mi esposo, a quien le pedí la imagen para esta entrada. Ahí estoy en la estación de Toms River, un pueblo de veraneo en New Jersey, que ahora en el invierno está desolado. Mientras el termómetro estaba a tres grados bajo cero, yo estaba cubierta por este ganso.
El abrigo con pelos de coyote (creí que eran de conejo pero estaba equivocada, revisé la etiqueta) en el gorro, muy a la moda esquimal, está relleno de plumas de ganso. Pobres gansos! Yo, la verdad es que me enteré de que las plumas de estas aves eran las que más calentaban por unos tíos que viven en Canadá y que cada año tienen que soportar un invierno de menos 30 bajo cero. Ellos me dijeron, No compres otra cosa que no sea Canada Goose.
Si algo aprendí yo en mi año en Francia es que con el frío no se juega. Osea, al cuerpo hay que darle todo el abrigo que pida y yo, trato de no pensar en los gansos desplumados y los coyotes pelados, que no he querido averiguar cómo los tratan (es decir matan), y en la página web de la marca tampoco sale. Obvio.
Cuando hace una semana el termómetro bajó de cero, me fui con Licantro y Luciana a una tienda de artículos deportivos y de invierno.
- Disculpe señor, yo vengo de El Caribe, en mi país no hay invierno y no soporto el frío. ¿Qué es lo más caliente que tiene?
El señor de bigoticos me buscó el mamotreto alcohado que ya yo había visto en internet y que responde al nombre de Mystique Parka y otros dos, de otra marca.
- Estos son todos de down (plumas). Son suficientes para el frío de Nueva York.
- No señor, usted no entiende. Cuando hace 16 grados yo me pongo dos suéteres. No necesito algo "suficiente", necesito lo más caliente que tenga para usar en la ciudad.
Me probé el Mystique, recordé lo que me dijeron mis tíos canadienses, traté de no pensar en el precio (mis ojos cuestan menos, bueno también es que soy miope) y me lo compré.
Salí de la tienda con el ganso encima, mientras mis dos acompañantes temblaban de frío, y yo avanzaba por las aceras del Village feliz y campante, sin sentir nada, pero nada, de frío. Bendito sean los gansos, el pobre coyote, bip bip, y el señorsito de bigotes que bien me dijo, Las plumas de ganso son el mejor aislante de frío que existe.
No me importó ese día, ni tampoco ahora, que algunos se me quedaran mirando con cara de, Esta cree que está en Siberia, y tampoco me importó que pesaba 4 kilos y tumbaba la silla del restaurante donde lo guindé. Yo feliz y calentita con mi ganso, diseñado según dice el cordoncito que le guinda del cierrre, especialmente para expediciones.
Como todo enamoramiento, el mío de una semana y media con mi Mystique Parka ha tenido sus etapas. Primero de adoración absoluta, luego el orgullo de ser yo la más abrigada, luego vino la esperanza, Con esto sí que aguantaré el frío, y luego por supuesto, vinieron otras verdades.
Pasé dos días antes de descubrir que el ras ras ras no tan melodioso que me perseguía no era sino el ruido que hacía la tela del abrigo al rozarse. Tres en darme cuenta de que el abrigo ocupa casi el mismo espacio de una persona, y que acá en Nueva York son cada vez menos los lugares con guardarropas, así que cuando voy a un lugar nocturno, lo mejor que puedo desear es una esquinita donde pueda lanzar a mi mamotreto acolchado y cuatro para aceptar que yo y mi Mystique no cabemos en un sólo asiento del metro. Si me esfuerzo a entrar a cómo de lugar en el espacio, no puedo moverme, ni leer un libro, ni sacar nada de la cartera, porque posiblemente golpee a alguien sin quererlo.
Poco a poco voy asumiendo mi cuerpo de una manera distinta. Ahora no soy yo sola. Ahora somos yo, y el mamotreto acolchado. Yo y el montón de plumas de ganso, que vamos a todas partes juntitos. Al cine, yo y mi ganso. A un bar, yo y mi ganso. A clases, yo y mi ganso. Al supermercado, yo y mi ganso. Yo y mi ganso de paseo por la ciudad.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Vestirse en el frío I: ¿Cuánto peso?

Desde hace una semana el termómetro bajó primero a 5 grados centígrados, luego a 3, y desde hace tres días está entre menos 1 y menos 3 grados bajo cero. Mientras el termómetro baja, la cantidad de ropa aumenta y mi peso sube. Aquí un cálculo a ojo por ciento de cuánto peso yo por estos días:

Mi propia humanidad: 55 kilos. Está bien 57, hay que decir la verdad (ahí están incluidos los supuestos 20 gramos que pesa el alma).
Ropa térmica (camisa y pantalón): 50 gramos (son de seda, así que son livianos)
Jeanes: 1 kilogramo.
Franela: 280 gramos.
Sueter cuello tortuga: 60 gramos.
Sueter de lana grueso: 1 kilogramo.
Chaquitica tipo blazer para lucir trendy: 50 gramos.
Medias: 10 gramos (son de lana)
Botas para la nieve y la lluvia: 2 kilogramos.
Abrigo de plumas de ganso, con pelo de conejo en el tope: 4 kilogramos.
Cartera Mery Poppins con libro, botella de agua, paraguas, maquillaje, portamonedas, bolígrafos, cuaderno, guantes, y gorrito (por si el frio aprieta): 10 kilogramos.

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Total totaaaaal (con musiquita de Guillermo Fantástico González)
Vestirse para invierno: 77 kilogramos.
Moverme en el metro, apreturrarme en el ascensor, sentarme en una silla, dar un paso, buscar algo en la cartera: más de dos minutos por actividad.
Fórmula final: Más frío= más ropa= más peso= más minutos para moverme cada día.
Conclusión: Un poco obvia; el invierno requiere demasiado esfuerzo y energía.
¿Podré soportarlo?

jueves, 20 de noviembre de 2008

La serena felicidad de Caterina Azulejo

Llegué al salón y Caterina Azulejo, nuestra profesora suplente (el calvo cuarentón tuvo un asunto familiar) estaba hablando con dos de mis compañeras. Sólo puede oir que les decía, que ella se había dedicado a llevar una vida feliz y a no trabajar demasiado. No sabía nada de Caterina Azulejo, nunca había escuchado su nombre, nunca antes la había visto, sólo sabia que estaría allí, parada frente a nosotros 20, por tres horas. La compadecí. Mi clase puede ser un tanto salvaje.
Al hablar me di cuenta de que Caterina Azulejo no tendría problemas manejándonos. Ella estaba genuinamente interesada en nosotros, y nosotros, cosa rara en estudiantes, estábamos interesados en ella. Al principio me asusté pues empezó con el cuento trillado del círculo para conocernos, pero pronto Caterina Azulejo comenzó a hablar de su vida y todo se hizo silencio. Cuando Yulia, una chica con cabello negro salvaje, ojos de gata, y un ligero parecido a Angelina Jolie dijo que era de Uzbequistán, Caterina Azulejo, le respondió "me encanta tu país". Los ojos de Yulia saltaron. Uzbequistán no es precisamente un lugar turístico. Caterina, le dijo que la batola azul que tenía puesta y los zarcillos de piedra los había comprado allí.
El círculo siguió y a medida que cada quien develaba su nacionalidad y la historia de su país, señalaba en un mapa el lugar. Caterina Azulejo conocía por lo menos 15 de los 20 que tenían representación en esa clase y de cada ellos conservaba objetos y muchas fotos. A la Azulejo no le gustaba hacer turismo tradicional, ni de lujo, ni confortable. Ella quería conocer las historias cotidiana de las tierras que visitaba.
Caterina Azulejo era una mujer interesante, pero eso no fue lo que me atrajo de ella. Fue su apariencia tranquila, serena; sus pasos suaves, como si pisara sobre algodón, su rostro plácido, lo que me llamó la atención, sobre todo tratándose de una neoyorquina. Bien se sabe que los que viven aquí, caminan apurados, con los cafés hirviendo en la mano, y el periódico debajo del sobaco. El cuerpo de Caterina Azulejo decía, "estoy dónde quiero estar".
Al terminar la clase me acerqué a Caterina Azulejo y le pregunté cómo era que una neoyorquina, nacida y criada en esta ciudad, no estaba obsesionada con el trabajo, y vivía la vida como se debe vivir, es decir (y me disculpo por la reiteración) vivíendola.
Le dije, Caterina, por qué luces tan feliz.
Me dijo, Lo soy.
Le pregunté cuál era la clave. Me dijo, La familia.
Le dije, Tiene que haber algo más. ¿Meditas, haces yoga, escribes, lees, haces pilate?
No, me dijo. Sólo me rodeo de quienes quiero y viajo. Sólo gasto en viajes. Viajo mucho. Y cuando me canso de viajar, viajo más, siempre con mi esposo.
Me dio pena seguir interrógandola, pero me tragué mi pena y seguí preguntando.
Perdona tú Caterina si soy muy metiche, le dije, Pero quiero saber yo, que vivo como si tuviese 16 vidas y no una sóla, por qué tú luces tan serena. Caterina Azulejo, estiró sus brazos, su batola azul se movió, y pensé en ella como en un ave celeste.
Me respondió, Y dime para qué me voy a apurar. No tengo otro lugar a dónde ir después de aquí. Entendí que hablaba de la vida y no de la clase de inglés. Paré el interrogatorio, no porque estuviese satisfecha sino porque me sentía frustrada. La envidié. Quise ser un ave celeste. Quise comprar batolas en Uzbequistán. Quise caminar sobre algodón. Quise ser serena, felizmente serena. Quise ser Caterina Azulejo.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Gustavo Dinamo


