miércoles, 26 de noviembre de 2008

Vestirse en el frío (y) III: Those bitches

Estaba oscuro pero no era de noche. Luciana y yo nos fuimos del curso directo a Whole foods, en el Times Warner mall en Columbus Circle, a averiguar sobre nuesatro menu de Thanks Giving. Después de terminada la investigación, pensé que era temprano para volver a la casa. Licantro no llegaría de la universidad en menos de dos horas.
Hace días, Lu me había hablado de un bar, especie de lugar de catas, donde la gente toma vinos que escoge a través de una touch screen, al más puro estilo de Tom Cruise en Minority Report, y pensé que podríamos tomarnos un trago.
- Tu queriéndote tomar un trago en vez de correr a tu casa a ver series, me dijo la rata esa (forma cariñosa de llamarte Lu, no te molestes).
Sin embargo tiene razón. Definitivamente en otras circunstancias hubiese querido irme a mi casa, pero hacía tres grados bajo cero, y aunque ya tenía a Mystique conmigo, no quería sentir el viento helado en la cara. Una copita de vino me calentaría antes de salir.
Por supuesto que el plan no salió como lo concebimos, y una copita de vino se convirtió en cuatro de un espumante brasilero cuyo nombre, Mielo, me resultó poético, y en un chismorreo constante, no sé cómo, porque Lu y yo nos vemos todos los días y no entiendo como siempre tenemos tema de conversación.
Hablábamos de si un lugar así sería o no, una buena inversión en Caracas cuando la vimos llegar. Era rubia, adecuadamente despeinada, con unos ojos grandesa marrones y una nariz larga y respingona. Era flaca, flaca. Y su atuendo era como salido de un aviso publicitario de Vanity Fair. Llevaba un vestido negro, un trench coat beige, unos peep toes marrones (nada de medias) y una cartera mostaza. Llegó con todo su allure despistado y besó en el cuello a un chico bien parecido de cabello negro que antes de su llegada no hacía sino mirar la hora. La esperaba, suponemos.
Lu y yo nos miramos y pensamos lo mismo: That bitch. Ambas teníamos por lo menos tres suéteres y parecíamos unas hallaquitas. Mystique y el, no tan exagerado, abrigo de Lu estaban escondidos bajo la mesa. Menos mal. Después de la llegada de la rubia de allure despistado, vimos a las otras, a las que estaban ahí desde hace un rato. Sólo llevaban suetercitos y chaqueticas chic de una telita tan delgada como el papel. El lugar no tiene guardarropas, así que asumí que mientras yo andaba como un bojotico, muerta de frío, ellas andaban como maniquíes, espero, muertas de frío.
Deseé que tuvieran frío. Me parece francamente injusto que caminen por la calle a menos tres grados bajo cero, sin medias, sin bufanda, sólo con un trench coat y que no sientan frío. Imaginé que la rubia se congelaría al salir de lugar, y reí en mi interior, y mi exterior. Pero al día siguiente cuando también hacía varios grados bajo cero, las vi, no a las mismas, claro, a otras, pero iguales, con sus vestiditos, y sus camisitas, y sus zapaticos, y vestidas justo como en las revistas. Excepto que cuando toman esas fotografías para las revistas, en que las mujeres están cubiertas sólo por un sueter tejido sin nada más las abrigue, hace más de 30 grados centigrados, y aquí en la realidad, sale humito frío por la boca. Las odié. A la rubia de allure despistado. A las otras del bar. A las que veo en la calle. A las que andan bellas y espigadas como gacelas, mientras yo parezco un bollito. Those bitches.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Vestirse en el frío II: El ganso que llevo encima

Sí, la de la foto soy yo, para los que me conocen y no me pueden ver, y para los que no me conocen y tampoco me pueden ver. La sombra del piso es Licantro, mi esposo, a quien le pedí la imagen para esta entrada. Ahí estoy en la estación de Toms River, un pueblo de veraneo en New Jersey, que ahora en el invierno está desolado. Mientras el termómetro estaba a tres grados bajo cero, yo estaba cubierta por este ganso.
El abrigo con pelos de coyote (creí que eran de conejo pero estaba equivocada, revisé la etiqueta) en el gorro, muy a la moda esquimal, está relleno de plumas de ganso. Pobres gansos! Yo, la verdad es que me enteré de que las plumas de estas aves eran las que más calentaban por unos tíos que viven en Canadá y que cada año tienen que soportar un invierno de menos 30 bajo cero. Ellos me dijeron, No compres otra cosa que no sea Canada Goose.
Si algo aprendí yo en mi año en Francia es que con el frío no se juega. Osea, al cuerpo hay que darle todo el abrigo que pida y yo, trato de no pensar en los gansos desplumados y los coyotes pelados, que no he querido averiguar cómo los tratan (es decir matan), y en la página web de la marca tampoco sale. Obvio.
Cuando hace una semana el termómetro bajó de cero, me fui con Licantro y Luciana a una tienda de artículos deportivos y de invierno.
- Disculpe señor, yo vengo de El Caribe, en mi país no hay invierno y no soporto el frío. ¿Qué es lo más caliente que tiene?
El señor de bigoticos me buscó el mamotreto alcohado que ya yo había visto en internet y que responde al nombre de Mystique Parka y otros dos, de otra marca.
- Estos son todos de down (plumas). Son suficientes para el frío de Nueva York.
- No señor, usted no entiende. Cuando hace 16 grados yo me pongo dos suéteres. No necesito algo "suficiente", necesito lo más caliente que tenga para usar en la ciudad.
Me probé el Mystique, recordé lo que me dijeron mis tíos canadienses, traté de no pensar en el precio (mis ojos cuestan menos, bueno también es que soy miope) y me lo compré.
Salí de la tienda con el ganso encima, mientras mis dos acompañantes temblaban de frío, y yo avanzaba por las aceras del Village feliz y campante, sin sentir nada, pero nada, de frío. Bendito sean los gansos, el pobre coyote, bip bip, y el señorsito de bigotes que bien me dijo, Las plumas de ganso son el mejor aislante de frío que existe.
No me importó ese día, ni tampoco ahora, que algunos se me quedaran mirando con cara de, Esta cree que está en Siberia, y tampoco me importó que pesaba 4 kilos y tumbaba la silla del restaurante donde lo guindé. Yo feliz y calentita con mi ganso, diseñado según dice el cordoncito que le guinda del cierrre, especialmente para expediciones.
Como todo enamoramiento, el mío de una semana y media con mi Mystique Parka ha tenido sus etapas. Primero de adoración absoluta, luego el orgullo de ser yo la más abrigada, luego vino la esperanza, Con esto sí que aguantaré el frío, y luego por supuesto, vinieron otras verdades.
Pasé dos días antes de descubrir que el ras ras ras no tan melodioso que me perseguía no era sino el ruido que hacía la tela del abrigo al rozarse. Tres en darme cuenta de que el abrigo ocupa casi el mismo espacio de una persona, y que acá en Nueva York son cada vez menos los lugares con guardarropas, así que cuando voy a un lugar nocturno, lo mejor que puedo desear es una esquinita donde pueda lanzar a mi mamotreto acolchado y cuatro para aceptar que yo y mi Mystique no cabemos en un sólo asiento del metro. Si me esfuerzo a entrar a cómo de lugar en el espacio, no puedo moverme, ni leer un libro, ni sacar nada de la cartera, porque posiblemente golpee a alguien sin quererlo.
Poco a poco voy asumiendo mi cuerpo de una manera distinta. Ahora no soy yo sola. Ahora somos yo, y el mamotreto acolchado. Yo y el montón de plumas de ganso, que vamos a todas partes juntitos. Al cine, yo y mi ganso. A un bar, yo y mi ganso. A clases, yo y mi ganso. Al supermercado, yo y mi ganso. Yo y mi ganso de paseo por la ciudad.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Vestirse en el frío I: ¿Cuánto peso?

