domingo, 12 de octubre de 2008

La ropa y mi calvario personal

Como casi todas las relaciones importantes que se tienen en la vida, la mía con la ropa es complicada. Es de esas que llaman amor/odio, las que te causan tormento y placer y no sabes vivir con ellas pero tampoco sin ellas. Como el novio ese que tuviste y amaste pero dejaste porque se estaban destruyendo. Vestirme tiene el mismo efecto. Primero siento la ilusión de hacerlo con maestría y jugar a que es un arte que domino y luego la decepción de verme en el espejo y encontrar con que la imagen no se corresponde con la que tenía en mi mente, mucho mas esbelta, mucho más soberbia, mucho más innovadora.
Hoy en la mañana debía vestirme para ir a un brunch en casa de una amiga venezolana en el upper west side. El brunch dominguero es parte esencial de la cultura neoyorquina y mi amiga decidió darle un giro, y cambiar los waffles por arepa, los huevos benedictinos por perico, y las panquecas por carne mechada.
Me paré tarde, como casi siempre, y sólo tenía quince minutos para vestirme. Ya en sueños pensaba en qué ponerme y no lograba crear la combinación perfecta en mi mente. Como piezas de legos intentaba encajar zapatos con pantalón, medias con faldas, camisa con sueter. Nada cuadraba.
Hay gente que se para frente al closet, agarra lo primero que ve y se viste y quedan divinos. Me encantaría decir que soy así. Que cuando me piropeen una pinta pudiese decir, 'ay no niña, si fue lo primero que agarré'. La verdad es que a veces lo digo, pero estoy mintiendo. Rara vez agarro lo primero que está en el closet, por lo general me cambio tres o cuatro veces antes de salir, y mi look del día es consecuencia de un proceso sufrido y razonado.
Esta mañana no fue distinto. Tenía 15 minutos para vestirme. Chequeé el clima y noté que hacía casi 20 grados centígrados. Perfecto para una camisa o franela y un sueter por si a las moscas e ideal para ponerme las ballerinas verde manzana que me compré.
Lamentablemente para mí no es tan sencillo como suena. El calvario comienza con la duda de si estaré suficientemente abrigada o si pasaré calor (ya en dos oportunidades he salido del edificio y me he devuelto al 7-d por esta razón), si estaré vestida apropiadamente, o si estaré demasiado elegante o muy poco formal. Para cuando decido el nivel de formalidad que le voy a dar a mi atuendo me planteo que estilo quiero, un poco bohemio, más bien clásico, algo vanguardista, y luego camino al closet.
En Nueva York, donde las calles son pasarelas y los peatones son modelos con estilos propios y definidos, el sufrimiento se multiplica y se convierte en una obsesión. Ya confesé en el post de las celebridades que soy una frívola sin remedio, ahora confieso, por si el rasgo no se había colado en algún post, que soy obsesiva. El asunto es que cuando mi obsesión y mi frivolidad se mezclan el resultado es un cóctel tóxico.
Por qué me importa tanto como me visto, y sobre todo como me veo, tiene muchas respuestas. Lo más elemental es que me gusta la moda, es mi pequeño placer, y no es un placer culposo, lo fue por algún momento, pero ahora lo abrazo con todas mis fuerzas. Estoy pendiente de las nuevas colecciones, adoro las vidrieras, soy una consumidora insaciable de revistas de moda y tendencias, no me pierdo un episodio de Project Runway (el reality show donde Heidi Klum descubre nuevos talentosos diseñadores), me gusta la ropa, sus formas, sus colores. Me gusta la posibilidad que me brinda de ser alguien diferente cada día o ser la misma. Me gusta su maleabilidad.
Está también el hecho, considerado por algunos como una debilidad o un rasgo atroz, de que me importa como es percibida mi imagen, tal vez, y aquí hago otra confesión, porque me encanta, me fascina, llamar la atención. Todavía me da cierta vergüenza confesarlo, pero la vida es demasiado corta como para ocultarnos quienes somos, y prefiero abrazarme con todo, que perder energías negándome. Me gusta entrar a un lugar y soprender, aunque aquí en Nueva York, eso es bien difícil, pero me gusta sobre todo sorprenderme con la imagen mía en el espejo. Darme cuenta de que el experimento salió bien es un trofeo personal. Todas estas razones podrían analizarse y la raíz de esta obsesión sería trillada, patética y no por eso menos cierta: baja autoestima.
Hay otra razón con raíces un poco más profundas. Desde pequeña mi querida madre me enseñó la importancia de las apariencias. Siempre luché con ella, la acusé de frívola, de materialista y la juzgué por pensar en cosas tan ínfimas, cuando yo,una adolescente atormentada, estaba preocupada por cómo lograría inscribirme en la cruz roja e irme a África a hacer trabajo voluntario (cosa que hasta ahora no ha pasado). El caso es que mi madre no está totalmente equivocada, somos nuestra primera carta de presentación, y no se trata de gastar un dineral y hacer una demonstración de marcas pomposas, sino de escoger algo que nos haga sentir cómodos, seguros y que sea el reflejo de nuetros sentimientos y pensamientos. Como suelen decir los expertos en moda. Es la gente la que lleva la ropa, no viceversa.
Se que no todo el mundo le dedica tanto tiempo a pensar en esto, pero la ropa es un modo de decir quienes somos. Antes de cruzar miradas, de entablar una conversación, de intercambiar teléfonos, la ropa dice mucho sobre quienes somos, y qué queremos. El problema en mi caso es que la mayoría de las veces yo no sé que quiero decir. Algunas veces quiero ser una loca en busca de la felicidad eterna y otras quiero ser una mujer moderna que lo sabe y lo hace todo.
Como en otros aspectos de mi vida, cuando se trata de la moda, me gusta escapar de mi zona de confort, aunque Fede, que no es sólo mi costilla sino un periodista con un gran sentido estético, me acuse de conservadora. Me gusta intentar hacer cosas que no había hecho antes, me gusta jugar a ser alguien nuevo, me gusta ponerme una falda burbuja gris con un sueter morado, unas medias azul eléctrico y unas botas negras, aunque cuando salgo a la calle con la pobre ilusión de deslumbrar me doy cuenta de que "hey darling this is New York, nobody cares about you, unless you are somebody".
Hoy para el brunch quería lucir mis nuevos flats ya que no hacía frío y no necesitaría medias. Me lo probé con un vestido. Nada. con unos leggins. Nada. Cambié de idea y me puse un sueter negro con jeans beige, un sueter de rallas moradas con botines de patente gris y medias moradas. Y cada vez que me paraba frente al espejo, me desvetía frenéticamente como si me quisiera quitar la piel. Tal vez así sea. Y el problema no es la ropa, sino esta piel mía que a veces pesa demasiado.
Después del último desatino me senté en el sofá, brava, molesta, a punto de llorar -¿por qué se ve tan fácil en las revistas, y es tan difícil para mí?- y le dije a Licantro que ni modo, no podría ir al brunch. Él que ha desarrollado una maestría para lidiar conmigo y mis outfits issues, se rió, me miró con ternura y sacó del closet un jean tubito beige, una franela roja, una chaqueta azul, y unos zapatos verdes.
- Confía en mí, ponte esto.
- Pero no pega.
- ¿Tienes una mejor idea?
No la tenía. Así que le hice caso, y me fui vestida tricolor, pensando que defintivamente no eran los colores de otoño, pero que la pinta tenía personalidad. Cuando llegué al brunch y me encontré con niñas lindas caraqueñas vestidas de blanco, negro y colores neutros me di cuenta, que me gustaba cómo lucía yo. Y es que Licantro, debo decirlo, tiene buen gusto, y además creo que no hubiese podido soportar mucho más mi lloriqueo y mi constante entrar y salir del closet.
Licantro sabe bien que la relación de las mujeres con su cuerpo, la ropa y los zapatos, no es la misma que la de los hombres. Pero en mi caso el asunto no es una simple disparidad de géneros sino una obsesión que me acompaña constantemente y me convierte por momentos en una shoppaholic (material para otro post) y en otros en una frívola disconsiderada que le importa más como luce hoy que las noticias del día, aún cuando soy periodista.
¿Qué le hago? De verdad que en esta vida hay muchas luchas, y en esta no me voy a embarcar, no porque no valga la pena, sino porque este placer tormentoso me hace feliz. Amo la ropa. Me gusta verme bien. Me gusta sentirme mirada. Me gusta que me piropeen. ¿Está bien? ¿Está mal? No me importa. Mientras esto me proporcione placer, haré todo lo que mi bolsillo y la paciencia de Licantro, me permitan.