Salió vestido de esmoquin, radiante, con ese caminar arrastrado que él tiene, saludó a sus músicos y se paró en el podio. Tenía el lazito del esmoquin bien hecho, así que asumí que alguien lo había ayudado. Imaginé cómo fueron esos minutos antes y recordé aquella vez hace dos años en el Teresa Carreño, cuando todavía no tenía la fama que lo envuelve ahora, pero ya vivía a un ritmo precipitado que lo llevaba de un lugar a otro casi sin él quererlo. Imaginé que Eloisa, su esposa, seguro estaba en el camerino, dándole un beso y un abrazo, y diciendole Pici (viene de Principesco) tú puedes.
El domingo 16 de noviembre a las 2:10 pm Gustavo Dudamel levantó la baqueta y la música de Leonard Bernstein comenzó a sonar. No estaba esta vez con los jóvenes músicos de la Orquesta Simón Bolívar ni en La Sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño en Caracas, sino en el Carnegie Hall de Nueva York, dirigiendo a los músicos de la Filármonica de Israel. No habrá comido esta vez los pastelitos de pollo de la cafetería del TTC como aquel día en que lo entrevisté por primera vez, sino tal vez un hot dog o un slice de pizza. Pensé que estaría cansado, cómo no con una gira de conciertos por varias ciudades de Estados Unidos, una agenda que hace dos años estaba copada hasta 2012 y un entourage de managers, publicistas, músicos, amigos y fanáticos que quieren todos un pedazo de él.
Sé, porque él me lo dijo y porque lo vi en Caracas, que cuando Gustavo se monta en el podio no existe sino el podio, sus músicos, y él, y tal vez esa comunicación íntima e intensa es el origen de esa enegría que grandes conductores como Simon Rattle y Zubin Mehta han alabado en él. "Dinamo" lo llamó la revista New York Magazine en el número que anunciaba el concierto en el Carnegie Hall.
Gustavo comenzó el concierto confiado pero tímido con Leonard Bernstein y terminó enérgico con una tonada popular de origen brasilero llamada Tico Tico. Muy al estilo de eso que suele hacer con sus músicos de la Simón Bolívar y la canción Mambo. El resultado fue más o menos el mismo que en otras ocasiones. Un público conmovido, agitado, enérgico, que gritaba su nombre y aplaudió por 20 minutos aún cuando la mayoría no eran venezolanos, ni siquiera latinoaméricanos. La viejita que estaba sentada a mi lado me dijo "he is adorable" derretida en aplausos y "he is like a rockstar, you should be proud of him", cuando supo que era venezolana.
La entrega de Gustavo, en parte razón de su éxito, proviene, me atrevo a decir, de una especie de quiebre con la realidad o de un desinterés, no arrogante, no a propósito, sino más bien natural y espontáneo hacia todo lo que no es música. Por eso, tal vez, no sabe hacerse el nudo de la corbata, ni ponerse el lazo del esmoquín. Por eso olvidó cuál era el tren que tenía que tomar para ir a dónde ganó el concurso de Mahler para jóvenes directores, o perdió el papelito en el que Eloísa su esposa le anotó el teléfono la primera vez que se conocieron.
Todo eso, por supuesto tiene poca importancia cuando es el director de la Oquesta Filarmónica de Los Ángeles, ha dirigido frente al Papa, tiene un perro caliente que lleva su nombre en Los Ángeles (está relleno de chile) y es catalogado por el New York Times como el director mas hot del planeta. Gustavo es joven (tiene 27 años), no es mal parecido, es carismático y tiene unos rizos que según la propia Carolina Herrera lo hacen lucir único. Gustavo es un dinamo. Como lo dijo mi vecina de asiento, un rock star.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Los chismosos de la esquina

Todas las tardes, después del trabajo, hacían lo mismo. Se reunían en la taguara de la esquina a beber cervezas y hablar de la gente. Hablar bien, mas o menos bien, mal, y a veces ni siquiera ninguna de las anteriores, sino una versión totalemente nueva y aislada de la realidad que ellos enhebraban y convertían en una historia que parecía engendrada por un híbrido de Corín Tellado y Chepa Candela.
Eran tres chismosos. Un flaco bien flaco, una retaca chillona y una alta malhumorada a la que le encantaba quejarse todo el día. La mayoría de las veces hablaban de la gente con la que trabajaban y otras, muy pocas veces, de sus pequeñas vidas.
- Yo creo que a él le gusta ella, decía el flaco bien flaco.
- Para mi ella lo está sonsacando, decía la retaca chillona.
- Además, ¿viste como vino vestida hoy?, respondía la alta malhumorada.
Y esa conversación podría extenderse por una hora. Luego caminaban al metro y de ahí, cada quien para su lado, o para su vida. La retaca chillona llegaba a casa de sus padres en Santa Eduvigis, les preparaba la comida, hacia su lonchera, sacaba su ropita para el día siguiente y se sentaba en el sofá a hacer crucigramas, mientras pensaba en por qué el chico de la oficina, aquél del que había estado hablando en la taguara de la esquina, miraba a esa y no a ella, que merecía más ser feliz.
El flaco bien flaco, llegaba al apartamento que compartía con su abuela en Los Dos Caminos, a alimentar sus dos gatos, y a pensar en cuándo sería el día en que pudiese decirle a todos su verdad. Cuando podría ser cómo quería y no cómo su abuelita, muy vieja para darse cuenta de que su nieto era gay, quería que fuese.
La alta malhumorada decía a todos que se iba a su casa en San Bernardino, pero en realidad se iba a ese hotelito en Sabana Grande a encontrarse con su novio, un escultor cincuentón, con quien dormía desde hace 3 años, y quien le prometía todos los días, que esa noche sí hablaría con la esposa.
Los chismes habían pasado y sus miserias habían llegado. Pero luego, al día siguiente, o al otro, se volverían a encontrar. Pedirían tres cervezas y tres arepas, y por una hora se olvidarían de sí mismos. Hablarían entonces de la nueva de la oficina, del mal aliento del jefe, de cómo la pasante iba siempre con las lolas afueras. De todo, menos de ellos. Mirar a los otros siempre es más fácil y seguro que mirarse a uno mismo. Eso lo saben los tres chismosos de la esquina.