Desde hace una semana el termómetro bajó primero a 5 grados centígrados, luego a 3, y desde hace tres días está entre menos 1 y menos 3 grados bajo cero. Mientras el termómetro baja, la cantidad de ropa aumenta y mi peso sube. Aquí un cálculo a ojo por ciento de cuánto peso yo por estos días:

Mi propia humanidad: 55 kilos. Está bien 57, hay que decir la verdad (ahí están incluidos los supuestos 20 gramos que pesa el alma).
Ropa térmica (camisa y pantalón): 50 gramos (son de seda, así que son livianos)
Jeanes: 1 kilogramo.
Franela: 280 gramos.
Sueter cuello tortuga: 60 gramos.
Sueter de lana grueso: 1 kilogramo.
Chaquitica tipo blazer para lucir trendy: 50 gramos.
Medias: 10 gramos (son de lana)
Botas para la nieve y la lluvia: 2 kilogramos.
Abrigo de plumas de ganso, con pelo de conejo en el tope: 4 kilogramos.
Cartera Mery Poppins con libro, botella de agua, paraguas, maquillaje, portamonedas, bolígrafos, cuaderno, guantes, y gorrito (por si el frio aprieta): 10 kilogramos.

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Total totaaaaal (con musiquita de Guillermo Fantástico González)
Vestirse para invierno: 77 kilogramos.
Moverme en el metro, apreturrarme en el ascensor, sentarme en una silla, dar un paso, buscar algo en la cartera: más de dos minutos por actividad.
Fórmula final: Más frío= más ropa= más peso= más minutos para moverme cada día.
Conclusión: Un poco obvia; el invierno requiere demasiado esfuerzo y energía.
¿Podré soportarlo?

jueves, 20 de noviembre de 2008

La serena felicidad de Caterina Azulejo

Llegué al salón y Caterina Azulejo, nuestra profesora suplente (el calvo cuarentón tuvo un asunto familiar) estaba hablando con dos de mis compañeras. Sólo puede oir que les decía, que ella se había dedicado a llevar una vida feliz y a no trabajar demasiado. No sabía nada de Caterina Azulejo, nunca había escuchado su nombre, nunca antes la había visto, sólo sabia que estaría allí, parada frente a nosotros 20, por tres horas. La compadecí. Mi clase puede ser un tanto salvaje.
Al hablar me di cuenta de que Caterina Azulejo no tendría problemas manejándonos. Ella estaba genuinamente interesada en nosotros, y nosotros, cosa rara en estudiantes, estábamos interesados en ella. Al principio me asusté pues empezó con el cuento trillado del círculo para conocernos, pero pronto Caterina Azulejo comenzó a hablar de su vida y todo se hizo silencio. Cuando Yulia, una chica con cabello negro salvaje, ojos de gata, y un ligero parecido a Angelina Jolie dijo que era de Uzbequistán, Caterina Azulejo, le respondió "me encanta tu país". Los ojos de Yulia saltaron. Uzbequistán no es precisamente un lugar turístico. Caterina, le dijo que la batola azul que tenía puesta y los zarcillos de piedra los había comprado allí.
El círculo siguió y a medida que cada quien develaba su nacionalidad y la historia de su país, señalaba en un mapa el lugar. Caterina Azulejo conocía por lo menos 15 de los 20 que tenían representación en esa clase y de cada ellos conservaba objetos y muchas fotos. A la Azulejo no le gustaba hacer turismo tradicional, ni de lujo, ni confortable. Ella quería conocer las historias cotidiana de las tierras que visitaba.
Caterina Azulejo era una mujer interesante, pero eso no fue lo que me atrajo de ella. Fue su apariencia tranquila, serena; sus pasos suaves, como si pisara sobre algodón, su rostro plácido, lo que me llamó la atención, sobre todo tratándose de una neoyorquina. Bien se sabe que los que viven aquí, caminan apurados, con los cafés hirviendo en la mano, y el periódico debajo del sobaco. El cuerpo de Caterina Azulejo decía, "estoy dónde quiero estar".
Al terminar la clase me acerqué a Caterina Azulejo y le pregunté cómo era que una neoyorquina, nacida y criada en esta ciudad, no estaba obsesionada con el trabajo, y vivía la vida como se debe vivir, es decir (y me disculpo por la reiteración) vivíendola.
Le dije, Caterina, por qué luces tan feliz.
Me dijo, Lo soy.
Le pregunté cuál era la clave. Me dijo, La familia.
Le dije, Tiene que haber algo más. ¿Meditas, haces yoga, escribes, lees, haces pilate?
No, me dijo. Sólo me rodeo de quienes quiero y viajo. Sólo gasto en viajes. Viajo mucho. Y cuando me canso de viajar, viajo más, siempre con mi esposo.
Me dio pena seguir interrógandola, pero me tragué mi pena y seguí preguntando.
Perdona tú Caterina si soy muy metiche, le dije, Pero quiero saber yo, que vivo como si tuviese 16 vidas y no una sóla, por qué tú luces tan serena. Caterina Azulejo, estiró sus brazos, su batola azul se movió, y pensé en ella como en un ave celeste.
Me respondió, Y dime para qué me voy a apurar. No tengo otro lugar a dónde ir después de aquí. Entendí que hablaba de la vida y no de la clase de inglés. Paré el interrogatorio, no porque estuviese satisfecha sino porque me sentía frustrada. La envidié. Quise ser un ave celeste. Quise comprar batolas en Uzbequistán. Quise caminar sobre algodón. Quise ser serena, felizmente serena. Quise ser Caterina Azulejo.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Gustavo Dinamo