2 comentarios:

Dani dijo...

Yo soy igual.. aunque el lindo de Migue dice que hasta un coleto me queda bien, es MENTIRA... el pobre también tiene MUCHA PACIENCIA. Cabe destacar que yo tengo que salir de mi casa máximo a las 6:30 de la mañana, imaginate a que hora me tengo que parar para poder cambiarme como tres veces en promedio.

A veces ya estoy montada en el carro, y ya nos vamos y yo digo "ya va, necesito ir al baño" o "se me quedo algo importante", me bajo corriendo y la verdad es que me voy cambiar el pantalón, porque justo antes de salir se me ocurrió la combinación perfecta. Miguel con cara de "te mato" me mira y dice "te cambiaste el pantalón"... yo respondo.. "nooooo, tas loco, es el mismo".
Yo de verdad no creo que una se ponga lo primero que consiga y quede magnifica... eso muy pocas veces pasa.

Sigue buscando la combinación perfecta... ojala yo tuviera la mitad de la personalidad que tienes tu para vestirte. Muchas veces lo logras... créeme.

Te quiero, te extraño.

Pulgamamá dijo...

Mi Dani que bella eres, gracias por este comentario. Sabes, creo que la vida se trata de buscar la combinación perfecta en todo, no sólo en la ropa. Tu y yo somos unas obsesivas y por eso con la ropa, igual que con el periodismo, nos obsesionamos y mortificamos.
Tu siempre andas espléndida, no importa la hora o el día. Recuerdo cuando llegabas a la universidad a las 6 am, maquillada, con el pelo estupendo, perfectamente combinada y entaconadísima, y yo llegaba en piyama, despeinada y con lagañas en los ojos. Jajajaja!
Yo temabién te extraño