martes, 11 de noviembre de 2008

Socialité, barrendera o dama de compañía

Antes que mi nombre, de dónde vengo, o dónde vivo, la primera pregunta que me hacen aquí en cualquier ocasión, es decir reunión, almuerzo, clase, conversación con una desconocida, es en qué trabajo. O cómo más les gusta decir: "What do you do?", cuya traducción literal es ¿tú qué haces?
Cuando trabajaba en la página web no me había percatado de esto pues tenían una respuesta segura y certera que satifacía a todos. "What doy you do?"; "I work at an online newspaper for the hispanic community in New York". Y ya. Uno o dos comentarios y cambio de tema.
Ahora que ando enfocada en mejorar mi inglés y aplicar para un master, la respuesta no parece ser la esperada. No creo que sea porque en realidad les importe mi porvenir, sino porque no la entienden. "So you don't work?" Como si mejorar el inglés y estudiar no fuese un trabajo tiempo completo.
La semana pasada cuando asistí de oyente a una clase en Columbia University, una perfecta, o mejor, imperfecta desconocida me preguntó de qué vivía, es decir cómo obtenía dinero. Como si eso fuese problema de ella, o de alguien más aparte de mis familiares y amigos.
Le conté a Sofía, mi amiga del alma, la anécdota, y por supuesto comenzó a darme ideas de qué podía contestar. "Ya sé, di que eres barrendera, y que te sientes realizada, que no creiste que barrer las calles de Nueva York pudiese gustarte tanto. O que trabajas como dama de compañía de altos empresarios, te llevan a las mejores fiestas, los restaurantes de lujo y ganas un platal. Te apuesto que si dices eso, más nadie te va a preguntar más nada". Y así, Sofi siguió por un buen rato, haciéndome morir de risa del otro lado del teléfono. La última de sus ideas fue que dijese que sufría de síndrome de colón irritable y que me habían botado del último trabajo por algunos problemitas digestivos nada elegantes. Un poco extrema, creo que prefiero la historia de la prosti de lujo.
Ayer mientras estaba en la peluquería con Luciana cambiándome el look, saqué el tema.
- Lu, ¿a ti no te pasa que la gente se queda con cara de ponchada cuando le dices que no trabajas?, le pregunté.
- Sí y lo peor es que es lo primero que te preguntan.
Lu me contó que en Boston, dónde son más conservadores que aquí, optó por decirle a unos gringos que acababa de conocer que ella era socialité. Lo dijo así en francés y le entendieron que era socialista pero Lu explicó que no, que ella era pues, millonaria y que su trabajo era organizar funciones de caridad, dirigir fundaciones, ir de compras, asistir a eventos y posar para las fotos. Me dio mucha risa saber que en verdad le habían creído y que le habían dicho que la envidiaban. Leo, su esposo, se quedó boquiabierto por la ocurrencia.
Los consejos de Lu y Sofi no difieren de los que me dio una amable desconocida en el curso de inglés. Me preguntó cuánto tiempo tenía acá, le dije que casi cuatro meses y su diagnóstico me sorprendió.
- Te felicito, empezaste por dónde tenía que ser. Todo el mundo llega aquí vuelto loco a trabajar en cualquier cosa, nadie se vuelve rico, y cuando van a buscar un trabajo mejor, no lo consiguen porque no hablan inglés o no han estudiado lo suficiente.
Cuando le preguntaban en qué trabajaba, ella optaba contestar como Lu. "Yo soy una heredera y no necesito trabajar". Todas las opciones me parecen muy creativas y seguro usaré alguna de ellas, pero en realidad no entiendo cómo le puede importar a alguien que conozco en la calle "what do I do". Metiches.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Odio mi desastre pero no sé vivir sin él

Hay una anécdota que mis amigas de la universidad nunca olvidarán. Penélope, cada vez que quiere hablar sobre cuan desastrosa soy la repite, y sus palabras vienen acompañadas de carcajadas. Cuando estudiábamos en la UCAB solíamos reunirnos en el cafetín de ingeniería en los recesos, para merendar o tomar café. Yo casi siempre andaba a dieta, y en lugar de comprar comida en el cafetín me llevaba alguna fruta. Un día, en medio de un chisme entenidísimo, me puse a buscar mi manzana en el fondo de mi maletín. Penélope me observaba atónita. Vio como sacaba papeles de chicle, cómo le sacudía las puntas de lápices a la fruta verde y redonda, cómo la separaba del resto de comida que había en mi bolso, cómo la limpiaba y me la llevaba a la boca. Después de eso, nunca se ha atrevido a meter la mano en mi cartera porque dice que le da miedo, y mucho menos ha aceptado una fruta que provenga de mi bolso.
Se que el episodio es un tanto asqueroso y me encantaría decir que es falso, pero no puedo. Es verdad y odio que sea verdad. Hoy cuando tuve que limpiar todas mis carteras y sacar pares de zarcillos, bolígrafos, papeles, mapas, pinturas de labio sin sus tapas, volví a odiar mi desastre. Este domingo lo escogí para ordenar minuciosamente mi closet. Sucede que tengo demasiada ropa y que cuando llego de la calle no la vuelvo a poner dónde va ni la arrojo a la ropa sucia. No. La dejo tirada en cualquier parte y en dos semanas mi closet se convierte en una maraña de trapos. A Licantro, por supuesto, no le encantan estos modos míos y me pidió con mucha ternura si podía ser un poquito más ordenada.
El desorden no es el problema. El desorden es síntoma de un mal mucho mayor: lo desastroza que soy. Luciana se burla pues dice que no me puede dejar sola porque hago un desastre. Hace uno meses me pidió que la acompañara a una charla en NYU sobre los MBA y mientras ella estaba conociendo a su vecino de asiento, a mi se me cayó la botella de agua, mojé todos los papeles que me habían dado, y parte del escritorio. Al verme me dijo "me volteo un minuto y esto es lo que haces".
Hace dos semanas, mi profesor de inglés nos llevó a la biblioteca a que sacáramos un libro. Me llevé uno de Marguerite Duras que sobrevivió en perfecto estado los primeros dos días y al tercero fue víctima de un tsunami en mi bolso. Se me había olvidado cerrar la botella de agua antes de guardarla en la cartera. Ahora tengo que ir a la biblioteca pública avergonzada y pagar la penalidad que supongo debe haber.
Como esos ejemplos hay muchos otros; la vez que casi incendio mi casa porque se me olvidó que había puesto cera a calentar, cuando dejé las llaves de mi casa en la planta baja y cerré la puerta del piso de las habitaciones, el día que choqué el carro contra una acera sólo porque no la vi. Todos a mi alrededor han aprendido a quereme desastroza. Licantro me llama a veces "su desastrosita", y Fede, mi costilla, dice que soy un "exquisito desastre". No sé que le ve él de exquisito, porque a mi me parece un fastidio. Hasta Penélope que quedó traumatizada con la manzana cubierta por restos de puntas de lápices, mira mis desastres con cariños. Yo no. Yo los odio. Quisiera deshacerme de todos ellos, y no voy a venir con la historia de que voy a aceptarme como soy. Esa parte de mí me resulta vergonzosa y quisiera negarla. El problema es que no puedo. Me persiguen mis desastres y me dejan en evidencia todo el tiempo. No sé cómo los otros pueden quererlos.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Sueños que hablan

Inexplicablemente, ambos habían entrado por la ventana del techo de mi cuarto y me habían llevado volando con ellos. Juntos los tres, caminábamos felices por las calles de Metz, la pequeña y fría ciudad donde viví cuando me mudé a Francia por un año.
Aquellos no eran días muy felices. La mujer que me había tocado como familia de intercambio sufría de alcoholismo y depresión y amenazaba con botarme de su casa (cosa que al final hizo). Yo tenía 18 años, llevaba cuatro meses en la ciudad, tenía pocos amigos y odiaba el frío. No entendía a los franceses, no entendía porque no me entendían cuando hablaba, y para hacer el cuento corto, me sentía miserable.
Una noche, luego de quedarme dormida en lágrimas, soñé que mis dos abuelos, ambos muertos hace algunos años, habían entrado por la ventana del techo del cuarto donde dormía y me habían llevado a recorrer la ciudad. Me llevaban cargada entre los dos y felices recorríamos los alrededores del río, la catedral, el viejo fuerte y el colegio dónde yo estudiaba. Recuerdo que mientras dormía experimentaba una sensación de placidez incomparable. Al día siguiente me levanté esperanzada y con el sueño en la mente. Llamé a mi papá y se lo conté. Se conmovió. Me dijo: "Es natural, ellos te están cuidando". Al pensarlo me dieron ganas de llorar. Todavía me dan.
Si los muertos pueden comunicarse con los vivos, no puedo asegurarlo. Algunos dicen que no. Otros dicen que sí; y cada quien que piense lo que lo haga más feliz. A mi por supuesto me hace feliz pensar que mis queridos abuelos buscaron la manera de decirme que todo iba a estar bien.
Samy, mi amiga de la infancia, quedó embarazada hace algunos meses. Una noche soñó que el papá de su esposo, a quien nunca conoció, hablaba con ella sobre la niña que iba a tener y le pedía que naciera el día de su cumpleaños. Samy, dice, conoció a través de un sueño al abuelo de su niña.
Ayer, antes de quedarme dormida me acordé del sueño que tuve en Francia. Deseé que mis abuelos viniesen, esta vez de verdad, y me llevasen de la mano, flotando por todo Nueva York: desde el 7-d a Central Park, La Quinta Avenida, Columbus Circle, El Village y así por todas partes. Así, me sentiría más liviana, avanzaría más rápido en esta ciudad y estaría más contenta. Tal vez, simplemente necesito que ellos me digan que todo va a estar bien.
No soñé con mis abuelos, por supuesto, en cambio soñé que me casaba con un chino feo. No entiendo por qué, pues yo ya estoy casada, y la verdad es que los asiáticos no me atraen. Ni modo. Otra noche será.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Doble encuentro con una mujer gorda