Salió vestido de esmoquin, radiante, con ese caminar arrastrado que él tiene, saludó a sus músicos y se paró en el podio. Tenía el lazito del esmoquin bien hecho, así que asumí que alguien lo había ayudado. Imaginé cómo fueron esos minutos antes y recordé aquella vez hace dos años en el Teresa Carreño, cuando todavía no tenía la fama que lo envuelve ahora, pero ya vivía a un ritmo precipitado que lo llevaba de un lugar a otro casi sin él quererlo. Imaginé que Eloisa, su esposa, seguro estaba en el camerino, dándole un beso y un abrazo, y diciendole Pici (viene de Principesco) tú puedes.
El domingo 16 de noviembre a las 2:10 pm Gustavo Dudamel levantó la baqueta y la música de Leonard Bernstein comenzó a sonar. No estaba esta vez con los jóvenes músicos de la Orquesta Simón Bolívar ni en La Sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño en Caracas, sino en el Carnegie Hall de Nueva York, dirigiendo a los músicos de la Filármonica de Israel. No habrá comido esta vez los pastelitos de pollo de la cafetería del TTC como aquel día en que lo entrevisté por primera vez, sino tal vez un hot dog o un slice de pizza. Pensé que estaría cansado, cómo no con una gira de conciertos por varias ciudades de Estados Unidos, una agenda que hace dos años estaba copada hasta 2012 y un entourage de managers, publicistas, músicos, amigos y fanáticos que quieren todos un pedazo de él.
Sé, porque él me lo dijo y porque lo vi en Caracas, que cuando Gustavo se monta en el podio no existe sino el podio, sus músicos, y él, y tal vez esa comunicación íntima e intensa es el origen de esa enegría que grandes conductores como Simon Rattle y Zubin Mehta han alabado en él. "Dinamo" lo llamó la revista New York Magazine en el número que anunciaba el concierto en el Carnegie Hall.
Gustavo comenzó el concierto confiado pero tímido con Leonard Bernstein y terminó enérgico con una tonada popular de origen brasilero llamada Tico Tico. Muy al estilo de eso que suele hacer con sus músicos de la Simón Bolívar y la canción Mambo. El resultado fue más o menos el mismo que en otras ocasiones. Un público conmovido, agitado, enérgico, que gritaba su nombre y aplaudió por 20 minutos aún cuando la mayoría no eran venezolanos, ni siquiera latinoaméricanos. La viejita que estaba sentada a mi lado me dijo "he is adorable" derretida en aplausos y "he is like a rockstar, you should be proud of him", cuando supo que era venezolana.
La entrega de Gustavo, en parte razón de su éxito, proviene, me atrevo a decir, de una especie de quiebre con la realidad o de un desinterés, no arrogante, no a propósito, sino más bien natural y espontáneo hacia todo lo que no es música. Por eso, tal vez, no sabe hacerse el nudo de la corbata, ni ponerse el lazo del esmoquín. Por eso olvidó cuál era el tren que tenía que tomar para ir a dónde ganó el concurso de Mahler para jóvenes directores, o perdió el papelito en el que Eloísa su esposa le anotó el teléfono la primera vez que se conocieron.
Todo eso, por supuesto tiene poca importancia cuando es el director de la Oquesta Filarmónica de Los Ángeles, ha dirigido frente al Papa, tiene un perro caliente que lleva su nombre en Los Ángeles (está relleno de chile) y es catalogado por el New York Times como el director mas hot del planeta. Gustavo es joven (tiene 27 años), no es mal parecido, es carismático y tiene unos rizos que según la propia Carolina Herrera lo hacen lucir único. Gustavo es un dinamo. Como lo dijo mi vecina de asiento, un rock star.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Los chismosos de la esquina