Llevaba una flor blanca en el cabello, unos zarcillos azules que hacían juego con las ballerinas índigo metálico de donde brotaban sus pies, quizás ajustados en unos zapatos demasiado pequeños. Lucía un vestido verde de franela, ajustado al cuerpo, que descubría sus piernas, más que robustas, y una chaqueta marrón que completaba con una bufanda que iba a tono con los zapatos y el vestido. Miraba debajo de los hombros, con fuerza y carácter, y tenía la actitud altiva de quien se siente hermosa y quiere que todos lo sepan. Tenía un rostro redondo, moreno, unos ojos rendondos, unos labios pequeños comparados con el resto de su ser, y un cabello, negro, largo y ondulado.
Era hermosa. Era gorda. Tan gorda que para entrar por las puertas del vagón tuvo que inclinar su cuerpo hacia un lado. Sé poco de pesos, así que no supe calcular el suyo, y la verdad tampoco me importaba demasiado. Estaba concentrada en ella, en la manera en que escuchaba su ipod mientras el tren andaba y movía las rodillas, que por exceso de carne, se rozaban entre ellas. Parecía una escultura de botero, pero vestida. Y fue justamente el modo en que andaba vestida que cautivó mi atención. La admiré. Yo, que peso 57 kiloramos no me atrevería a ponerme nunca un vestido así, no por que se vea vulgar, sino porque siento que soy demasiado gorda para él, y en lugar de mostrar siempre quiero tapar. En un lado mis complejos, y en el otro esta mujer gorda, hermosa, desbordante de seguridad; con su vestido verde ajustado y sus zapaticos encogidos.
Traté de que no se diera cuenta de que la miraba durante todo el recorrido, pero fue imposible. Al menos tuvo la desencia de hacerse la loca. Me duele que haya pensado que la miraba por gorda, pues en realidad la miraba por bella, por saberse bella con todas sus carnosidades. Se bajó del vagón antes que yo. Agarró con fuerza su cartera gris de imitación de piel de cocodrilo y desapareció.
Ese encuentro ocurrió la noche del miércoles, y como es natural en una ciudad hiper poblada como Nueva York no imaginé volver a verla. Me equivoqué. Al día siguiente volvió a entrar a mi mismo vagón. Casi no podía creerlo. ¿Cuáles son las probabilidades de encontrarse a un desconocido dos días seguidos?
Esta vez se sentó en uno de los asientos. No tenía la actitud altiva del primer día. Y su mirada ya no seducía. Me pregunté si sería otra, pero la volví a examinar. Imposible. Era ella. Iba a la moda como el primer día, pero un poco más conservadora. Quizás porque iba al trabajo. Vestía pantalones grises, un top de flores blanco y negro y un blaizer negro. Lucía triste y cansada. Me pregunté que le habría pasado esa noche luego de que se bajó del vagón. ¿Tuvo una pelea con su novio? ¿Algún problema familiar? O más bien tuvo una noche apasionada y simplemente estaba cansada. No lucía tan bella como el primer día, es seguro. Y esta vez no me impresionó tanto. ¿Qué pasa con los segundos encuentros? A veces pienso que la gente que a uno lo impresiona sólo debería vérsele una vez, para quedarse con ese recuerdo. No importa. En mi mente está la mujer bella. La mujer gorda. Con su vestidito verde y sus zapaticos azul metálico. !Ah!, y su flor blanca en la cabeza.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

El día después

Amaneció hoy 5 de noviembre con un cielo bajo y oscuro y la amenaza férrea de lluvia. Sin duda el clima gris y perezoso no era el más poético para un día tildado de histórico; para el comienzo del mentado cambio. El mal tiempo no se correspondía con la euforia de la multitud que vibró anoche en las calles de buena parte de los estados del país, y de sus ciudades más importantes: Chicago, por supuesto, donde mas de 125.000 almas se encontraron en el Parque Grant; Florida; Puerto Rico y Nueva York, entre otras. La ciudad que nunca duerme le hizo honor a su nombre y permaneció en vela, en Time Square; Rockefeller Center; y por supuesto Harlem, poblado en su mayoría por afroamericanos, celebraron el triunfo del primer presidente negro en la historia de Estados Unidos.
Me costó despertarme después del tranocho, pues aunque Licantro y yo decidimos verlo todo por televisión -mi cuota histórica la llené votando- me acosté pasada las 2. Me paré de la cama a las 8, cuando no podía extender más los minutos de indulgencia que cada mañana me regalo, me arreglé como pude y salí. Caminé a la estación de metro emocionada, porque en la entrada se sienta un señor que vende todos los diarios -bueno por lo menos seis- y chucherías. "No Times" dijo antes de cualquier preguntá. Compré el New York Post, en cambio. Leí la primera noticia "Nation's 1st black president". "Red states turn shocking blue" (por cierto Oklahoma, sigue roja, valga la aclaratoria dado que es mi lugar de nacimiento). Pasé por el kiosquito de la 168 y tampoco tuve suerte. "El Times se empezó a vender en la madrugada", me dijo el vendedor. Me llevé el Daily News con su gigantesco titular "Change has come" y corrí para agarrar la línea 1.
En el metro la mayoría leía los periódicos y más de uno cargaba su Obama-button (chapa de Obama).
Llovía cuando me bajé en la 116, y retrocedí hasta la 114 para comprarme un café en Starbucks. Detrás de mi había una viejita que no hablaba inglés, que quería comprarse un café con un dólar. La cajera no la entendía y no hallaba cómo despacharla. Pensé, qué cambio puede haber en este país si no se ayuda a una señora latina de la tercera edad a comprarse un café.
Pensé en el camino de Starbucks a la 120, lo que había leído en uno de los dos periódicos, sobre todos los retos que le esperaban a Obama. En enero recibirá un país sumergido en una profunda crisis económica, inmobiliaria y energética y con dos guerras a cuesta. Nada fácil. Me pregunto si la multitud de Grant Park sabrá esto. Sabrán aquellos que lloraban de emoción, negros o blanco, que se necesita mucho más que un hombre para "salvar" un país. ¿Sabrán ellos de los supuestos salvadores, como nosotros en Latinoamérica?
Obama que no es poco astuto les hizo saber la magnitud de lo que viene: "The road ahead will be long. Our climb will be steep. We may not get there in one year nor even one term, but... I promise yo, we as a people will get there" (el camino será largo y empinado. Puede que no lleguemos a la cima en un año o en todo un período, pero les prometo que llegaremos". Dijo la verdad sí, pero acompañada de una promesa, que espero, muy dentro de él, sepa que puede cumplir.
Un choque violento y brutal me sacó de mis pensamientos en la esquina de la 120. Un carro chiquito y azul se había comido la luz y había chocado contra una camioneta blanca y luego contra la isla. El parachoque quedó como un acordeón. Por lo que pude ver, a la conductora no le pasó nada y los paramédicos, ambulancia y demás llegaron en 30 segundos (literalmente). Mal día para chocar, pensé, y un hombre alto y negro, rebozante de alegría, me lo hizo saber. "Y justo hoy que todos estamos celebrando".
Llegué al salón de clases y mi profesor de inglés, un calvo cuarentón medio malhumorado al que parezco no agradarle demasiado, saludó con un "beautifull day, isn't it?". Nos repartió a todos hojas con el discurso de triunfo de Obama. En los párrafos había espacios en blanco. Prendió un grabador y pronto escuchamos la voz profunda del presidente electo. Llenamos el espacio en blanco con las palabras que el nuevo mandatario nos dictaba, como tendrá él que llenar todos los espacios en blanco que hay en este país. Las esperanzas, las ilusiones, las dudas, los abismos. Un camino cuesta arriba para el que necesitará algo más que un "yes we can".

martes, 4 de noviembre de 2008

Mi primer voto gringo

Hace dos semanas llegó a mi casa un sobre blanco con un carton adentro con el sello de Board of elections (junta electoral) y el título Acknowledgment notice. Adentro estaba mi tarjeta electoral con los datos de dónde debía votar y el número de urna. Me emocioné tanto que le tomé una foto al cartoncito.
Como ciudadana americana que soy, he podido votar en las elecciones de Estados Unidos desde que estaba en Caracas, pero no sabía muy bien cómo era el proceso y nunca me dediqué a averiguarlo. Cuando llegué a Nueva York, en plena campaña electoral, anoté entre mi lista mental de pendientes inscribirme en el registro electoral, pero cómo no sabía dónde hacerlo le fui dando largas al asunto, hasta que un sábado de paseo en el Village, un señor con franela y chapa de Obama me dijo que me podía inscribir ahí con él. Anotó mi nombre, firmé una planilla, di mi teléfono y dirección y me fui. Luego me enteré de que ese era el último día para registrarme y me quedé con la duda de si mis datos llegarían a tiempo. Hasta que recibí el sobre en el correo.
No sabía muy bien cómo iba a transcurrir el día de hoy, ni que se supone que uno debe o no debe hacer, pues votar en Caracas es un asunto que requiere de una logística bien avanzada. Chequear con los amigos o familiares cómo está la cola, llevarse una sillita por si es muy larga y toca hacerla en la calle, un librito para distraerse, dominó y hasta una cavita surtida con refrescos y sanduchitos para aliviar la faena.
Viniendo de un país en el que en 10 años se han hecho más de 10 eleccciones se supone que tendría yo experiencia en esto de la votación, pero lo que se aplica en un país no se aplica para otro. Penélope que es periodista y anda dateadísima me dijo que la mejor hora para votar era a golpe de dos, así que a las 2:00 le dije a Licantro que nos preparáramos para salir. Él por supuesto quería acompañarme, que si por la cosa de que es un momento histórico, y porque está estudiando comunicación política y ha seguido todo el proceso electoral.
Traté de no hacerle caso a lo que mucha gente me había dicho "tu voto no vale pues vives en Nueva York y ese es un Estado demócrata y es evidente que va a ganar Obama". A mi qué me importa. Es la primera vez que iba a participar en una actividad democrática en el país en el que nací y que, al fin después de todos mis intentos, iba a ser parte de esta sociedad. No. Eso nadie me lo iba a quitar.
Me vestí de rojo, blanco y azul como un gesto de coquetería que pensé pasaría inadvertido, y me puse mis Tory Burch verde manzana no porque fuese esta una ocasión especial, que sí lo es, sino porque no hacía frío y podía usar zapatos sin media. El colegio dónde me tocó votar queda a 5 minutos a pie de la casa. Al llegar, lo primero que me llamó la atención fue no ver guardias nacionales o militares en las puertas. Le pregunté a Licantro y el me dijo "eso sólo pasa en nuestros países". No había colas. Le entregué al hombre de la entrada el cartoncito blanco que me había llegado por correo y me dijo que no tenía necesidad de pasar por su mesa, que en la tarjeta ya decía que mi urna era la 71. Le dije que me disculpara, que yo ni sabía si estaba en el colegio correcto, que era mi primera vez votando. Sonrió emocionado y me dijo que siguiera adelante.
En la mesa 71, ubicada justo antes de la urna, habían dos mujeres negras sonrientes. Una de ellas tenía un pañuelo con las pinta de la bandera de los Estados Unidos en el cuello. La otra me dijo que le gustaba la flor blanca, azul y roja que llevaba en mi cabeza. "Very patriotic", dijo. La del pañuelo me buscó en el libro, me dijo que firmara y me hizo gesto de que pasara adelante. Le dije otra vez el mismo discurso que al hombre de la entrada: "I'm sorry but this is my first time voting. I don't know how to do it". Me dijo que no me preocupara y me acompañó hasta la urna.
Cuando abrió las cortinas me impresionó lo que ví. En lugar de las problemáticas smarmatics pequeñitas y computarizadas con las que votábamos en Caracas, enfrente de mí había una máquina gris más alta que yo (mido 1.63) y de por lo menos un metro de ancho. Parecía un ascensor. En el medio tenía una centena de manillitas pequeñitas y en la parte inferior una palanca roja gigante. La dama negra del pañuelo tricolor me dijo que debía mover la palanca roja hacia la derecha y luego mover las manillitas que estaban al lado de los nombres de los candidatos. Terminó de hablar, cerró las cortinas y me dejó sóla.
Me puse nerviosa. No encontraba el nombre de ninguno, ni del veterano de guerra ni del candidato del cambio. A los dos minutos los encontré, giré mi manillita, y luego vi una retajila de nombres que no se porque estaban ahí. Eran los magistrados a la corte y no tenía ni idea de que debía votar por ellos. Como no sabían quienes eran, los escogí todos de un mismo partido. Al finalizar no sabía que hacer. Imaginé que la palanca roja debía volver a su posición inicial y la giré hacia el lado izquierdo con cierta duda.
Le dije al hombre que vigilaba la urna que no estaba segura de que hubiese votado, el me dijo que buscaría ayuda. Llegaron la mujer del pañuelo y un hombre y me preguntaron que había hecho. Les conté pero no entendían. Al final me dijeron, con esa actitud de "da igual porque en este estado ya ganó Obama" que seguro había votado. Licantro me miraba desde lejos, sonreido y con cara de "no podía ser de otra manera". Luego me llamó "destrosita" con ternura, me tomó una foto y se la mandó a mi mamá. "Para los nietos", dijo.
Comencé a quejarme. Y qué si mi voto no pasó. Cómo saberlo si estas máquinas gigantonas no te entregan ningun papelito. Y si desaproveché mi primera oportunidad, y si hice el tonto en las llamadas "elecciones más controversiales en la historia de Estados Unidos" Licantro me calmó. Leímos un cartel con instrucciones, que he debido leer antes de entrar y no después, y me preguntó si yo había hecho todo eso. Dije que sí. Giré la palanca roja hacia la derecha, moví las manillitas y luego devolví la palncota hacia la izquierda. "Pues yo creo que eso era todo", dijo él. No me tranquilizó. Salí del colegio con una sensación rara y la duda de si había o no votado por el cambio.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Mi sofa vainilla


Siempre lo había sospechado pero nunca hasta este momento había entendido la estrecha relación que uno puede desarrollar con su sofá. La razón es que nunca hasta ahora había tenido yo un sofá. Es decir, por supuesto que habían sofás en la casa de mis padres, pero estaban en la sala o en su habitación y no me pertenecían. De adolescente siempre quise uno en mi cuarto, adicional a mi cama, pero mi querida madre decía que 1. no había espacio y 2. lo terminaría usando para tirar toda la ropa. Probablemente tenía razón.
Cuando Licantro y yo nos mudamos al 7-D de Caracas no compramos muebles. En cambio pedimos algunos prestados. En la sala colocamos un viejo sofá verde de cuero al estilo inglés, ideal para recibir visitantes pero no para echarse. Como sabía que el sofá sería de vital importancia en el nuevo 7-D, esperé a que llegara Licantro para comprarlo. Al día siguiente de su llegada encontramos un sofá cama de dos puestos fabricado en una tela muy suave, parecida a la gamusa, color vainilla.
Si es cierto que no hay lugar más cómodo para dormir que una cama, también es verdad que no existe nada tan perfecto como un sofá para echarse; a leer, a ver tv, a mirar el techo, a hacer la siesta. El sofá es en cierto modo el consuelo a nuestras penas diarias. El premio después de una jornada intensa. La única certeza durante y después de un llanto desconsolado. El compañero en los días en que la soledad aprieta. Si se fija uno en la anotamía del sofá, y quizás esté yo delirando, se encuentran reminiscencias del regazo materno. Los brazos (apoya brazos en este caso) abiertos, el pecho suave (los espaldares), el cuerpo cálido (los cojines).
Ahora que lo tengo, entiendo por qué en las películas la chica con el corazón roto llora sus penas en el sofá, porque el adolescente perezoso pasa su tarde viendo tele allí, o porque la madre o el padre llegan de sus jornadas y se sientan a leer el diario o un libro. El sofá es el lugar de las sensaciones y las emociones; de la soledad, del cansancio, del dolor. Cuando me siento en mi sofá vainilla me sumerjo en una realidad de pluma y algodón.

domingo, 2 de noviembre de 2008

El dolor que inmoviliza

Cuando el dolor es tan fuerte que sobrepasa el alma y se aloja en cada uno de nuestros músculos, el cuerpo se vuelve pesado y lento, y los pequeños pasos se convierten en travesías odiséicas que requieren la concentración de toda nuestra energía restante en el acto o tarea que queremos realizar.
Asi, cuando nos rompen el corazón y sentimos que la vida no es vida, el simple hecho de levantarnos de la cama es una tarea titánica que puede tomar minutos, horas, días y hasta semanas. Y aunque esto suene novela, es real y quien diga que no lo ha vivido, o miente o realmente es muy afortunado.
Recuerdo como en tercer año de universidad Sofía, mi amiga del alma, debía literalmente arrastrarme desde el carro en el estacionamiento hasta el salón de clases, no sin antes intentar peinarme y arreglarme el pantalón de la pijama que había olvidado cambiarme. En aquel momento tenía 23 y el mundo empezaba y terminaba en ese amor. Por varios meses me aplaudí cada logro, por minúsculo que fuera; cada vez que no pasaba un fin de semana en la cama, cuando fui al kiosco a comprar periódico, o cuando me atreví a salir a una primera cita. Sofía, por supuesto, prácticamente me obligó y me dijo que si no salía ella iría a mi casa, me vestiría y arreglaría ella misma. Sabía que era capaz y quise ahorrarle el viaje.
Ahora no tengo 23. Sof'ía no esta aquí. No sufro de penas de amor, pero hay días en que la nostalgia de estar lejos se trepa desde mis pies, amarra mi corazón y se instala en mi cabeza. En esos días pararme de la cama me puede tomar varias horas. Siento verguenza de mi misma, por supuesto, pero luego me asumo como soy, y empiezo mi tarea titánica de dar un paso a la vez. Primero de la cama al baño, luego del baño al sofá, luego del sofá a la cocina, de la cocina a la mesa, y de la mesa a la computadora. Y si todo eso me toma un día entero o dos pues no importa. Estoy segura que a la semana me tomará menos, y que al mes el dolor habrá disminuido. Hasta que vuelva a llegar con todas sus fuerzas y me tome como prisionera y no me deje parar de la cama, y empiece entonces la danza de los pequeños pasos hacía un corazón tranquilo.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Sin gaveta para los inclasificables