Todas las tardes, después del trabajo, hacían lo mismo. Se reunían en la taguara de la esquina a beber cervezas y hablar de la gente. Hablar bien, mas o menos bien, mal, y a veces ni siquiera ninguna de las anteriores, sino una versión totalemente nueva y aislada de la realidad que ellos enhebraban y convertían en una historia que parecía engendrada por un híbrido de Corín Tellado y Chepa Candela.
Eran tres chismosos. Un flaco bien flaco, una retaca chillona y una alta malhumorada a la que le encantaba quejarse todo el día. La mayoría de las veces hablaban de la gente con la que trabajaban y otras, muy pocas veces, de sus pequeñas vidas.
- Yo creo que a él le gusta ella, decía el flaco bien flaco.
- Para mi ella lo está sonsacando, decía la retaca chillona.
- Además, ¿viste como vino vestida hoy?, respondía la alta malhumorada.
Y esa conversación podría extenderse por una hora. Luego caminaban al metro y de ahí, cada quien para su lado, o para su vida. La retaca chillona llegaba a casa de sus padres en Santa Eduvigis, les preparaba la comida, hacia su lonchera, sacaba su ropita para el día siguiente y se sentaba en el sofá a hacer crucigramas, mientras pensaba en por qué el chico de la oficina, aquél del que había estado hablando en la taguara de la esquina, miraba a esa y no a ella, que merecía más ser feliz.
El flaco bien flaco, llegaba al apartamento que compartía con su abuela en Los Dos Caminos, a alimentar sus dos gatos, y a pensar en cuándo sería el día en que pudiese decirle a todos su verdad. Cuando podría ser cómo quería y no cómo su abuelita, muy vieja para darse cuenta de que su nieto era gay, quería que fuese.
La alta malhumorada decía a todos que se iba a su casa en San Bernardino, pero en realidad se iba a ese hotelito en Sabana Grande a encontrarse con su novio, un escultor cincuentón, con quien dormía desde hace 3 años, y quien le prometía todos los días, que esa noche sí hablaría con la esposa.
Los chismes habían pasado y sus miserias habían llegado. Pero luego, al día siguiente, o al otro, se volverían a encontrar. Pedirían tres cervezas y tres arepas, y por una hora se olvidarían de sí mismos. Hablarían entonces de la nueva de la oficina, del mal aliento del jefe, de cómo la pasante iba siempre con las lolas afueras. De todo, menos de ellos. Mirar a los otros siempre es más fácil y seguro que mirarse a uno mismo. Eso lo saben los tres chismosos de la esquina.

martes, 11 de noviembre de 2008

Socialité, barrendera o dama de compañía

Antes que mi nombre, de dónde vengo, o dónde vivo, la primera pregunta que me hacen aquí en cualquier ocasión, es decir reunión, almuerzo, clase, conversación con una desconocida, es en qué trabajo. O cómo más les gusta decir: "What do you do?", cuya traducción literal es ¿tú qué haces?
Cuando trabajaba en la página web no me había percatado de esto pues tenían una respuesta segura y certera que satifacía a todos. "What doy you do?"; "I work at an online newspaper for the hispanic community in New York". Y ya. Uno o dos comentarios y cambio de tema.
Ahora que ando enfocada en mejorar mi inglés y aplicar para un master, la respuesta no parece ser la esperada. No creo que sea porque en realidad les importe mi porvenir, sino porque no la entienden. "So you don't work?" Como si mejorar el inglés y estudiar no fuese un trabajo tiempo completo.
La semana pasada cuando asistí de oyente a una clase en Columbia University, una perfecta, o mejor, imperfecta desconocida me preguntó de qué vivía, es decir cómo obtenía dinero. Como si eso fuese problema de ella, o de alguien más aparte de mis familiares y amigos.
Le conté a Sofía, mi amiga del alma, la anécdota, y por supuesto comenzó a darme ideas de qué podía contestar. "Ya sé, di que eres barrendera, y que te sientes realizada, que no creiste que barrer las calles de Nueva York pudiese gustarte tanto. O que trabajas como dama de compañía de altos empresarios, te llevan a las mejores fiestas, los restaurantes de lujo y ganas un platal. Te apuesto que si dices eso, más nadie te va a preguntar más nada". Y así, Sofi siguió por un buen rato, haciéndome morir de risa del otro lado del teléfono. La última de sus ideas fue que dijese que sufría de síndrome de colón irritable y que me habían botado del último trabajo por algunos problemitas digestivos nada elegantes. Un poco extrema, creo que prefiero la historia de la prosti de lujo.
Ayer mientras estaba en la peluquería con Luciana cambiándome el look, saqué el tema.
- Lu, ¿a ti no te pasa que la gente se queda con cara de ponchada cuando le dices que no trabajas?, le pregunté.
- Sí y lo peor es que es lo primero que te preguntan.
Lu me contó que en Boston, dónde son más conservadores que aquí, optó por decirle a unos gringos que acababa de conocer que ella era socialité. Lo dijo así en francés y le entendieron que era socialista pero Lu explicó que no, que ella era pues, millonaria y que su trabajo era organizar funciones de caridad, dirigir fundaciones, ir de compras, asistir a eventos y posar para las fotos. Me dio mucha risa saber que en verdad le habían creído y que le habían dicho que la envidiaban. Leo, su esposo, se quedó boquiabierto por la ocurrencia.
Los consejos de Lu y Sofi no difieren de los que me dio una amable desconocida en el curso de inglés. Me preguntó cuánto tiempo tenía acá, le dije que casi cuatro meses y su diagnóstico me sorprendió.
- Te felicito, empezaste por dónde tenía que ser. Todo el mundo llega aquí vuelto loco a trabajar en cualquier cosa, nadie se vuelve rico, y cuando van a buscar un trabajo mejor, no lo consiguen porque no hablan inglés o no han estudiado lo suficiente.
Cuando le preguntaban en qué trabajaba, ella optaba contestar como Lu. "Yo soy una heredera y no necesito trabajar". Todas las opciones me parecen muy creativas y seguro usaré alguna de ellas, pero en realidad no entiendo cómo le puede importar a alguien que conozco en la calle "what do I do". Metiches.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Odio mi desastre pero no sé vivir sin él