Supongamos que "el sistema", es decir, este país, sus universidades, sus empresas y similares, son armarios gigantes divididos en gavetas con funciones bien definidas en las que se guardan a los individuos como si fueran prendas de vestir; medias de color en la última gaveta, blancas en la cuarta, franelas en la tercera, camisas en la segunda, y ropa interior en la primera. O como si todos fuéramos documentos a ser archivados en carpeticas de color. Gringos en la carpeta blanca, negros en la negra y latinos en la roja; sólo por citar ejemplos. Qué sucede, sin embargo, cuándo hay que archivar la vida de alguien que nació en Estados Unidos, se crió en Noruega y es negro. No hay carpetica para esta persona y esto puede desatar un verdadero caos.
Para muestra mi propio caso. Desde el primer día en esta ciudad no he entrado en ninguna gaveta. No estoy diciendo esto para quejarme sino porque así ha sucedido. El día que fui a comprar el Blackberry y una línea en T-Mobile, no entendían por qué si era estadounidense no tenía historia de crédito. El hindú con cara de buena gente me preguntó por qué y yo le respondí que porque no había vivido aquí. Luego me preguntó si tenía social security number y pasaporte y le dije que sí. Su cara era de ignorancia total. Me dijo que me fuera a otra compañía. Allí no había gaveta para mí.
Luego vino el "señor de las tierras", claro. Como buen hombre de negocios él fue más práctico y me puso en la carpetica que más le convenía. La de inmigrante para que pagara por adelantado.
- Pero yo nací aquí.
- Pero nunca viviste aquí y no tienes historia de crédito.
Y después vino su inolvidable frase de "ve a macy's y sácate una tarjeta, en este país no existes sin historia de crédito". La razón para este episodio podría ser que el "señor de las tierras" es un grandísimo imbécil pero resulta que él no es el único que no sabe donde ponerme. En el curso de inglés tampoco tenían gaveta para mí. Llegue allí el día de la convocatoria para el sorteo (se trata de un curso gratis y hay mas gente que cupos) con mis dos pasaportes y la chica que debía llenar mis datos me miró con cara de qué haces aquí.
- Tú no eres inmigrante.
- Técnicamente, le respondí yo.
- Tienes pasaporte de Estados Unidos, me dijo ella.
- También tengo de Venezuela.
Y comenzó la lloradera. Que yo no sé hablar inglés (lo cual no es completamente cierto), que yo nunca he vivido en este país, que no encajo en ningún lado, que si alguien, y aquí quise decir, alguna organización, ente, o persona, en este país, no me daba una oportunidad yo no sabía que iba a pasar conmigo. Está bien, exageré, pero de verdad quería entrar en el curso y funcionó. Hicieron lo que los gringos no saben o no les gusta hacer: una excepción.
Al lunes siguiente, fui como me indicaron al exámen para determinar en qué curso estaría, y allí también sucedió, mi nivel de inglés era muy alto según sus estándares. Volví a llorar, le dije al profesor que tengo lagunas gramaticales (lo cual es completamente cierto) y después de un buen rato lo convencí. Bueno, medio lo convencí, porque hace dos días me dijo que si seguía participando tanto me iba a pedir que me fuera de la clase. Según y porque intimidaba a los demás.
¿Qué pasa? ¿Por qué los desequilibra tanto no saber dónde clasificar a alguien? ¿Quién les dijo que todo debía ser clasificado? ¿No se les ha ocurrido crear una gavetica para los inclasificables? Yo me puedo adaptar a ser una inclasificable, como me he adaptado a muchas otras cosas, pero en realidad me preocupan ellos. Me da angustia pensar que no tienen lugar para la espontaneidad. Les propongo que hagan una gaveta chiquitica. O más bien una gaveta bien grande dónde quepa yo y todos los como yo. Una gaveta para los inclasificables.

martes, 28 de octubre de 2008

Ladrona y policía

Cuando de niña jugaba al policía y el ladrón no imaginaba que este juego, inocente en aquel momento, se convertiría en una ácida constante en mi vida. Las únicas diferencias radicarían en que el juego no sería imaginario, que la ladrona y la policía sería yo misma y que el juego de roles sería más bien una realidad fastidiosa que no daría risa ni despertaría ternura.
Recuerdo que durante la infancia la mayoría de las veces yo era la policía y que un grupete de primos revoltosos eran los ladrones, y yo en mi deber tenía que evitar que ellos hicieran fechorías y llevarlos a la cárcel, muy bien resguardada por mi, en caso de que cometieran algún crimen, que en aquel tiempo se reducía a montar a caballos en la grama de la finca que mi abuelo tenía, en lugar del picadero diseñado para eso, o robarse dulces de la cartera de mi abuela.
Ahora cuando me he convertido en ladrona y policía de mis propios días y mi propia vida, recuerdo con nostalgia y deseo que mis primos revoltosos vuelvan a robarse los dulces de mi abuela. Deseo que el castigo sea subir una carretilla con rocas por una pequeña colina o correr lo más duro que pudiesen y no una retajila de insultos hirientes e inolvidables. Pero mis primos revoltosos no están aquí, y el peor castigo es el que se imparte uno mismo.
A veces pienso que es un rasgo netamente femenino esto de estar encima de una, de los kilos de más, de los platos sucios, del almuerzo del esposo, de planear las vacaciones, de no gastar demasiado dinero, de no descuidar el trabajo, de no de quedarse sentada a ver cómo la vida pasa por enfrente de uno. Otras veces creo que si es cierto que este es un rasgo femenino yo, que amo los extremos, llevo mis deslices, o debilidades a una celda blindada con doble cerradura, de modo que de ahí no puedan salir.
Paso horas vigilándome, hasta que al final me escapo, me convierto en ladrona y hago desastres. Olvido pagar las facturas, no lavo la ropa, en lugar me voy a pasear, no escribo los ensayos para las universidades, en cambio leo un libro o escribo este blog y me pierdo en la felicidad de ser una ladrona que flota libre por la vida. Pero cuando llega la policía y descubre el desastre que ha hecho la ladrona me siento avergonzada y poca cosa.
A veces me agoto de ser ladrona y policía y en esos momentos me pregunto si no existiese la policía para qué existiría la ladrona, o viceversa. ¿No debería dejarme ser, en paz, tranquila, como mis primos revoltosos que montaban a caballo en la grama? Quién sabe a dónde llegaría. O lo que es más importante: cómo sería el recorrido.

lunes, 27 de octubre de 2008

Abollada en la ciudad intensa

Las consecuencias de vivir en una ciudad intensa que vibra a un ritmo estrepitoso las siento en mi cuerpo, mi cabeza, mi casa y mi vida. Suena un tanto dramático pero en realidad no lo es. Sucede que ir a clases en la manaña, salir en la tarde-noche, escribir en la madrugada y despertarme a las 7:30 am hizo estragos en mi. Esto podía sucederme en Caracas algunas veces pero en Nueva York parece ser la regla. Nadie quiere perderse la ciudad, nadie puede dejar de trabajar, asi que lo mas lógico y natural parece ser sacrificar las horas de descanso y sueño.
Con Federico de visita el ritmo se intensificó. En la mañana clases, en la tarde pasear por la ciudad, en la noche salir a bailar, a tomar, a cenar o cualquier otra actividad y los fines de semana jornadas de hasta 15 horas seguidas para conocer la ciudad. A los dos días, Fede me dijo que sentía que llevaba una semana en Nueva York y a la semana me dijo que creía que llevaba dos meses. Yo siento que él se fue hace dos semanas, cuando en realidad se fue hace tres días. Creo que así es el tiempo en todos lados pero mas aún en Nueva York, totalmente relativo y acomodaticio. El detalle es que si uno lo ignora luego paga las consecuencias.
Así, si es posible hacer en un día lo que se haría en una semana entera pero el cuerpo, al menos a esta edad, -creo que no es igual si se tiene 20 (no exagero)-, lo siente. El sábado apenas Fede se fue quería quedarme en la cama todo el día pero Licantro queria salir y decidí complacerlo. Fuimos a Soho y llegamos a las siete de la noche, a cocinar, lavar platos y luego dormir.
Cuando ayer domingo pude echarme en el sofa y pensar en los 10 días que había tenido me di cuenta de las consecuencias de vivir la ciudad intensamente como si el resto no existiera: un montón de ropa sucia pues no hubo chance de lavar, la casa llena de polvo por falta de tiempo también, mis pies adolaridos, mi cabeza resentida, mi cuerpo exhausto y una gripe por las tranochadas que parece eterna.
Yo sólo quería dormir e ignorar el mundo por un día, pero Licantro tenia un punto: si nos nos encargamos de la casa hoy cuando lo hacemos. Asi que adiós a la idea de estar arropada en el sofa entre dormida y despierta viendo television y hello al monton de ropa y la aspiradora. El equilibrio siempre ha sido una palabra difícil de entender para mi. Cómo logro hacer todo sin que mi cuerpo se sienta. Cómo cumplo conmigo, con Licantro, con mi familia sin dejar a un lado a esta ciudad que se ha convertido en mi gran adicción.
De pequeña leí Momo, una historia de una niña cuyo gran talento era escuchar. En uno de los capitulos, ella y sus amigos, entre ellos una tortuga gigante, debían luchar contra los hombres grises unos seres delgados y grises que le robaban el tiempo a la gente. Penélope tambien leyó el cuento, y apenas llegue a Nueva York, me lo dijo: aquí viven los hombres grises. Ahora tres meses después cuando no hago casi nada y mucho al mismo tiempo me doy cuenta de que es parcialmente cierto. No es que no haya tiempo para todo, es que no hay Extranjera para todo. No me basto. Necesito otra como yo para que salga cuando yo estudio, para que trabaje cuando yo salga, y para que estudie cuando yo limpie. Y yo, mientras ellas hacen todo eso, me quedaré arropada en el sofa con los ojos entreabiertos.

domingo, 26 de octubre de 2008

Vacilaciones sobre un sombrero

Conversaciones al borde de la madrugada con Federico mi costilla justo antes de su partida.

- Ese sombrero tuyo si que te queda bien, dijo Federico a la distancia, mientras terminaba de arreglar sus maletas.
- Sí verdad, me gusta tanto que quiero dormir con él. Gracias por decirme que me lo comprara porque la verdad era un poco caro, dije yo echada desde el sofá.
- Yo pienso que cuando a alguien le queda bien algo debe comprárselo en todos los colores. Lástima que no había sino ese azul. Has debido comprártelo en todos los colores.
- Sí, ya sé. Voy a ir a otro Filene's basement sin decirle a Licantro y me compro dos más.
- (risa de Federico). Totalmente.
- Entendí cuál es el éxito de esta boina y porque me queda mejor que la amarilla que me compré en Target. Párame que esto es importante, dije yo, todavía echada en el sofá.
- Te estoy oyendo, sólo que no puedo dejar de hacer maletas, contestó el Fede. Dime, ¿cúal es el secreto de tu sombrero?
- Es el doblés que tiene el cashemire, que permite que caiga sim importar para que lado te lo pongas.
- (En este punto Fede se acerca al sofá y revisa la boina) Es verdad. ¿Y cómo se mantendrá ese doblés? Es curioso.
- Porque está hecho con plancha y ya no se le quita mas nunca, le contesté.
- Estás hablando tonterías. Mejor vete a dormir.
- Sí, ya sé. Es sólo que no quiero que te vayas.
- Sigues hablando sin sentido. Ve a dormir.
- Okey pero con el sombrero.
- Está bien. Mira (dijo justo antes de que me fuera a la cama), yo también te voy a extrañar.


miércoles, 22 de octubre de 2008

Mi primera celebridad y cuarto

Ajá! Yo sabía que tarde o temprano pasaría. Fue algo tarde a decir verdad, pero sucedió. Vi a mi primera celebridad hace dos días mientras visitaba la tienda de una amiga venezolana en Soho. Ya alguien me había dicho por ahí, que el truco era ir a Soho, pasarse todo el día ahí, y esperar con paciencia pues alguien pasaría. Así fue.
Antes de que sucediera ya habían indicios de que mi primera celebridad estaba por llegar. O yo por llegar a ella. Hace una semana mientras estaba con Luciana y Nicoleta en la librería pública nos enteramos de que esa misma noche se celebraría allí un evento del grupo Conde Nast (dueños de Vanity Fair, Vogue, Glamour, entre otras revistas) y asistirían varias celebridades. Un guardia de nombre Sambi que Nicoleta, una barranquillera de cabello rubio y hermosos ojos verdes, había conocido ese día, nos prometió que nos ayudaría a entrar.
Como Luciana no estaba vestida apropiadamente (andaba en jeans y zapatos de goma) fuimos a comprarle una nueva pinta en H&M. Cuando íbamos en camino, vimos que en Cipriani, un punto de encuentro fijo para la sociedad neoyorquina, celebridades y realeza de otros países, había una alfombra roja, y algunos paparazzis. Esperamos un rato pero nadie llegó y nos fuimos.
De regreso pasamos de nuevo por ahí y unos españoles nos mostraron la foto que le habían tomado a Plácido Domingo mientras nosotras intentábamos encontrar un nuevo outfit por menos de 30 dólares. Antes de comprar decidimos echar un vistazo en la biblioteca pública. Por las ventanas se veían luces, pero no había rastro de nadie. Mucho menos de Sambi. Consideré la idea de que tal vez yo era una espanta celebridades. Nicoleta que se fijó en mi cara de decepción me dijo, "tranquila, cuando veas a un famoso te lo encontrarás de cerca y para tí sola".
Más o menos así sucedió hace dos días. Paseábamos las tres con Federico mi costilla por Soho, cuando entramos a la tienda de una venezolana amiga que Federico había entrevistado en Caracas hace algún tiempo. Minutos después de entrar Nicoleta empezó a tocarme el hombro y a decir mi nombre entrecortado.
- ¿Qué pasó?, le dije.
- Ahí, una actriz, respondió.
Miré y frente al espejo, probándose unos pantalones vi a una mujer con apariencia desaliñada, muy blanca y de cabello oscuro. Hice una googleo mental y la encontré. Las escenas de Asesinos por Naturaleza vinieron a mi cabeza.
- ¿Esa no es Juliette Lewis?, le pregunté a mi amiga, la dueña de la tienda.
- Sí, esa misma.
- Al fin. Desde que llegué a Nueva York no había visto a nadie, le confesé.
- Nooooo, me dijo con el mismo tono de sorpresa que ya no me provocaría rabia. Siéntate en las escaleras de la tienda y las verás a todas pasar. Creí que era una metáfora pero no lo era. Eso lo supe más tarde.
En el momento sólo examiné a la Lewis y pude ver que: 1. El tiempo no pasa en vano. 2. Es realmente flaca (talla 0 me confesó luego mi amiga). 3. Como me escribió una amiga en este blog, la perfección en estos días se llama Photoshop. La mujer que yo ví no tenía nada que ver con las fotos que luego encontré en internet. Federico al verla dijo con malicia: "Juliette tiene esa apariencia que los paparazzi adoran para luego destruir".
Resolvimos irnos pues si seguíamos viéndola los cuatro, la íbamos a espantar de la tienda de mi amiga y ella no haría ninguna venta. Luciana propuso que fuéramos a un bar, llamado Peep, a media cuadra de allí. Había happy hour y pedimos una ronda de Lychee Mojitos.
Cuando salimos vimos un despliegue de cámaras y un gentío apurruñado en la calle. Mi celular sonó. Era la diseñadora venezolana: ¿Viste a Keira Knightley? En ese instante, Federico comenzó a jalarme el sueter, pero yo, que estaba al teléfono no atiné a hacerle caso. Keiraaaa, escuhé que gritaban. Mientras yo tenía mi teléfono en la oreja, ella me había pasado por un lado y en cuestión de segundos entró a un Merecedes Benz negro y se fue. Nicoleta y Fede la vieron, Luciana la vio en pantalla, y yo sólo atiné a ver a un codo cubierto por un trench coat beige. Me dio rabia, sentí envidia (de la mala) por Fede y Nicoleta, pero luego pensé que una celebridad y un cuarto es mejor que ninguna.