Hay una anécdota que mis amigas de la universidad nunca olvidarán. Penélope, cada vez que quiere hablar sobre cuan desastrosa soy la repite, y sus palabras vienen acompañadas de carcajadas. Cuando estudiábamos en la UCAB solíamos reunirnos en el cafetín de ingeniería en los recesos, para merendar o tomar café. Yo casi siempre andaba a dieta, y en lugar de comprar comida en el cafetín me llevaba alguna fruta. Un día, en medio de un chisme entenidísimo, me puse a buscar mi manzana en el fondo de mi maletín. Penélope me observaba atónita. Vio como sacaba papeles de chicle, cómo le sacudía las puntas de lápices a la fruta verde y redonda, cómo la separaba del resto de comida que había en mi bolso, cómo la limpiaba y me la llevaba a la boca. Después de eso, nunca se ha atrevido a meter la mano en mi cartera porque dice que le da miedo, y mucho menos ha aceptado una fruta que provenga de mi bolso.
Se que el episodio es un tanto asqueroso y me encantaría decir que es falso, pero no puedo. Es verdad y odio que sea verdad. Hoy cuando tuve que limpiar todas mis carteras y sacar pares de zarcillos, bolígrafos, papeles, mapas, pinturas de labio sin sus tapas, volví a odiar mi desastre. Este domingo lo escogí para ordenar minuciosamente mi closet. Sucede que tengo demasiada ropa y que cuando llego de la calle no la vuelvo a poner dónde va ni la arrojo a la ropa sucia. No. La dejo tirada en cualquier parte y en dos semanas mi closet se convierte en una maraña de trapos. A Licantro, por supuesto, no le encantan estos modos míos y me pidió con mucha ternura si podía ser un poquito más ordenada.
El desorden no es el problema. El desorden es síntoma de un mal mucho mayor: lo desastroza que soy. Luciana se burla pues dice que no me puede dejar sola porque hago un desastre. Hace uno meses me pidió que la acompañara a una charla en NYU sobre los MBA y mientras ella estaba conociendo a su vecino de asiento, a mi se me cayó la botella de agua, mojé todos los papeles que me habían dado, y parte del escritorio. Al verme me dijo "me volteo un minuto y esto es lo que haces".
Hace dos semanas, mi profesor de inglés nos llevó a la biblioteca a que sacáramos un libro. Me llevé uno de Marguerite Duras que sobrevivió en perfecto estado los primeros dos días y al tercero fue víctima de un tsunami en mi bolso. Se me había olvidado cerrar la botella de agua antes de guardarla en la cartera. Ahora tengo que ir a la biblioteca pública avergonzada y pagar la penalidad que supongo debe haber.
Como esos ejemplos hay muchos otros; la vez que casi incendio mi casa porque se me olvidó que había puesto cera a calentar, cuando dejé las llaves de mi casa en la planta baja y cerré la puerta del piso de las habitaciones, el día que choqué el carro contra una acera sólo porque no la vi. Todos a mi alrededor han aprendido a quereme desastroza. Licantro me llama a veces "su desastrosita", y Fede, mi costilla, dice que soy un "exquisito desastre". No sé que le ve él de exquisito, porque a mi me parece un fastidio. Hasta Penélope que quedó traumatizada con la manzana cubierta por restos de puntas de lápices, mira mis desastres con cariños. Yo no. Yo los odio. Quisiera deshacerme de todos ellos, y no voy a venir con la historia de que voy a aceptarme como soy. Esa parte de mí me resulta vergonzosa y quisiera negarla. El problema es que no puedo. Me persiguen mis desastres y me dejan en evidencia todo el tiempo. No sé cómo los otros pueden quererlos.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Sueños que hablan

Inexplicablemente, ambos habían entrado por la ventana del techo de mi cuarto y me habían llevado volando con ellos. Juntos los tres, caminábamos felices por las calles de Metz, la pequeña y fría ciudad donde viví cuando me mudé a Francia por un año.
Aquellos no eran días muy felices. La mujer que me había tocado como familia de intercambio sufría de alcoholismo y depresión y amenazaba con botarme de su casa (cosa que al final hizo). Yo tenía 18 años, llevaba cuatro meses en la ciudad, tenía pocos amigos y odiaba el frío. No entendía a los franceses, no entendía porque no me entendían cuando hablaba, y para hacer el cuento corto, me sentía miserable.
Una noche, luego de quedarme dormida en lágrimas, soñé que mis dos abuelos, ambos muertos hace algunos años, habían entrado por la ventana del techo del cuarto donde dormía y me habían llevado a recorrer la ciudad. Me llevaban cargada entre los dos y felices recorríamos los alrededores del río, la catedral, el viejo fuerte y el colegio dónde yo estudiaba. Recuerdo que mientras dormía experimentaba una sensación de placidez incomparable. Al día siguiente me levanté esperanzada y con el sueño en la mente. Llamé a mi papá y se lo conté. Se conmovió. Me dijo: "Es natural, ellos te están cuidando". Al pensarlo me dieron ganas de llorar. Todavía me dan.
Si los muertos pueden comunicarse con los vivos, no puedo asegurarlo. Algunos dicen que no. Otros dicen que sí; y cada quien que piense lo que lo haga más feliz. A mi por supuesto me hace feliz pensar que mis queridos abuelos buscaron la manera de decirme que todo iba a estar bien.
Samy, mi amiga de la infancia, quedó embarazada hace algunos meses. Una noche soñó que el papá de su esposo, a quien nunca conoció, hablaba con ella sobre la niña que iba a tener y le pedía que naciera el día de su cumpleaños. Samy, dice, conoció a través de un sueño al abuelo de su niña.
Ayer, antes de quedarme dormida me acordé del sueño que tuve en Francia. Deseé que mis abuelos viniesen, esta vez de verdad, y me llevasen de la mano, flotando por todo Nueva York: desde el 7-d a Central Park, La Quinta Avenida, Columbus Circle, El Village y así por todas partes. Así, me sentiría más liviana, avanzaría más rápido en esta ciudad y estaría más contenta. Tal vez, simplemente necesito que ellos me digan que todo va a estar bien.
No soñé con mis abuelos, por supuesto, en cambio soñé que me casaba con un chino feo. No entiendo por qué, pues yo ya estoy casada, y la verdad es que los asiáticos no me atraen. Ni modo. Otra noche será.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Doble encuentro con una mujer gorda

Llevaba una flor blanca en el cabello, unos zarcillos azules que hacían juego con las ballerinas índigo metálico de donde brotaban sus pies, quizás ajustados en unos zapatos demasiado pequeños. Lucía un vestido verde de franela, ajustado al cuerpo, que descubría sus piernas, más que robustas, y una chaqueta marrón que completaba con una bufanda que iba a tono con los zapatos y el vestido. Miraba debajo de los hombros, con fuerza y carácter, y tenía la actitud altiva de quien se siente hermosa y quiere que todos lo sepan. Tenía un rostro redondo, moreno, unos ojos rendondos, unos labios pequeños comparados con el resto de su ser, y un cabello, negro, largo y ondulado.
Era hermosa. Era gorda. Tan gorda que para entrar por las puertas del vagón tuvo que inclinar su cuerpo hacia un lado. Sé poco de pesos, así que no supe calcular el suyo, y la verdad tampoco me importaba demasiado. Estaba concentrada en ella, en la manera en que escuchaba su ipod mientras el tren andaba y movía las rodillas, que por exceso de carne, se rozaban entre ellas. Parecía una escultura de botero, pero vestida. Y fue justamente el modo en que andaba vestida que cautivó mi atención. La admiré. Yo, que peso 57 kiloramos no me atrevería a ponerme nunca un vestido así, no por que se vea vulgar, sino porque siento que soy demasiado gorda para él, y en lugar de mostrar siempre quiero tapar. En un lado mis complejos, y en el otro esta mujer gorda, hermosa, desbordante de seguridad; con su vestido verde ajustado y sus zapaticos encogidos.
Traté de que no se diera cuenta de que la miraba durante todo el recorrido, pero fue imposible. Al menos tuvo la desencia de hacerse la loca. Me duele que haya pensado que la miraba por gorda, pues en realidad la miraba por bella, por saberse bella con todas sus carnosidades. Se bajó del vagón antes que yo. Agarró con fuerza su cartera gris de imitación de piel de cocodrilo y desapareció.
Ese encuentro ocurrió la noche del miércoles, y como es natural en una ciudad hiper poblada como Nueva York no imaginé volver a verla. Me equivoqué. Al día siguiente volvió a entrar a mi mismo vagón. Casi no podía creerlo. ¿Cuáles son las probabilidades de encontrarse a un desconocido dos días seguidos?
Esta vez se sentó en uno de los asientos. No tenía la actitud altiva del primer día. Y su mirada ya no seducía. Me pregunté si sería otra, pero la volví a examinar. Imposible. Era ella. Iba a la moda como el primer día, pero un poco más conservadora. Quizás porque iba al trabajo. Vestía pantalones grises, un top de flores blanco y negro y un blaizer negro. Lucía triste y cansada. Me pregunté que le habría pasado esa noche luego de que se bajó del vagón. ¿Tuvo una pelea con su novio? ¿Algún problema familiar? O más bien tuvo una noche apasionada y simplemente estaba cansada. No lucía tan bella como el primer día, es seguro. Y esta vez no me impresionó tanto. ¿Qué pasa con los segundos encuentros? A veces pienso que la gente que a uno lo impresiona sólo debería vérsele una vez, para quedarse con ese recuerdo. No importa. En mi mente está la mujer bella. La mujer gorda. Con su vestidito verde y sus zapaticos azul metálico. !Ah!, y su flor blanca en la cabeza.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

El día después

Amaneció hoy 5 de noviembre con un cielo bajo y oscuro y la amenaza férrea de lluvia. Sin duda el clima gris y perezoso no era el más poético para un día tildado de histórico; para el comienzo del mentado cambio. El mal tiempo no se correspondía con la euforia de la multitud que vibró anoche en las calles de buena parte de los estados del país, y de sus ciudades más importantes: Chicago, por supuesto, donde mas de 125.000 almas se encontraron en el Parque Grant; Florida; Puerto Rico y Nueva York, entre otras. La ciudad que nunca duerme le hizo honor a su nombre y permaneció en vela, en Time Square; Rockefeller Center; y por supuesto Harlem, poblado en su mayoría por afroamericanos, celebraron el triunfo del primer presidente negro en la historia de Estados Unidos.
Me costó despertarme después del tranocho, pues aunque Licantro y yo decidimos verlo todo por televisión -mi cuota histórica la llené votando- me acosté pasada las 2. Me paré de la cama a las 8, cuando no podía extender más los minutos de indulgencia que cada mañana me regalo, me arreglé como pude y salí. Caminé a la estación de metro emocionada, porque en la entrada se sienta un señor que vende todos los diarios -bueno por lo menos seis- y chucherías. "No Times" dijo antes de cualquier preguntá. Compré el New York Post, en cambio. Leí la primera noticia "Nation's 1st black president". "Red states turn shocking blue" (por cierto Oklahoma, sigue roja, valga la aclaratoria dado que es mi lugar de nacimiento). Pasé por el kiosquito de la 168 y tampoco tuve suerte. "El Times se empezó a vender en la madrugada", me dijo el vendedor. Me llevé el Daily News con su gigantesco titular "Change has come" y corrí para agarrar la línea 1.
En el metro la mayoría leía los periódicos y más de uno cargaba su Obama-button (chapa de Obama).
Llovía cuando me bajé en la 116, y retrocedí hasta la 114 para comprarme un café en Starbucks. Detrás de mi había una viejita que no hablaba inglés, que quería comprarse un café con un dólar. La cajera no la entendía y no hallaba cómo despacharla. Pensé, qué cambio puede haber en este país si no se ayuda a una señora latina de la tercera edad a comprarse un café.
Pensé en el camino de Starbucks a la 120, lo que había leído en uno de los dos periódicos, sobre todos los retos que le esperaban a Obama. En enero recibirá un país sumergido en una profunda crisis económica, inmobiliaria y energética y con dos guerras a cuesta. Nada fácil. Me pregunto si la multitud de Grant Park sabrá esto. Sabrán aquellos que lloraban de emoción, negros o blanco, que se necesita mucho más que un hombre para "salvar" un país. ¿Sabrán ellos de los supuestos salvadores, como nosotros en Latinoamérica?
Obama que no es poco astuto les hizo saber la magnitud de lo que viene: "The road ahead will be long. Our climb will be steep. We may not get there in one year nor even one term, but... I promise yo, we as a people will get there" (el camino será largo y empinado. Puede que no lleguemos a la cima en un año o en todo un período, pero les prometo que llegaremos". Dijo la verdad sí, pero acompañada de una promesa, que espero, muy dentro de él, sepa que puede cumplir.
Un choque violento y brutal me sacó de mis pensamientos en la esquina de la 120. Un carro chiquito y azul se había comido la luz y había chocado contra una camioneta blanca y luego contra la isla. El parachoque quedó como un acordeón. Por lo que pude ver, a la conductora no le pasó nada y los paramédicos, ambulancia y demás llegaron en 30 segundos (literalmente). Mal día para chocar, pensé, y un hombre alto y negro, rebozante de alegría, me lo hizo saber. "Y justo hoy que todos estamos celebrando".
Llegué al salón de clases y mi profesor de inglés, un calvo cuarentón medio malhumorado al que parezco no agradarle demasiado, saludó con un "beautifull day, isn't it?". Nos repartió a todos hojas con el discurso de triunfo de Obama. En los párrafos había espacios en blanco. Prendió un grabador y pronto escuchamos la voz profunda del presidente electo. Llenamos el espacio en blanco con las palabras que el nuevo mandatario nos dictaba, como tendrá él que llenar todos los espacios en blanco que hay en este país. Las esperanzas, las ilusiones, las dudas, los abismos. Un camino cuesta arriba para el que necesitará algo más que un "yes we can".