martes, 21 de octubre de 2008

La belleza en mis ojos

No me veo. No me veo, pero sí puedo mirar la belleza en otros. Por eso esta foto, esta niña, vestida de azul con sus rizos naranja-rojizos sueltos, jugando a las escondidas detrás de un árbol de otoño en Central Park.

lunes, 20 de octubre de 2008

Mi belleza en tus ojos

Quiero verme en tus ojos. Enséñame a verme en tu ojos. En ellos soy bella, capaz y feliz. Quiero verme como sólo tú me ves a mi.
Quiero mirarme con esos ojos castaños cubiertos por pestañas negrísimas y un lunar justo en la esquina del párpado derecho. Esos ojos que me vieron por primera vez hace más o menos 5 años y nunca me han dejado de mirar así.
Enséñame a verme en tus ojos, a los míos no les gusta lo que veo.
Yo veo una masa amorfa. Tú ves un ser hermoso.
Yo veo un rostro redondo. Tú dices que ves una muñeca de porcelana.
Yo veo a una niña perdida. Tú ves a una mujer que está encontrando su camino.
Yo veo a una tipa normal. Tú ves a alguien extraordinario.
Yo veo caos, tu ves posibilidades.
Enséñame a verme en tus ojos. O si no préstame tus ojos. Préstamelos aunque sea por un rato. Estos míos, no se si por lo pequeños que son o por la miopía, no me funcionan para verme a mi. Quiero verme en tus ojos.

viernes, 17 de octubre de 2008

La ciudad intensa

Son las 2:11 de la madrugada en la ciudad que nunca duerme. Yo tampoco duermo todavía. Mientras escribo me como un sandwich de queso mozarella, pavo y tomate cherry que el bello de Licantro me preparó. Él ya duerme. También Federico, mi costilla, que llegó ayer al 7-d para quedarse por una semana, duerme en el sofa cama que está en la sala.
Acabamos de llegar de un lugar de esos llamados undergrounds en el lower east side. No tiene nombre. No tiene número. No tiene ninguna señal en la puerta. Sólo un negro que resguarda una reja y que sube y baja la cabeza para decir quién y cuándo entra.
Este que echo es un cuento que tenía pendiente desde hace unas semanas. Antes del llanto, el vacío, y la búsqueda de una celebridad. Antes de Muriel; hace exactamente dos fines de semana, cuando se celebraba Open House New York y casi no paré en mi casa -excepto para dormir- por dos días.
El primero que me lo dijo fue mi editor. "Esta es una ciudad intensa", fue su único comentario cuando me negué a ir a un cóctel, con motivo de la inauguración de la exposición de Cruz Diez, después de 3 días en Washington a punta de periodismo financiero y cerveza, y un viaje de seis horas en autobús. Al momento no tomé en serio el comentario. Obvio que esta es una ciudad que vibra, que no para, que anda a un ritmo precipitado, pero soy yo quien decide que tan intensa quiero que sea.
Bueno, esa es la media verdad. La otra mitad es que Nueva York es tan tan intensa, que aunque no quieras te arrastra y te conduce por sus rincones, te lleva de la mano, y otras veces del cogote y te obliga a ir al ritmo que ella quiera, cuándo ella quiera. Es una ciudad que habla claro desde el comienzo. Te dice "esta soy yo, o me quieres así, o no me quieres así y entonces no me conoces, y entonces es mejor que te vayas".
Hace dos semanas comenzó el que sería un maratón de ocio por la ciudad. Empezó el jueves en la noche con Luciana y unos vinos, siguió el viernes en el MOMA, y terminó de nuevo con unos vinos, y culminó finalmente el domingo a las 6:30 de la tarde en Fort Greene, Brooklyn.
Grace mi corredora de seguros, al saber que tenía tiempo libre y andaba en busca de nuevas conexiones me habló de Open House New York. Dos días en que 350 casas, apartamentos, museos y salones de toda la ciudad abren las puertas para que sus habitantes y los turistas los conozcan gratuitamente. Grace nos dijo a Licantro y a mí que trabajáramos de voluntarios y así podríamos entrar a todas partes sin hacer cola.
Yo arrastré a Luciana y así el sábado en la mañana llegamos al loft que un arquitecto había construido con materiales de desechos - puertas de metro incluidas. Luego de tres paradas más y muchos miebros añadidos al equipo, entre ellos cuatro venezolanos -hasta ese momento desconocidos-, tres argentinos, un gringo y una mexicana terminamos en Bar Piti, un restaurante italiano en el Village.
Luego del postre en una heladería cercana dónde venden helados elaborados con cacao venezolano, Luciana, Licantro y yo nos fuimos al cine a ver Nick y Norah. Al salir de la sala, Lu me dijo, "por qué no llamamos a Eli (una venezolana amiga de Licantro que nos había acompañado durante todo el día) a ver qué está haciendo". Eli nos dijo entre gritos que estaba en un "underground en el lower east side". Nosotros tres estábamos en el upper west side, del lado opuesto de la ciudad. Por un momento dudé, pero luego recordé la frase de mi editor "Nueva York es una ciudad intensa" y entendí que si no lo asumía así, me la iba a perder. Y yo soy de las que odia perderse las cosas.
Después de 15 minutos entre tres calles, encontramos el lugar, no identificado, con el hombre negro y gordo sentado en un taburete demasiado pequeño para su tamaño. Franqueamos la puerta, bajamos por unas escaleras, pasamos cuatro bolsas de basura, atravesamos un lavandero, subimos otras escaleras y llegamos a un salón de piso de madera y tapices victorianos en el que los presentes tomaban alcohol en tazas o cerveza en botellas cubiertas con bolsas de papel marrón. "Se llaman speak easy (habla con tranquilidad) y existen desde que en la ciudad no se podía beber y la gente se reunía en los sótanos de las casas". Ese día salimos de ahí a las dos, y nos despertamos a las 10 de la mañana siguiente, a carreras para llegar a trabajar de voluntarios en una iglesia en Brooklyn.
La madrugada de hoy se parece a la de ese sábado. También hoy llegué del "underground" pasada las dos. También mañana tengo trabajo de voluntaria (esta vez pintando escuelas en el Bronx) y también hoy, después de pasear el día entero con Federico y Licantro por la 34, la 42, Broadway y la Quinta Avenida pienso que esta es Nueva York. Estrepitosa, despiadada, con ganas de llevarse por delante a quien se atraviese. Como dicen en mi tierra, y en otras supongo que también: O corro o me encaramo. Nueva York no espera.

jueves, 16 de octubre de 2008

Amor en los asientos del metro

Agarré la línea A en la 14. Eran las 2 de la madrugada y venía de cenar con Licantro, un tío y una prima en Pastis, un bistro francés, un lugar de estos trendy, ubicado en el Meatpacking district. El vagón no estaba lleno ni vacío, pero me senté en los que son mis asientos favoritos; tres sillas en fila, pegadas a un tubo al final del vagón.
Ellas ya estaban allí, justo enfrente, a sí que fue imposible no mirarlas. No me llamó la atención que durmieran, pues mucha gente duerme en el metro, tampoco me atrapó la postura, definitivamente poco común, lo que me mantuvo con los ojos espabilados durante todo el trayecto fue la carga de afecto y emoción que las dos chicas transmitían. Y esto debo decir, es cosa poco común en el metro, un lugar donde ni los que se conocen suelen demostrarse cariño.
Mientras las miraba recordé El beso, la escultura del francés Auguste Rodin, en la que dos amantes, entrelazados, unidos, amarrados con las partes de sus cuerpos entre sí, están sumergidos en un beso profundo y tibio como el sueño de estas chicas. Tal vez eran amantes, quizás amigas, o hermanas, pero era claro que existía una relación importante y abierta entre ellas: los cuerpos se tocaban en su totalidad y las piernas y brazos enlazados con fuerza protegían algo muy querido.
Sólo en dos ocasiones la chica que apoyaba su cabeza en la espalda de la otra abrió los ojos, y sólo vió el número de parada. No miró si había gente a su alrededor y ni siquiera se dio cuenta que yo sostenía mi teléfono justo enfrente de ellas. Como el niño chiquito y bonito que leía su libro en el filo de la ventana, aislado del mundo, ellas también parecían estar en otra dimensión. Sólo les importaba su sueño, y sus cuerpos cálidos. Siempre me ha gustado la gente que como ellas y el pequeño lector viven para sí mismas y no para el resto del mundo.
No pude saber nada sobre su historia, ni siquiera pude escuchar sus voces, sólo supe que se querían, que estaban cansadas, y que se levantaron casi a tumbos, con las manos agarradas y salieron del vagón en la 125.