martes, 4 de noviembre de 2008

Mi primer voto gringo

Hace dos semanas llegó a mi casa un sobre blanco con un carton adentro con el sello de Board of elections (junta electoral) y el título Acknowledgment notice. Adentro estaba mi tarjeta electoral con los datos de dónde debía votar y el número de urna. Me emocioné tanto que le tomé una foto al cartoncito.
Como ciudadana americana que soy, he podido votar en las elecciones de Estados Unidos desde que estaba en Caracas, pero no sabía muy bien cómo era el proceso y nunca me dediqué a averiguarlo. Cuando llegué a Nueva York, en plena campaña electoral, anoté entre mi lista mental de pendientes inscribirme en el registro electoral, pero cómo no sabía dónde hacerlo le fui dando largas al asunto, hasta que un sábado de paseo en el Village, un señor con franela y chapa de Obama me dijo que me podía inscribir ahí con él. Anotó mi nombre, firmé una planilla, di mi teléfono y dirección y me fui. Luego me enteré de que ese era el último día para registrarme y me quedé con la duda de si mis datos llegarían a tiempo. Hasta que recibí el sobre en el correo.
No sabía muy bien cómo iba a transcurrir el día de hoy, ni que se supone que uno debe o no debe hacer, pues votar en Caracas es un asunto que requiere de una logística bien avanzada. Chequear con los amigos o familiares cómo está la cola, llevarse una sillita por si es muy larga y toca hacerla en la calle, un librito para distraerse, dominó y hasta una cavita surtida con refrescos y sanduchitos para aliviar la faena.
Viniendo de un país en el que en 10 años se han hecho más de 10 eleccciones se supone que tendría yo experiencia en esto de la votación, pero lo que se aplica en un país no se aplica para otro. Penélope que es periodista y anda dateadísima me dijo que la mejor hora para votar era a golpe de dos, así que a las 2:00 le dije a Licantro que nos preparáramos para salir. Él por supuesto quería acompañarme, que si por la cosa de que es un momento histórico, y porque está estudiando comunicación política y ha seguido todo el proceso electoral.
Traté de no hacerle caso a lo que mucha gente me había dicho "tu voto no vale pues vives en Nueva York y ese es un Estado demócrata y es evidente que va a ganar Obama". A mi qué me importa. Es la primera vez que iba a participar en una actividad democrática en el país en el que nací y que, al fin después de todos mis intentos, iba a ser parte de esta sociedad. No. Eso nadie me lo iba a quitar.
Me vestí de rojo, blanco y azul como un gesto de coquetería que pensé pasaría inadvertido, y me puse mis Tory Burch verde manzana no porque fuese esta una ocasión especial, que sí lo es, sino porque no hacía frío y podía usar zapatos sin media. El colegio dónde me tocó votar queda a 5 minutos a pie de la casa. Al llegar, lo primero que me llamó la atención fue no ver guardias nacionales o militares en las puertas. Le pregunté a Licantro y el me dijo "eso sólo pasa en nuestros países". No había colas. Le entregué al hombre de la entrada el cartoncito blanco que me había llegado por correo y me dijo que no tenía necesidad de pasar por su mesa, que en la tarjeta ya decía que mi urna era la 71. Le dije que me disculpara, que yo ni sabía si estaba en el colegio correcto, que era mi primera vez votando. Sonrió emocionado y me dijo que siguiera adelante.
En la mesa 71, ubicada justo antes de la urna, habían dos mujeres negras sonrientes. Una de ellas tenía un pañuelo con las pinta de la bandera de los Estados Unidos en el cuello. La otra me dijo que le gustaba la flor blanca, azul y roja que llevaba en mi cabeza. "Very patriotic", dijo. La del pañuelo me buscó en el libro, me dijo que firmara y me hizo gesto de que pasara adelante. Le dije otra vez el mismo discurso que al hombre de la entrada: "I'm sorry but this is my first time voting. I don't know how to do it". Me dijo que no me preocupara y me acompañó hasta la urna.
Cuando abrió las cortinas me impresionó lo que ví. En lugar de las problemáticas smarmatics pequeñitas y computarizadas con las que votábamos en Caracas, enfrente de mí había una máquina gris más alta que yo (mido 1.63) y de por lo menos un metro de ancho. Parecía un ascensor. En el medio tenía una centena de manillitas pequeñitas y en la parte inferior una palanca roja gigante. La dama negra del pañuelo tricolor me dijo que debía mover la palanca roja hacia la derecha y luego mover las manillitas que estaban al lado de los nombres de los candidatos. Terminó de hablar, cerró las cortinas y me dejó sóla.
Me puse nerviosa. No encontraba el nombre de ninguno, ni del veterano de guerra ni del candidato del cambio. A los dos minutos los encontré, giré mi manillita, y luego vi una retajila de nombres que no se porque estaban ahí. Eran los magistrados a la corte y no tenía ni idea de que debía votar por ellos. Como no sabían quienes eran, los escogí todos de un mismo partido. Al finalizar no sabía que hacer. Imaginé que la palanca roja debía volver a su posición inicial y la giré hacia el lado izquierdo con cierta duda.
Le dije al hombre que vigilaba la urna que no estaba segura de que hubiese votado, el me dijo que buscaría ayuda. Llegaron la mujer del pañuelo y un hombre y me preguntaron que había hecho. Les conté pero no entendían. Al final me dijeron, con esa actitud de "da igual porque en este estado ya ganó Obama" que seguro había votado. Licantro me miraba desde lejos, sonreido y con cara de "no podía ser de otra manera". Luego me llamó "destrosita" con ternura, me tomó una foto y se la mandó a mi mamá. "Para los nietos", dijo.
Comencé a quejarme. Y qué si mi voto no pasó. Cómo saberlo si estas máquinas gigantonas no te entregan ningun papelito. Y si desaproveché mi primera oportunidad, y si hice el tonto en las llamadas "elecciones más controversiales en la historia de Estados Unidos" Licantro me calmó. Leímos un cartel con instrucciones, que he debido leer antes de entrar y no después, y me preguntó si yo había hecho todo eso. Dije que sí. Giré la palanca roja hacia la derecha, moví las manillitas y luego devolví la palncota hacia la izquierda. "Pues yo creo que eso era todo", dijo él. No me tranquilizó. Salí del colegio con una sensación rara y la duda de si había o no votado por el cambio.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Mi sofa vainilla


Siempre lo había sospechado pero nunca hasta este momento había entendido la estrecha relación que uno puede desarrollar con su sofá. La razón es que nunca hasta ahora había tenido yo un sofá. Es decir, por supuesto que habían sofás en la casa de mis padres, pero estaban en la sala o en su habitación y no me pertenecían. De adolescente siempre quise uno en mi cuarto, adicional a mi cama, pero mi querida madre decía que 1. no había espacio y 2. lo terminaría usando para tirar toda la ropa. Probablemente tenía razón.
Cuando Licantro y yo nos mudamos al 7-D de Caracas no compramos muebles. En cambio pedimos algunos prestados. En la sala colocamos un viejo sofá verde de cuero al estilo inglés, ideal para recibir visitantes pero no para echarse. Como sabía que el sofá sería de vital importancia en el nuevo 7-D, esperé a que llegara Licantro para comprarlo. Al día siguiente de su llegada encontramos un sofá cama de dos puestos fabricado en una tela muy suave, parecida a la gamusa, color vainilla.
Si es cierto que no hay lugar más cómodo para dormir que una cama, también es verdad que no existe nada tan perfecto como un sofá para echarse; a leer, a ver tv, a mirar el techo, a hacer la siesta. El sofá es en cierto modo el consuelo a nuestras penas diarias. El premio después de una jornada intensa. La única certeza durante y después de un llanto desconsolado. El compañero en los días en que la soledad aprieta. Si se fija uno en la anotamía del sofá, y quizás esté yo delirando, se encuentran reminiscencias del regazo materno. Los brazos (apoya brazos en este caso) abiertos, el pecho suave (los espaldares), el cuerpo cálido (los cojines).
Ahora que lo tengo, entiendo por qué en las películas la chica con el corazón roto llora sus penas en el sofá, porque el adolescente perezoso pasa su tarde viendo tele allí, o porque la madre o el padre llegan de sus jornadas y se sientan a leer el diario o un libro. El sofá es el lugar de las sensaciones y las emociones; de la soledad, del cansancio, del dolor. Cuando me siento en mi sofá vainilla me sumerjo en una realidad de pluma y algodón.

domingo, 2 de noviembre de 2008

El dolor que inmoviliza

Cuando el dolor es tan fuerte que sobrepasa el alma y se aloja en cada uno de nuestros músculos, el cuerpo se vuelve pesado y lento, y los pequeños pasos se convierten en travesías odiséicas que requieren la concentración de toda nuestra energía restante en el acto o tarea que queremos realizar.
Asi, cuando nos rompen el corazón y sentimos que la vida no es vida, el simple hecho de levantarnos de la cama es una tarea titánica que puede tomar minutos, horas, días y hasta semanas. Y aunque esto suene novela, es real y quien diga que no lo ha vivido, o miente o realmente es muy afortunado.
Recuerdo como en tercer año de universidad Sofía, mi amiga del alma, debía literalmente arrastrarme desde el carro en el estacionamiento hasta el salón de clases, no sin antes intentar peinarme y arreglarme el pantalón de la pijama que había olvidado cambiarme. En aquel momento tenía 23 y el mundo empezaba y terminaba en ese amor. Por varios meses me aplaudí cada logro, por minúsculo que fuera; cada vez que no pasaba un fin de semana en la cama, cuando fui al kiosco a comprar periódico, o cuando me atreví a salir a una primera cita. Sofía, por supuesto, prácticamente me obligó y me dijo que si no salía ella iría a mi casa, me vestiría y arreglaría ella misma. Sabía que era capaz y quise ahorrarle el viaje.
Ahora no tengo 23. Sof'ía no esta aquí. No sufro de penas de amor, pero hay días en que la nostalgia de estar lejos se trepa desde mis pies, amarra mi corazón y se instala en mi cabeza. En esos días pararme de la cama me puede tomar varias horas. Siento verguenza de mi misma, por supuesto, pero luego me asumo como soy, y empiezo mi tarea titánica de dar un paso a la vez. Primero de la cama al baño, luego del baño al sofá, luego del sofá a la cocina, de la cocina a la mesa, y de la mesa a la computadora. Y si todo eso me toma un día entero o dos pues no importa. Estoy segura que a la semana me tomará menos, y que al mes el dolor habrá disminuido. Hasta que vuelva a llegar con todas sus fuerzas y me tome como prisionera y no me deje parar de la cama, y empiece entonces la danza de los pequeños pasos hacía un corazón tranquilo.